Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

Un señor bajito

En memoria de un histórico del cine español

La primera aparición en la pantalla de Alfredo Landa que recuerdo es haciendo de sacristán «jeta» y abusón en «El verdugo», de Berlanga; el año anterior, 1962, había intervenido en su primera película: «Atraco a las tres», de Forqué: dos excelentes películas. Después vendrían «La niña de luto», de Summers; «Historias de la radio», de Sáenz de Heredia; «Ninette y un señor de Murcia», de Fernán Gómez... Estas películas figuraban entre las mejores que se hacían en España en los primeros sesenta, con el añadido de una película «vanguardista» y, por lo tanto, pedante, como «De cuerpo presente», de Antonio Eceiza. Lo del landismo vendría después, y tuvo un calado más sociológico que cinematográfico: Landa y el Seat 600 encarnaron como ninguna otra persona u objeto la España del desarrollismo, en la que después de haber atravesado un largo túnel las cosas empezaban a verse de color de rosa, el régimen levantaba la mano (dentro de un orden) y los españoles se sentían ricos por primera vez. Landa fue la representación del español de acuerdo con la definición de Curzio Malaparte que consideraba a los españoles como tipos bajitos y con cara de mala uva, porque pensaban que los demás tenían más éxito con las mujeres (es un eufemismo). De no haber sido por las libertades de la época de Fraga como ministro de Información y Turismo, el landismo no habría sido posible. Pero al permitirse los bikinis, surgió el landismo de manera inevitable. Cada vez que veía un bikini, al bueno de Landa, que representaba a Juan Español, se le ponían los ojos como platos. Esta era la representación urbana y un poco hortera del españolito medio, mientras Paco Martínez Soria representaba al Juan Español rural, cazurro, terco, obstinado y con mucha mala uva: en aquella división tan diáfana de España en urbana y rural, la España urbana de Landa era más inocente que la resabiada y aldeana de Martínez Soria. Finalmente, Bardem aprovechó las incitaciones sociológicas del landismo para realizar una película protagonizada por Landa, cuyo planteamiento escandalizó a los ortodoxos de cine-club: ¡cómo Bardem va a dirigir a un chusco como Landa! Y lo dirigió, aunque el resultado fue un fracaso. Fueron Garci, Mario Camus, Cuerda (inolvidable como el bandido Fendetestas en «El bosque animado») quienes se dieron cuenta de que en aquel salido canijo latía un actorazo.

El caso de Alfredo Landa me recuerda al de Burt Lancaster (salvando las alturas). Lancaster, al comienzo, se había especializado en aventureros saltarines, por lo que cuando la distribuidora lo impuso como protagonista de «El gatopardo», Visconti protestó: «¡Trabajar con un cowboy», ignorando que previamente había hecho grandes papeles dramáticos en «Forajidos», de Siodmak, y «Chantaje en Broadway», de Mackendrick. Landa, como ya hemos indicado, había hecho buenos papeles cómicos antes de lanzarse al balancín de la astracanada. En su fase final consiguió ser uno de los actores más hondos y perfectos del cine español, con una mirada desvalida, una melancolía profunda y la amargura de alguien que ha vivido y ha visto demasiadas cosas.

La Nueva España · 11 mayo 2013