Ignacio Gracia Noriega
Woody Allen paseando por Oviedo
Los encantos asturianos que nunca ofrecerá «Niu York»
El cómico norteamericano Woody Allen es de los escasos galardonados con el premio «Príncipe de Asturias» que se ha vinculado a la ciudad que durante un par de días pretende ser Estocolmo y disfraza al teatro Campoamor de la sala de conciertos de la capital sueca. Por lo general, los galardonados con el premio vienen y se van sin que se relacionen poco ni mucho con la ciudad que los acoge y en la que muchas ocasiones sus nombres son absolutamente desconocidos, cuando no lo rechazan de manera airada como el vasco Oteiza, que prefería la Bienal de Venecia, o de manera displicente como el ciclista Armstrong. De poquísimos queda el nombre inscrito en los anales asturianos, y éstos, los del arquitecto Niemeyer y el cómico Allen, unidos también ambos nombres por el tinglado que lleva el nombre del primero y que patrocinó algunas actividades del segundo, son los más indelebles. Niemeyer no vino a Asturias, pero nos lega su obra: un regalo caro. Los premios «Príncipe de Asturias» son la apoteosis de la corrección política extremada, por lo que no tienen inconveniente en premiar a estalinistas, habida cuenta de que el estalinismo tendía al «progreso de la humanidad», aunque por una vía un poco torcida. La Historia no va por donde imaginan los «progres», pero se suponen sus buenas intenciones. He leído elogios a Hugo Chávez y a Fidel Castro en el sentido de que ciertos sistemas políticos europeos no son válidos para todo el mundo (lo que es cierto), de la misma manera que cuando el mariscal Jarucelski sacó los tanques en Polonia, la extrema izquierda lo apoyó, alegando que la democracia popular no es la misma que la de los burgueses, por lo que sería insoportable en las sociedades industrializadas, es «plausible» (esto es, digno de aplausos, que es lo que significa «plausible», palabreja tan utilizada últimamente como mal utilizada) en Brasil o Albania. El ingeniero ateo Kirilov, en «Demonios» de Dostoiewski, dividía la Historia en dos fases: del gorila a la muerte de Dios y de la muerte de Dios al Reino del Hombre sobre la Tierra. Más la Historia no es rectilínea, sino circular, y después de la muerte de Dios estamos volviendo a gran velocidad al gorila.
Woody Allen, a diferencia de Niemeyer, es un «progre» moderado. Lo suyo es cuestión de gestos, no de ideas Sus «tics». No menos insoportables que los del hoy merecidamente olvidado Jacques Tati, son los del «progre» con saneada cuenta corriente, que es a lo que aspira todo «progre» que se precie. En sus películas se presenta como un individuo bajito, de hablar titubeante y pretendidamente irónico, obsesionado por el sexo y que se interesa por la psiquiatría Reconozco que solo he visto una película suya: «Manhattan». Intenté ver «Coge el dinero y corre» y solo aguanté dos o tres minutos: aquello además de estúpido era viejo, viejísimo. No entiendo cómo las películas cómicas envejecen tan mal: las de Billy Wilder son insoportables e incluso volviendo a ver algunas de Blake Edwards nos preguntamos qué podía hacernos gracia hace treinta años. Los últimos y un tanto cínicos intentos de Allen no pasan de ser ingenuas pedanterías de aldeano neoyorkino. Niu York debe de ser la ciudad en la que más aldeanos con pretensiones hay por metro cuadrado.
«Manhattan» me hizo gracia porque me recordaba Oviedo: el Oviedo de El Paraguas y de «intelectuales» que pasan el día discutiendo trivialidades. De manera que no entiendo yo el afán de ir a Niu York cuando lo más florido que se puede encontrar allí lo tenemos en casa. En cambio, Oviedo tiene muchas cosas que no tiene Niu York: como dijo el propio Allen, parece un cuento de hadas, con príncipe y todo. Y en Oviedo aprendió Allen a hacer algo que sería impensable en Niu York: sacar los cuartos a ayuntamientos y entidades políticas como si fuera Gonzalo Suárez. Cuando rodó en Asturias algunos planos de una película (lo más en interiores) consiguió que la Fundación Niemeyer invirtiera 162.000 euros («La Nueva España», 25 enero 2013). Cuenta Jerry Lewis que cuando hizo su primera película como director (era mucho mejor director que Allen, digamos de pasada) rodó una escena en un aeropuerto en el que despegaba un avión de PAM. Los ejecutivos de TWA le ofrecieron dinero y pagar la repetición de la escena si el avión era de su compañía. A Lewis esto le pareció rarísimo. A Allen le suponemos curado de espantos. Los catalanes, a su vez, le subvencionaron a fondo perdido para que metiera en la película referencias a la identidad catalana y y presentara un escaparate turístico de Barcelona. La presencia de Cataluña en la película, de 92 minutos de duración, es mucho mayor que la de Asturias, y, no obstante, Cataluña pagó 6.000 euros por cada minuto que salía, y Asturias, 10.000 euros, y Natalio Grueso, tan contento por contribuir al cine universitario, y la alcaldesa de Avilés, por la promoción turística.
No solo negocios hizo Allen en Asturias. También disfrutó de la región y descubrió una gastronomía esplendorosa. La gastronomía de la familia Allen era más bien elemental: la esposa japonesa es vegetariana, solo come verduras a la plancha Allen, evidentemente, no lo es, pero no le imaginamos comiendo grandes chuletones. «Jamón, le gusta mucho el jamón», me dijo Marcelo Conrado, recordando las veces que comió en La Goleta. El jamón, el queso y el coñac Fundador son los grandes atractivos de la gastronomía española. Allen no tiene aspecto de bebedor, pero como judío es posible que no hubiera comido mucho jamón en la infancia: de manera que al llegar a Oviedo se habrá dicho: ¡lo que me he perdido!
Woody Allen descubrió muchas cosas en Oviedo. Aquí conoció personalmente a Arthur Miller. Me extrañó que no lo conociera de antes, pero caigo en la cuenta de que a generaciones distintas corresponden «progres» distintos. Entró en restaurantes en los que le sirvieron platos sabrosísimos y se contempló a sí mismo caminando con las manos en los bolsillos hacia la calle Uría. Al restaurante Del Arco fue varias veces: todas pidió jamón, croquetas, cigalas y pescados a la plancha; la esposa, verduras, claro es. David era su camarero favorito: «¿Más jamón, Mr. Allen?». Y Mr. Allen ponía los ojos en blanco y hacía gestos afirmativos con la cabeza. A La Mar del Medio le llevaron la primera vez unos ejecutivos que pidieron pescados caros para impresionarle. Saturnino, anotando el pedido, propuso rollo de bonito. «¿No será un plato demasiado popular?», objetó uno de los anfitriones. Pero se lo sirvieron también, y Mr. Allen quedó tan encantado que al día siguiente llevó a la familia a comerlo. Aquel día, la esposa japonesa abandonó la monotonía de las verduras a la plancha, y asegura Cherna que se le ponía cara de satisfacción mientras saborea aquel plato exótico, inventado mucho tiempo atrás por los marineros cántabros, que alcanzó la plenitud en los fogones de Cudillero.
La Nueva España · 16 febrero 2013