Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Jovellanos y Arnesto

Leemos en La Nueva España que «el Estado celebrará el bicentenario nario ministerial de Jovellanos en Gijón». Valga tal celebración como homenaje merecido al polígrafo insigne, para quien la acción política no significaba otra cosa que la puesta en práctica de sus ideas: no como ahora, que la política es «modus vivendi» para los más, convirtiéndose el acto de gobernar, noble en otro tiempo, en pura picaresca. Ser nombrado ministro supuso para Jovellanos un cambio radical de su vida y costumbres y el inicio de sus desgracias. Abandona el sosiego de Gijón por una etapa de inquietudes: a punto estuvo de ser envenenado y conoció el destierro y el andar vagando de una parte a otra, en sus últimos y dramáticos días. El mismo lo prevé en sus diarios cuando el 16 de octubre de 1797 anota la impresión adversa que le produce el nombramiento como embajador en Rusia: «Hombre, me da usted un pistoletazo -le dice a Pedro Linares Salazar, cuando se lo comunica- ¡Yo a Rusia! ¡Oh, mi Dios!». Pero su sobrino Baltasar le confirma «la triste noticia». Y añade Jovellanos: «Cuando más lo pienso, más crece mi desolación. De un lado, lo que dejo, de otro el destino a que voy; mi edad, mi pobreza, mi inexperiencia en negocios políticos, mis hábitos de vida dulce y tranquila. La noche cruel».

Por suerte (o por desgracia: nunca se sabe) Jovellanos no llega a ir a Rusia, porque casi de inmediato le reclaman de Madrid: ahí se inicia su carrera ministerial que próximamente va a conmemorarse y que le apartará, de forma ya casi definitiva, de sus múltiples intereses y curiosidades, y de la vida retirada, propia del sabio, que diría fray Luis de León. No se conmemorará, pues, un acontecimiento estimulante. Llegar a ministro es una gran meta, evidentemente, mas según para quien; a Jovellanos le trajo disgustos y rompederos de cabeza: hubiera hecho muchísimo mejor quedándose en Gijón.

Con este motivo recordamos otro homenaje a Jovellanos, debido al sorprendente Ernesto Giménez Caballero, quien, en 1944, con motivo del bicentenario del nacimiento de Jovellanos, aportó una auténtica curiosidad junto con un dato pintoresco: Jovellanos emplea por primera vez en la literatura española el nombre de «Arnesto» o «Ernesto», con el que se dirige poéticamente a su amigo el marino, historiador y poeta José Vargas Ponce, «siguiendo la costumbre neoclásica de poner peluca impersonal -el seudónimo- al verónimo o nombre propio».

Según Ernesto Giménez Caballero, que, como se verá, investigó, aunque no suficientemente, sobre su nombre de pila, «Emesto» es nombre germánico y medieval que significa «hombre de pro, serio, hidalgo», lo que justifica el juego de palabras de la famosa obra de Oscar Wilde, traducida por «La importancia de llamarse Ernesto», aunque podría traducirse también por «La importancia de ser importante». Este nombre, tan sonoro y magnífico, se incluye en el santoral a partir de Ernesto de Zwiefalten, abad benedictino del siglo XII. Y pertenece también este nombre por derecho propio a la literatura no sólo gracias a Oscar Wilde: dos de los mayores escritores del siglo XX lo llevan: el alemán Ernst Jünger y el norteamericano Ernest Hemingway. En España, el Ernesto más conocido debe ser un actor, Ernesto Vilches, además de Ernesto Giménez Caballero, que es un escritor muy incorrecto política-mente, pero que disparataba con gracejo y -lo que es más sorprendente- con sentido común. Fue uno de los inteléctuales más progresistas de España; por eso no es de extrañar que haya sido el fascista más representativo y brillante en el plano intelectual.

Sin embargo, Giménez Caballero no sólo andaba «confundido» en materia política. También se confunde con «Ernesto», y eso que alardea de que su primer ensayo publicado fue, en 1918, sobre «El licenciado Vidriera», de Cervantes. Mas, curiosamente, desconocía que en otra «novela ejemplar», «La española inglesa», aparece un «Arnesto», malvado conde inglés, mal perdedor. De modo que Jovellanos no es el primero en utilizar ese nombre; es el segundo, y no está mal ser el segundo, después de Cervantes.

La Nueva España · 23 septiembre 1997