Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Las aves del otoño

El artículo «Viajeros del lejano Norte», de Luis Mario Arce (La Nueva España, 11-10-92), dejando a un lado el título que es épico y evocador, me parece de enorme interés, porque nos habla, con información muy precisa y útil, de algo que el hombre civilizado ya está dejando de ver: los pájaros. Primero fueron las estrellas, que se borraron de nuestro horizonte con la aparición del alumbrado público y de la luz eléctrica. Ahora le está llegando el turno a los árboles y pronto le llegará a los verdes prados, sustituidos por el hormigón y el asfalto, que sirve de base a las urbanizaciones de adosados. Los pájaros también se irán, porque sin árboles no habrá pájaros, y así quedará Asturias yerma, aunque tal vez con algún turista en temporada. Por eso, que Luis Mario Arce nos recuerde que todavía hay pájaros es realmente maravilloso. La civilización mal entendida (es decir, como se entiende ahora en España) consiste en alejar al hombre de la Naturaleza. Se pondera la supremacía del individuo urbano sobre el rural, salvo cuando aquel va al campo de veraneante, aunque en ese caso es un rústico disfrazado, al que se le nota enseguida el disfraz. Esto tal vez obedezca a un programa político que ahora encuentra justificación en la venta de Mastrique. El individuo urbano es más adocenado y gregario que el rural, que es individualista; aunque una parroquia aborregada resulta la ideal para el gobernante demagogo; aparte de que, concentrados los ciudadanos en ciudades, se los controla mejor. A cambio de ello, los hombres se olvidarán de que hay prados, árboles y pájaros, y tendrán que conformarse con los parques públicos y las pajarerías. Cuando inauguraron en Llanes un supermercado llamado El Árbol, un ingeniero de Montes comentó que jamás había oído hablar tanto de árboles como entonces. Y el novelista José M. Álvarez Flórez, que vive en Barcelona, me escribió una vez para contarme su alegría, porque había visto una pega en un tejado al lado de su casa, en el centro de la ciudad condal.

En cualquier caso, la opinión generalizada identifica a los pájaros más con la primavera que con el otoño, y eso es un error, aunque idealista y desinteresado. Los poetas se refieren sobre todo a los pájaros primaverales, por ejemplo Bécquer en «Volverán las oscuras golondrinas»; y es porque los pájaros de primavera cantan y los de otoño se comen, y son deliciosos; pero una opinión muy extendida, que todavía prevalece, imagina al poeta como cantor y no como «gourmand». Sin duda, por lo demás, un pájaro en una rama es más poético que en el plato, aunque no olvidemos que Álvaro Cunqueiro dijo que la becada trufada como en Turín «eso es cosa de arte mayor».

La becada, «la nórdica arcea, habitadora del bosque», que escribió José María Castroviejo, es uno de los emblemas del otoño. Ezra Poundo la contempla como un anuncio del invierno, mientras que según Castroviejo, «el verdadero cazador coloca a la arcea en el primer rango de nuestras aves»; a lo que añade Cunqueiro, en esa delicia titulada «Viaje por los montes y chimeneas de Galicia», que es «como el bosque, el suelo y el subsuelo del bosque, en el maduro otoño».

Las aves migratorias que vienen del Norte se presentan como un estremecimiento ante los hielos que se avecinan. El poeta Demetrio Pola le preguntaba a la neverina si sus cuarteles del Báltico y de Germania estaban ya «bajo las nieves y los vientos sepultados». Y Jane Eyre imaginaba el invierno del Norte leyendo la «Historia de los pájaros ingleses», de Bewick. Por eso es buena lástima que un lugar de paso de pájaros, como la cuesta de Andrín, se convierta en campo de golf.

La Nueva España · 4 de noviembre de 1992