Ignacio Gracia Noriega
El primer presidente
Los españoles tenemos que agradecer a Adolfo Suárez algunas cosas importantes, y la Historia le juzgará por otras graves
Los españoles tenemos que agradecer a Adolfo Suárez algunas cosas importantes y la Historia, como antes se decía, le juzgará por otras graves. Le tocó gobernar en circunstancias muy difíciles, tan indecisas como crispadas, en las que cualquier paso en falso podía ser un irremediable paso atrás. Bien es cierto que la transición del régimen autoritario a otro de "democracia formal" había sido pactado desde algún tiempo antes, pero en un tiempo como aquel, en que las líneas generales del cambio se decidían en desconocidos gabinetes seguramente fuera de España, importaban los detalles, y ésa fue la tarea que le correspondió a Suárez, cuidar de los detalles, labor ardua, dado que no había intervenido en los preparativos de la compleja operación. Por el contrario, cuando la Transición se estaba fraguando, él se encontraba al otro lado, en el del Gobierno que era necesario cambiar para que, como decía el príncipe Salina, no cambiara nada.
El nombre de Adolfo Suárez, personaje del régimen que se desmoronaba, en el que ocupaba el ministerio más politizado e ideológico, empezó a sonar por sorpresa como la figura clave de la nueva situación. Su oponente más directo y con mayores posibilidades para ocupar la jefatura del primer Gobierno de la monarquía era Areilza, un político con mucha experiencia y culto (condición ésta de la que carecían los jefes de gobierno posteriores, con la excepción de Calvo Sotelo), que se había separado del franquismo a su debido tiempo y que se declaraba monárquico. ¿Qué menos se puede esperar del jefe de un gobierno que ha de consolidar una monarquía incipiente que sea monárquico? En cambio, Adolfo Suárez era republicano, no sólo por sus orígenes falangistas, sino porque ya de niño había declarado en una ocasión que aspiraba a ser presidente de la República española, como otros a su edad decían que su ilusión era ser bomberos o futbolistas. Pero, sobre todo, era preocupante que no tuviera los papeles democráticos en regla, lo que siempre es peligroso cuando se trata de poner en marcha un sistema democrático. No porque se pudieran temer de él retrasos voluntarios y hasta traiciones, pues su trayectoria en este aspecto fue muy digna e incluso ejemplar, y seguramente fue el jefe de gobierno español que más veces pronunció la palabra "democracia" por segundo, sino porque su pasado azul en un momento en que se preveía un rojo desteñido le obligó a hacer concesiones y a pedir disculpas con reiteración dramática. Es el responsable del "estado de las autonomías (según mandato constitucional)" a raíz del frívolo y resignado "café para todos" y de aquellos polvos estos lodos: no debía de sentirse legitimado para dialogar enérgicamente con los separatismos, a los que les permitió extenderse cuanto les vino en gana. A partir de 1975, el mayor aliado de los separatistas fueron los gobiernos de Madrid. Por otra parte, la obsesión de la derecha era y sigue siendo parecer más democrática que la izquierda, cuando ésta pocas lecciones puede dar en ese aspecto. Pero no insistamos en la "historia negra" de Suárez. Reconozcamos que bajo su mandato hubo en España unas libertades públicas y privadas como no se habían conocido antes ni habría después, que cada vez está todo más controlado y reglamentado. Aunque solo fuera por esto, merece nuestro respeto. Su etapa fue la más libre de la segunda restauración borbónica. Añadamos que fue el primer jefe de gobierno al que empezó a llamársele "presidente": tal vez para indicar que el régimen actual es una "república coronada".
La Nueva España · 26 marzo 2014