Ignacio Gracia Noriega
Las galernas de Jovellanos
En Puerto de Vega, uno de los más hermosos poblados de pescadores del norte de España, es inevitable pensar en las veleidades de la fortuna. A la entrada del pueblo, la iglesia se recorta sobre el mar: parece una parroquia de alta mar. A su lado está el empelucado busto del marqués de Santa Cruz de Marcenado, que nació en Puerto de Vega y murió en Orán. En Puerto de Vega murió Jovellanos, el 28 de noviembre de 1811, en la casa de Trelles Osorio; y el recuerdo de Jovellanos está más vivo que el del marqués. Un siglo los separa a ambos. Cronológicamente, Marcenado es, junto con Campillo, el primer ilustrado asturiano. Con Jovellanos culmina la ilustración; a partir de él, comienza otra época.
Jovellanos había sido feliz en Sevilla y vivido sosegadamente en Gijón. Ha cumplido ya los 50 años y uno de sus proyectos más ilusionados, el Instituto Asturiano, está en marcha: fue su regalo de cumpleaños. Cuando el 16 de octubre de 1797 recibe la noticia de que ha sido nombrado embajador en Rusia, le contesta a Linares Salazar, que se la lleva: «Hombre, me da usted un pistoletazo». Se da cuenta de que sus «hábitos de vida dulce y tranquila» van a ser alterados para siempre: ante sí no percibe otro horizonte que «la noche cruel».
«La noche cruel» y las tormentas en el mar. Por si fueran poco las tempestades personales y políticas que se acumulan sobre Jovellanos, en los últimos años de su vida, el Atlántico, primero, y el Cantábrico, después, se levantan contra él. Durante el invierno de 1810 se dirige, en el velero «Nuestra Señora de Covadonga», desde Cádiz a Gijón. La noche del 5 al 6 de marzo, a la altura de Finisterre, se desata la tempestad, obligando al velero a refugiarse en Muros de Galicia, con viento fuerte del N.O. Comienza un largo período de espera y de angustia, aunque aquellos días muradanos tuvieron algunas compensaciones en el plano personal, y en el literario fueron fértiles. No tenía Jovellanos apenas qué leer y disponía de mucho tiempo libre: parte de él lo ocupó escribiendo, tanto prosa como verso.
Julio Somoza refiere la estancia de Jovellanos en Muros en el capítulo final de «Las amarguras de Jovellanos». Tiene Somoza el defecto de presentar a un Jovellanos inapelable y sin resquicios: toda la razón está de parte del prócer, todos aquellos que se la discuten son felones. Leyéndole, da la sensación de que la estancia de Jovellanos en Muros fue tétrica. Más moderado, Francisco Carantoña relata aquella inesperada etapa de la biografía del prohombre en «La estancia de Jovellanos en Muros de Galicia», un breve libro que, además, incluye algunos textos de Jovellanos escritos durante aquella retención. Las intrigas y acechanzas por parte de la Junta Superior del Reino de Galicia son calificadas por Somoza de atropello. Jovellanos y su acompañante Camposagrado se encontraban en un estado de zozobra e inquietud, habida cuenta que una vez que se aquietó la mar llegaron noticias de que Asturias había caído en manos de los franceses. Sin libros, sin medios de fortuna, Jovellanos vive de la caridad de los muradanos y está cercano a la desesperación; llega a pedirle a lord Holland que haga lo posible por sacarle de la amarga situación en que se encuentra y que consiga que le trasladen a las islas Canarias, por morir en territorio español no hollado por los napoleónicos. No obstante, Jovellanos aprovecha para escribir el épico «Canto guerrero para los asturianos», algunas otras poesías y su última gran obra, la «Memoria en defensa de la Junta Central», donde su prosa se manifiesta con un vigor que no excluye la indignación.
No es éste el Jovellanos medido y prudente, sino un Jovellanos apasionado. Como poeta, por fin, ya está cerca del romanticismo.
Oh, qué amargos, penosos momentos,
pasa el triste viajero en el mar.
A las primeras señales de estabilidad en el Principado, Jovellanos zarpa de Muros en dirección a La Coruña el 17 de julio de 1811. Diez días más tarde, el 27 de julio, parte en dirección a Gijón, donde llega el 6 de agosto. No dura mucho la estancia en la villa natal. Ante otra amenaza de los franceses, huye el 6 de noviembre de 1811, también por mar. Una nueva tempestad le sorprende, por lo que debe arribar en Puerto de Vega, su puerto definitivo. El mismo parecía prever este final cuando, el anterior 23 de julio, le escribe a lord Holland: «Tendré, pues, que estar con un pie en la tierra y otro en el mar».
La Nueva España · 23 de febrero de 1999