Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Lángara

En el número de La Nueva España del 22 de agosto, que informa sobre el fallecimiento de Lángara, hay una fotografía que estremece: posan, en la plaza de la Catedral, después de uña comida en La Gran Taberna, aquellos futbolistas legendarios del Real Oviedo: de izquierda a derecha vemos a Falín, con su amplia sonrisa y en manga corta (como era el más joven del grupo, se permitía tales alardes, porque los demás iban bien abrigados: detrás de ellos lucía el sol, pero debía de ser invernal); a Lángara, con corbata de indiano; a Goyín con la cara de siempre, de buena persona; a Herrerita con las orejas separadas, como Clark Gable, muy elegante y con gabardina, y a Antón con la boina inevitable y las manos en los bolsillos. Seguramente al verla, Luis Alberto Cepeda habrá repetido la lamentación que le atribuye Paco Ignacio Taibo (y que es muy de él):

- ¡Parece imposible! ¡La de gente que se fue de Oviedo!

Naturalmente, se van los buenos, pero está llegando otro reemplazo, a Oviedo y a otras partes, del que Dios nos libre.

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Esta fotografía me recuerda otra que Pepe Velasco guarda como oro en paño: una sobremesa de un día del «desarme» en el antiguo bar Cantábrico, donde Velasco está en compañía de Miranda y José Suárez; con el optimismo que le caracteriza, se señala con un dedo y dice:

- Sólo quedo yo.

Incluso el Cantábrico cruzó la calle y cambió de sitio, eso sí para seguir en lo de toda la vida. Y es que todo cambia y nada permanece, como decía el viejo Heráclito; y de cambiar, que todos los cambios sean como el del Cantábrico, no como el de Lángara, que después de ochenta años bien llevados pasó a mejor vida. ¿A «mejor vida»? Bueno: eso se dice en estos casos; pero lo cierto es que nos quedamos sin Lángara.

Lángara forma parte de las «viejas glorias» de Oviedo. No sólo del fútbol, sino de la ciudad: de esta ciudad magnífica, que más constituye un estado de ánimo irónico, nostálgico y sentimental. Incluso tiene su museo en la Grau Taberna, donde pervive el recuerdo de tardes gloriosas y de goleadas de fábula: 299 goles marcó Lángara en seis temporadas, uno más y hubiera alcanzado los trescientos, cosa a la que no llegó Gil Robles y así se fue este país por el despeñadero. Algunos bares de Oviedo son muy curiosos por su público y sus trofeos: en el desaparecido bar Azul se reunían cazadores; en Casa Manolo, cazadores, colombófilos, mitólogos y aficionados a las peleas de gallos: gran complemento del otoño, las setas y la caza, la prodigiosa despensa del bosque; en Rialto, gentes de ópera; en La Perla, taurinos; en el Niza, socialistas buenos, idealistas y desinteresados que, como ya no quedan, o quedan menos (me acabo de enterar de que murió la mujer del veterano y admirable Emilio Llaneza, tan veterana y admirable como él), ha pasado a ser sólo restaurante; y en La Gran Taberna, el gran fútbol de otros tiempos y la canción asturiana: detrás del mostrador está Ignacio, tan contento en todo momento como si la «delantera eléctrica» y los «cuatro ases» fueran a aparecer de un momento a otro.

La historia de Lángara es la de una irrepetible fidelidad mutua: la de él hacia Oviedo; la de Oviedo hacia él. Pero ahora Francois Villon y Jorge Manrique se preguntarán sin duda: ¿qué fue de aquellos delanteros de antaño? El primero en irse fue Emilín, a marcar goles «de rosca» o a cantar habaneras eternamente. Y llegará el día en el que haya que decir, como en las leyendas: «Érase una vez una delantera eléctrica ... ».

La Nueva España · 26 agosto 1992