Ignacio Gracia Noriega
La bendición de las campanas
Un sugestivo cuadernillo editado por el Ayuntamiento de Oviedo sobre la bendición de las nuevas campanas del monasterio de San Pelayo el 4 agosto de 1992 nos recuerda y devuelve un antiguo ritual. Se trata de una celebración acompañando el tañido de las campanas, llegan desde esa Edad Media de la que todavía quedan restos importantes en nuestra región y que, por lo general, ha sido mal interpretada, despreciada y juzgada con injusticia en nombre del «progresismo» cerril. El «progreso» cada vez se compagina peor con un pasado en muchos aspectos más hermoso y más armónico que el tiempo presente. Por descontado: la Edad Media no se reducía al culto a la Virgen, a las grandes catedrales góticas, alas ingenuas y resplandecientes figuras pintadas por Fra Angélico o a los caballeros del rey Arturo, que siempre salían a combatir en mayo, el mes de las flores y de las guerras galantes, como pretendía Chesterton, el cual, por otra parte, sabía que la realidad medieval no era así.
Pero la grandeza de una catedral nos estremece tanto como nos indignan las mostrencas y gregarias construcciones de ahora, frutos de la especulación inmobiliaria. En nombre del «progreso» se cometen auténticas tropelías, y el estruendo de la «modernidad» en forma de motocicleta atorrante nos impide escuchar las campanas, de las que ha escrito Joaquín Manzanares, en época de mayor calma: «Campanas entrañables de nuestra Torre, campanas queridas de Oviedo, que habéis arrullado mis amaneceres desde la infancia, campanitas de Asturias que ahora, en cualquier lugar de mi tierra natal, perfumáis el paisaje...». Por lo demás, se tiene una idea torcida del «progreso». Es más progresista Piero della Francesca, de cuyo fallecimiento ya se han cumplido los 500 años, que Francis Bacon, cuya obra no es otra cosa que el regreso a la violencia del hombre primitivo, al caos y a la animalidad. La bendición de las campanas en el monasterio de San Pelayo debió de ser cosa memorable, y por eso este cuadernillo guarda su memoria. ¿Habrá algo más literario que un monasterio o una catedral? El Romanticismo está lleno de ellos, desde el de Walter Scott al de Sandomir de Grillparzer. ¡Y cuántas grandes obras literarias se desarrollan en el marco grandioso de una catedral! Obras de Víctor Hugo, de Huysmans, de Blasco Ibáñez, de T. S. Eliot, de William Golding, y «La Regenta», de Clarín. El campanero era personaje indispensable de las viejas catedrales. Tanto es así que Villon recuerda a los campaneros en su testamento, algunos de los cuales, como Quasimodo, eran sordos, a causakle haber vivido siempre entre campanas, que, para Charles Dickens, evocaban el espíritu de Navidad. El mejor campanero de toda la literatura universal es Carhaix, de «Là-bas», de Huysmans. En «La Regenta» aparece Bismark, «un pillo ilustre de Vetusta», que manejaba el badajo de Wamba, la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos.
Todas estas cosas me fueron sugeridas por la lectura de las brevísimas páginas de la «Celebración de la Bendición de la Campana». También me trajeron a la memoria unos versos de Angel Pola: «Las campanas son el mundiu, / el pensamientu y la ¡lengua. Llenguas de metal que cantan, / lloran, esfúrianse y penan». O, como dijo Javier Gómez Cuesta, vicario general de la diócesis: «El sonido sugerente de las campanas es la voz de Dios».
La Nueva España · 5 de septiembre de 1993