Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Llanera, donde la vista vaga libremente

Un viaje al concejo desde la Argañosa, en Oviedo, permite descubrir una interesante zona rural

Continuamos por los viejos caminos del centro de Asturias: por los rurales y por los urbanos. Pues donde ahora hay modernas avenidas antes hubo caminos y sendas, y hasta en la mismísima Castellana de Madrid, que había sido cañada, si se presentaba un pastor con su rebaño hasta los coches del embajador y del ministro tenían que detenerse, según explicaba con emoción contenida don Ignacio de la Concha a sus alumnos de la Facultad de Derecho. Estamos en los viejos caminos aunque sean de asfalto, pues como decía Ortega y Gasset, cuando nada quede (yen España ya quedan muy pocas cosas, si es que queda alguna), quedará el ruralismo asturiano.

Llanera, al lado de Oviedo, es de los concejos poco conocidos de la Asturias central. Todo el mundo piensa que lo conoce, pero en realidad se conoce de oídas. Cuando existían los Autos Llanera, paseaban su nombre por las calles de Oviedo. Tenían su parada en el bar Pelayo, en la calle Pelayo, cuyos dueños eran también de Llanera. En esas cocinas familiares (es decir, eran de su familia), hizo sus primeras armas Fernando Martín, uno de los grandes cocineros de la región y el primero que cruzó las montañas para conquistar la llanura como si fuera un epígono de los reyes caudillos.

Llanera, como dice Ramón Rodríguez, uno de sus hijos más preclaros (y «profeta en su tierra», lo que es excepcional), es muy interesante en sus zonas rurales aunque las urbanas están bastante machacadas: como en la mayoría de los concejos asturianos, en los que la casita del veraneante o del aldeano que ha dejado el campo por ocupaciones más provechosas, han sustituido ala vieja arquitectura de la que van quedando restos cada vez más escasos, las viejas caleyas han sido cegadas con rutinarias capas de hormigón y los viejos caminos están urbanizados con largas hileras de farolas las más de las veces sin bombillas (por lo menos, eso se ahorra en luz). No hay duda de que hoy se vive mejor que antes, con más comodidad e higiene, y que el vehículo automóvil haya sustituido para siempre al carro del país impone otra manera de plantearse los caminos. Fuera caleyas y venga asfalto. Es ley de vida Pero queda un poquito de nostalgia por los viejos tiempos, por los viejos caminos.

Para ir a Llanera, sino se va a tiro fijo, es decir, con prisas, lo que no es manera de viajar, propongo hacerlo saliendo de Oviedo por la Argañosa. Se tarda algo más pero se ve más, que es de lo que se trata. Oviedo se va desflecando por donde estuvo el riachuelo de Lavapiés (cuyo topónimo jacobeo obedece al mismo motivo que Lavacolla a la entrada de Santiago de Compostela) y San Lázaro de Paniceres, y bordeando el occidente del Naranco se suceden las aldeas y los caseríos: Las Mazas, La Lloral y Ponteo, de donde tomó el nombre el intérprete de la tonada Manolo Ponteo; pasamos el puente de Gallegos y en Los Arrojos se empieza a subir hasta el Escamplero: a la espalda asoma el Aramo nevado. Esta encrucijada sobre un alto abre caminos hacia Avilés al Norte, Trubia al Sur y Grado al Oeste. Podemos seguir hasta Santullano de las Regueras a tomar unas aceitunas en La Cabaña de Conce, y volver a Andayón, donde hay una capilla de Santa Isabel y un nogal con el oportuno aviso clavado en su tronco: «Este nocéu tiene dueño». Para ir a Llanera hay que desviarse a la derecha, hacia las Mariñas y Biedes. Por la carretera caminan una guapa señora y el abogado Ramón Mijares, ataviado con un sombrero flexible. Están haciendo boca antes de comer.

Estamos en Llanera. El topónimo no necesita explicación. En una tierra tan quebrada como la de Asturias encontrarse en medio de una llanura verde en la que las montañas y las colinas no interrumpen el horizonte casi es un alivio. Como diría Ortega, se puede permitir que la vista vague libremente. Al Sur, el Naranco se ve más achaparrado que desde Oviedo y sus laderas descienden suavemente hacia el llano: más allá se divisan las montañas y cerrando el paisaje por el Este se alzan los Picos de Europa presentando en primer término la mole catedralicia de Peñasanta. San Cucao es la entidad de población más occidental y la más rural. Después está Posada de llanera, con sucesión de grandes bloques de viviendas que le dan aspecto de población moderna y activa ya dos kilómetros, Lugo, de características parecidas ala de la capital municipal.

En Lugo nos detenernos para comer en la Sidrería Blanco, que forma parte de un interesante conjunto hostelero. La cafetería Blanco se encuentra en la calle José Manuel Bobes; una cafetería con la barra a mano derecha según se entra y dos comedores, abierta en 1981; y doblando la esquina, calle Naranjo de Bulnes 3, está la sidrería, con su barra en forma de U y dos comedores separados por biombos, el primero para servicio de la sidrería y el otro propiamente comedor detrás de éste, un patio que sirve para desahogo de los sacrificados fumadores. La cocina es común a la sidrería y a la cafetería. Nos atiende la guapa y agradabilísima Elena Blanco, presidenta de la hostelería del concejo; su madre, Rosa Macías, se ocupa de la cocina desde la inauguración.

La especialidad de Blanco son los arroces. ¡Ahí es nada, arroz en Asturias! En esta tierra en la que no hay arrozales, el arroz es plato de lujo, lo mismo que la tarta de almendra (que aquí no hay almendra, mientras abundan las avellanas y las nueces). El «grandonismo» astur de otro tiempo consideraba que los días de repicar gordo las viandas había que comprarlas en la tienda y no tomarlas de la huerta o de esa despensa con patas que es el cerdo. El gran plato del día de fiesta era el arroz con «pitu», y de postre, el arroz con leche, que según Cunqueiro sólo los asturianos y los portugueses saben hacer bien. En Blanco las especialidades son el arroz caldoso (con bogavante, gambas, cigalas, pixín y calamares) y el arroz cremoso con almejas y gambas, y, naturalmente, las paellas en sus dos variantes, de marisco y de carne. Un estricto diría que lo que aquí llamamos paella no es lo que en Valencia llaman paella, pero da igual. El arroz que llamarnos paella está muy bueno, sea paella o no lo sea según el canon.

Empezamos con unos calamares fritos muy bien fritos, un suave pastel de puerros gratinados al Cabrales y un sabroso jamón extremeño de Baños de Montemayor que no tiene nada que envidiar a otros de más nombre. Como plato principal, el arroz caldoso, y de postre frixuelos. Otras especialidades de la casa son el entrecót a la piedra troceado con patatas y pimientos y el solomillo con setas.

También sirve menú del día de lunes a viernes, a escoger entre cuatro primeros platos y cuatro segundos, a 8,50 euros, y los fines de semana a 14 euros. El arroz caldoso confirma la excelencia del arroz corno base de muchos platos en los que intervienen indistintamente la carne o el pescado, pues absorbe y asimila los jugos y sustancias de sus acompañamientos con resultados muy estimulantes para el paladar. Es un plato de cuchara, alegre y de grandes sensaciones gustativas. El arroz necesita mucho aceite y mucho mimo. Es un de los «extranjeros» mejor integrados en la cocina asturiana tradicional.

La Nueva España · 9 febrero 2013