Ignacio Gracia Noriega
Eduardo García de Enterría, hombre de letras
El finado jurista era un escritor notable que ocupó asiento en la Real Academia Española avalado por su obra literaria
Eduardo García de Enterría fue vecino mío antes de que yo naciera: su padre tenía la notaría enfrente de mi casa, en la calle Nueva de mi pueblo, y en consecuencia, allí hizo el testamento mi abuelo. El joven García de Enterría conservó algunas amistades de aquella época, como el notario Ramón Fernández Purón y el poeta Emilio Pola, con quienes mantuvo relación epistolar hasta que murieron: él los sobrevivió a todos.
Mi relación con él se debe a un malentendido. En cierta ocasión me envió una carta con un artículo sobre Liébana publicado en una tercera de «ABC» y destinado a una persona con la que no tenía trato (ni quería tenerlo). No sé cómo pudo haber confundido mi dirección con la de ese sujeto. Yo le devolví su carta pidiéndole disculpas por haberla abierto y haciendo algunos comentarios sobre el artículo, ya que García de Enterría, como buen escritor epistolar y persona bien educada, ponía a sus sobres el remite. Él me contestó a su vez y así surgió una larga relación epistolar y el envío de libros: él los suyos, a los que se refería con inmerecida humildad, y yo los míos. Su monumental libro sobre Liébana me lo hizo llegar por medio de Raúl Bocanegra, el cual, para dar mayor solemnidad a la entrega, me lo dio en el curso de una comida en Casa Conrado, a la que se sumó el profesor Germán Ojeda. Raúl Bocanegra, siempre que se refería a García de Enterría, decía: «El maestro Enterría». Maestro lo era sin duda de muchas generaciones de juristas; también lo era de la lengua española, de cuyo cultivo y servicio él se consideraba un modesto aficionado.
En uno de los libros que me envió, me llama, en la dedicatoria autógrafa, «hombre de letras, como yo quise ser». Quizás otras ocupaciones le hayan apartado de una dedicación más asidua a la literatura, acaso su hermana filóloga le haya desalentado: «La verdad es que mis muchos años y la conciencia de que debo dar prioridad a otras cosas pendientes menos amables me han hecho suspender mis pequeñas reflexiones literarias a pesar de que "ABC" insiste en pedirme "terceras". Una hermana filóloga sería que tengo, y que por fraternidad y por la especialidad no se deja apartar fácilmente de la objetividad, dice que mis reflexiones literarias son la simple expresión de inclinaciones de lectura, sin otro valor». Una confesión de este tipo por parte de un escritor excelente demuestra una talla humana muy singular, y mucho más en el ámbito literario, al que él no creía pertenecer del todo, y en el que son habituales las vanidades más absurdas e injustificadas. Le contesté, claro es, que no hiciera caso de la filología, pues si el escritor escribe es para producir «impresiones» a sus lectores y no campos áridos para pasto de filólogos; pues la consideración filológica de la obra literaria descubre cosas que jamás se le ocurrieron al escritor en el momento de ponerse a escribir. En ese aspecto «científico» es capaz de llegar a tantos excesos y desenfoques como la crítica psicoanalítica o la marxista.
Alarcos, que era lingüista y a la vez crítico, entendía la crítica como una ayuda al lector: «No me sirve más que para llamar la atención del desatento para acostumbrar a leer al lector». La consideración exclusivamente filológica de un texto sólo es de utilidad al especialista, pero totalmente prescindible para el lector común. Por cierto, Enterría lamentaba haber conocido poco a Alarcos: «Lo poco que yo pude tratarle en la RAE, único sitio donde puede tratarle». Otros elogios a amigos comunes son los que dedica a Sosa Wagner, autor de libros «magníficos y oportunísimos».
A pesar de su modestia y de su hermana filóloga, Eduardo García de Enterría es un escritor notable, que se sentó en la Real Academia de la Lengua no sólo por sus aportaciones jurídicas (ahora que en la Academia predominan los especialistas sobre los escritores), sino por una obra literaria que incluye la crítica literaria, o, si se quiere, las «impresiones de lectura», el ensayismo a la manera clásica, el paisajismo (un género literario que exige un riguroso dominio de la lengua), las evocaciones y hasta algún relato breve. A Emilio Alarcos le unía su fervor hacia fray Luis de León, sobre quien escribió algunos ensayos recogidos en un volumen de título azoriniano: pues si Azorín titula un libro «Los dos Luises» (de León y de Granada), el de García de Enterría lleva como rótulo «De Fray Luis a Luis Rosales»: de nuevo dos Luises. Libro que en parte refundiría en el titulado «Hamlet en Nueva York». En ambos volúmenes incluye como cierre «El derecho, la palabra y el libro», un trabajo de carácter jurídico escrito como ensayo literario. Por lo general, García de Enterría no mezclaba al jurista con el escritor. Entendía que son ocupaciones diferentes y prefería que cada uno marchara por su camino.
García de Enterría prestaba atención a escritores muy distintos: ya hemos mencionado a fray Luis; también a Quevedo, Stendhal, Valle-Inclán, Ortega, Manuel Halcón y Madariaga, en quien se aprecia el efecto personal y se hace una consideración de valor general, válida para todos y en estos momentos: «Ese europeísmo fue en Madariaga una fe cultural y una opción política resueltas, pero una y otra no se formaron en él a costa de reducir su condición específica de español, tan ilustrativa de su personalidad». Estaba muy satisfecho de haber descubierto la poesía del Cosmopolita de la Milonga, a quien dedicó un libro, «Fervor de Borges», que yo le reproché porque se ocupaba de un cambio y a lo que él me contestó con una carta de tres folios en defensa del argentino.
Como escritor preocupado de su obra más de lo que admitía, procuró reunir sus escritos dispersos en bloques afines, y así su libro sobre Liébana se integra en el volumen «De montañas y hombres», al lado de otros textos sobre Gredos y otros paisajes, desde Venecia a Polonia pasando por México y Nueva York, y evocaciones de grandes hombres (como De Gaulle y Malraux) y amigos grandes. De su prosa clara destaquemos una sentencia hoy necesaria: «Lo que hace falta es la españolización de España».
La Nueva España · 20 septiembre 2013