Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Las atalayas

En otro tiempo, en las costas asturianas, y en las que no son asturianas, claro es, se elevaban las atalayas, de las que en algunos lugares quedan restos y en otros perviven en la toponimia. «A lo largo de nuestra costa aún se alzan las atalayas, desde las que avisaban a los pueblos, a veces, de que llegaba la ballena, a veces de que asomaba la galerna», escribe Constantino Cabal. En Llanes, por ejemplo, en el paseo de San Pedro existe la Cueva del «Taleru» (atalayero) y, en su prolongación hacia Poo, «La Talá» (la atalaya), sobre la que se cierne una amenaza más fuerte que cien mil galernas o las incursiones de piratas vikingos o ingleses; pero como el asunto ha sido dictaminado por los tribunales de justicia, esperemos que se cumpla la ley sin atender a intereses particulares y municipales coincidentes.

Esas torretas diseminadas por la costa no son únicamente montones de piedras: «Una torre no es solamente una torre, a la vez que torre es faro, atalaya, fuerte, trofeo, sepulcro o ara», escribe J. M. González en «El litoral asturiano en la época romana». En estas atalayas se encendían fuegos para avisar a los navegantes, y también a las gentes de la costa de lo que viniera por el mar, empleándose, por el día, leña verde, para que se viera el humo, y viera la llama. «La Casa del Fuego, en la colina del O., perteneció al Gremio del Mar -escribe Agustín Bravo en «Cudillero», en Bellmunt y Canella, III-. Desde ella, por medio de luces, se hacen señales de precaución para la entrada de las lanchas en el puerto en días de temporal». Debemos hacemos cargo de las noches sin resquicios, salvo los de las estrellas, de las noches de la antigüedad. Según José de las Cuevas, citado por el erudito don José Luis Pérez de Castro («La atalaya y el eremitorio de San Román», BIDEA, núm. XXV, Oviedo, 1955, páginas 290-291), «... sería maravilloso ver en la noche opaca del medioevo las hogueras encendidas de torre a torre». Muy lírico, pero lo malo es que la portentosa erudición de Pérez de Castro, al menos en este caso, no es de fiar. Pues este erudito aficionado, como es normal entre los de su especie, carga sus escritos, por livianos que sean, de notas a pie de página, como si se trataran de tesis doctoral; y a propósito del lirismo arriba expuesto, de cómo referencia la «Historia de España», dirigida por Menéndez Pidal, 1935, t. II, página 586. Consultamos la referida obra y encontramos que, en efecto, las páginas 585, 586 y 587 están dedicadas a «Puertos y faros». Pero su autor no es José de las Cuevas, sino José Ramón Mélida, quien, por lo demás, en la página 586 no escribe nada sobre «la noche opaca del medioevo», lo que es comprensible, si se tiene en cuenta que el tomo H de la «Historia de España», de Menéndez Pidal, está dedicado a la España romana.

Los faros existen desde los inicios de la navegación, aunque en la antigüedad raramente se navegaba de noche. Con la caída del mundo romano, los faros, lo mismo que otros servicios públicos, padecieron el más absoluto abandono. «Al desarrollarse la vida marítima en el Cantábrico durante la Monarquía asturiana se inició la instalación de faros, aunque sólo deberían lucir ocasionalmente», escribe J. E. Casa-riego, quien añade: «Los primeros faros asturianos fueron simples hogueras que se encendían en algunas colinas bien visibles desde el mar. Otras veces consistían en altos postes, en cuyo extremo se colocaba un fueguino, donde se hacía la luz nocturna y la "fumada" diurna».

A veces un castillo hacía las funciones de atalaya,, según el P. Carballo: «Era este castillo (de Gozón) buena defensa para todas estas marinas de Gijón y Avilés por descubrir desde sus altas almenas las armadas de los normandos o moros cuando viniesen y avisar a tiempo a la ciudad para que se previniera a la defensa y mientras tanto resistir la entrada de sus enemigos».

Tanto civiles como militares para denunciar la cercanía de galernas, ballenas o vikingos, las atalayas eran imprescindibles, sobre todo en las costas fronterizas y de mares turbulentos. Hoy son un residuo del pasado, en trance de que desaparezca hasta la última piedra que las sustentaba. Y como el mundo va por rumbos inesperados, hasta se habló de convertir a los faros en centros de «turismo rural».

La Nueva España · 14 de abril de 1999