Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

El librero Valdés

Me escribe José M. Valdés, el librero de la calle Gastañaga, a propósito de mi artículo «Ballenas y balleneros», donde hago referencia a la novela «El ballenero», comprada en su establecimiento, y de cuyo autor, Armand Dubarry, confesaba yo no saber nada. Diligentemente, Valdés me aporta datos sobre él: Armand Ernest Dubarry nació en 1836 en Lorient (por lo que, según conjetura Valdés, se entiende su afición al mar), fue periodista, dirigió «La Gacette de France» y escribió numerosas obras; a la vista de los títulos, tres escenarios atraían a este autor, princi­palmente: Italia, África y el mar. «El ballenero», ya lo he dicho, es una novela muy entretenida; entre los lectores interesados por ella a raíz de mi artículo se cuenta Antonio Masip.

El librero Valdés ejerce una ocupación romántica: la de librero de viejo. Ciertamente, hoy por hoy, es en las librerías de viejo donde se encuentra mejor literatura. Las novedades que se publican y que reseñan los suplementos literarios son cada día que pasa más parecidos a sí mismas: en el aspecto estrictamente literario (bueno, es un decir), tenemos a las Almudenas, a los Terencios, a la media docena de «otros» que están en todas partes y a hispa­noamericanos en general, y en cuanto a la representación extranjera, basta y sobra con Saramago y Tabucchi. En el apartado de la «no ficción» se encuentran principalmente guías turísticas, informáticas, dietéti­cas: es decir, todo lo que puede conducir rectamente al «mundo feliz» previsto por Aldous Huxley. Las librerías ya no tienen los grandes fondos de antaño; a veces resulta difícil encontrar un libro publicado hace seis meses. En este contexto, es natural que las librerías de viejo tengan una importancia enorme, no sólo en el aspecto cultura, sino en el de la resistencia individual contra los bomberos (y preguntarán los jóvenes: ¿quié­nes son los bomberos? Pues, para enterarse, deben leer «Farenheit 451», de Ray Bradbury; o deben leer, simplemen­te, y a ser posible, a autores que amen los libros).

Un librero de viejo, como no actúa sólo por motivos mercantiles, ama los libros. Y los ama en una época en la que parece que el libro va a ceder ante los artefactos audiovisuales y ante lo que se da en llamar «cultura de masas», que ni es cultura ni es nada, porque la cultura siempre es individual y se apoya y se sustenta en una tradición: la «cultura del futuro» es pura entelequia. Mas también los bárbaros acosaron a Roma y Roma prevaleció; aunque los bárbaros de ahora sean más ricos, porque tienen subvencio­nes y bomberos.

El otro día, en el Carmen, en Ribadesella, me presentaron a uno de estos bárbaros, un alto ejecutivo bancario que me dijo. como quien exonera un munda­no rasgo de ingenio, que él no leía nada sino números, lo que le obligaba a usar unas gafas pequeñas. Y esto me lo dijo muy satisfecho de sí mismo y alardeando de superioridad intelectual: «No leo nada, ni los periódicos». Y se quedó tan contento. A su lado, aquel confesor que le contestó a una señora que se acusaba de leer novelas: «Eso no es pecado, sino pérdida de tiempo, porque las novelas no traen más que tonterías», por lo menos razonaba; porque quien dice que no lee como quien cuenta un chiste no hace otra cosa, temo, que seguir una moda. Ese mismo día le habían concedido el premio Nobel de Literatura a una especie de mimo y activista llamado Dario Fo: la degradación del premio Nobel se acentúa, rodando por la barranca abajo de lo «políticamente correcto», ya que se le concede incluso a quien prescinde de la palabra, sustituyéndola por el gesto y por la provocación.

Por esto son tan importantes las librerías de viejo y libreros como Valdés. Porque aunque los libros estén amontonados, han sido tratados y clasificados con cariño. Porque entre esos libros se pueden encontrar joyas olvidadas. Porque entre las joyas de la librería tiene Valdés a su hijo, experto micólogo, a quien continuamente ha de regalarle libros. Contra este niño, nada podrán los bomberos.

La Nueva España · 8 de noviembre de 1997