Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Camus en Oviedo

Este año se cumple un siglo del nacimiento del premio Nobel de Literatura, que no pisó la ciudad pero que la conocía a través de Orlando Pelayo

Este año se cumplen cien años del nacimiento de Albert Camus en Constantina (Argelia francesa), el 7 de noviembre de 1913. Nacido al borde del desierto, escribió: «Ya no quedan desiertos, ya no quedan islas. Y, sin embargo, se siente su deseo». Albert Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, con cuarenta y cuatro años, hubiera sido el galardonado más joven con ese prestigioso premio (que en España, donde desde que se instauró un laicismo bastante grosero de sacraliza todo, desde la democracia al premio Nobel, se supone que lo conceden los suecos por inspiración del Espíritu Santo), de no haberlo recibido Rudyard Kipling en 1907 con solo cuarenta y dos. Camus era un autor joven cuando los de mi generación éramos jovencísimos, y tenía un renombre mundial que hoy poseen los futbolistas, los golfos, las modelos y esos tipos que se metieron en un garaje en camiseta y salieron multimillonarios. A mediados del siglo XX, algunos escritores tenían un prestigio inmenso: sus opiniones y escritos daban la vuelta al mundo, que entonces era todavía culturalmente francés. Hoy es inglés inculto, porque si bien la lengua inglesa ha adquirido un predominio universal, los que la aprenden no lo hacen para leer una espléndida literatura sino para trabajar en las multinacionales, y no digo que el francés continúe siendo la lengua de la cultura porque ha desaparecido el concepto de «cultura universal» vigente en el ámbito europeo y en consecuencia universal desde el Imperio romano hasta hace unos treinta años. Desde entonces y a pesar de internet y de toda la pesca (o, precisamente, a causa de ello) la cultura se va por el sumidero. Vivimos en el reino de la información, pero ¿quién es capaz de decir hoy de corrido el nombre de media docena de escritores, pintores o músicos, como antes se hacían los de Camus, Sartre, Thomas Mann, Faulkner, Picasso, Matisse, Honegger, Stravinsky? ¡Demonios!, que si ha bajado el listón cultural mundial. Y en países de segunda o tercera fila como España menos que en los de primera fila, porque aquí al menos algunos todavía se acuerdan de quién era Camus; más: ¿en dónde, fuera de aquí, se enteraron de quién era Cela, por citar a otro premio Nobel?

La madre de Camus era española: analfabeta pero con buena cabeza, ya que se preocupó de que su hijo estudiara «para ser alguien». Esta interpretación utilitarista de la cultura es muy española. Los libros son inútiles si no sirven para estudiar; y se estudia para ser ingeniero o registrador de la propiedad o, si las pretensiones son menores, empleado de abastos. Recuerdo a un dominico que aseguraba que leer novelas no era pecado sino pérdida de tiempo, y aseguraba que él sólo había leído «Fabiola» de Cardenal Wiseman ¡para aprender italiano! Camus estudió, escribió y se dedicó al periodismo, que no es ocupación tan prestigiosa como una notaría, pero gracias a ello salió de la barriada. Luego vinieron la guerra, la Resistencia, el periodismo combativo de «Combat», la polémica con Sartre y, finalmente, la muerte en Sens, el 4 de enero de 1960, en un accidente de automóvil que conducía un hijo del editor Gallimard, un loco al volante.

En 1936 Camus pertenecía al «Theatre du Travail», un grupo de teatro argelino «comprometido» (como se decía en la terminología de entonces), que puso en escena una obra sobre la Revolución de Asturias de 1934: «La Révolte dans les Asturies». El texto, si es que lo había, se publicó en los tiempos de la transición con el nombre de Camus en la portada. Hoy se sabe que Camus no es el autor de aquella obra, sino que se trataba de una «empresa colectiva del grupo» (digamos con evidente redundancia). Según Antonio Masip, quien en su sección «Oviedo al fondo», publicada hace años en «La Nueva España», no perdía la pista de un solo escritor importante que hubiera mencionado a Oviedo, Camus actuaba en esa obra como coordinador del trabajo de los demás y el manuscrito del texto, también obra suya, se perdió «en los avatares de la Segunda Guerra Mundial».

Camus no pisó Oviedo, pero lo conocía de oídas por Orlando Pelayo, que había estado en Argelia después de la guerra, e informó al escritor mucho mejor que Ángel González al peruano Bryce Echenique, quien en su descripción de Oviedo en «La vida exagerada de Martin Romaña» (me parece que se titula así su novela) no da una. Algunos asturianos suelen tener amigos internacionales (así, el canónigo Riego, hermano del militar, lo era del escritor italiano Hugo Foscolo), y Orlando Pelayo, muy en su papel de amigo de Camus, no sólo le dijo cómo era Oviedo, sino que le enumeró sus calles, plazas y principales monumentos. Masip saca del texto los siguientes nombres: la plaza del Ayuntamiento (en el lenguaje políticamente correcto de nues.. tro amigo de la Constitución), la Catedral, el barrio de San Lázaro o la Biblioteca de la Universidad, el cuartel de la Guardia Civil, el Banco de España, las calles Arzobispo Guisasola y Magdalena, el Palacio Episcopal, la Cámara Santa, la plaza de la Escandalera, las fábricas de armas de la Vega y Trubia... Ahora bien, los personaje se llaman Pepe, Sánchez, Gómez, Alonso, Ruiz, León... «sin mayor esfuerzo enraizado» (sic). Es decir, que no menciona al peluquero Calzón ni a don Sabino Álvarez Gendín.

La Revolución de Asturias fue mencionada por otros escritores importantes como Ernst Jünger, quien relata el asesinato de unos frailes «cuyos cadáveres se habían expuesto en una carnicería a la venta pública». Masip, reconociendo que en la Revolución asturiana se cometieron «desmanes intolerables», desmiente que los revolucionarios hayan comido curas. Sólo los mataron. Que no los hayan comido es un consuelo, al menos para una persona civilizada. Jünger nombra Asturias, muy de pasada, en otras páginas de «Abejas de cristal» y de «Heliópolis». Jünger tampoco pisó Asturias, aunque algunos asturianos entusiastas como Antonio Masip y Ricardo Viejo fuerón a verlo cuando estuvo en El Escorial.

Quien da a entender que estuvo en Asturias (aunque no hay pruebas) es André Malraux, que cita Oviedo al comienzo de «La esperanza: «Habla Oviedo. Acaba de sublevarse, se lucha». Masip, que lleva a cabo sus investigadones con paciencia de monje bibliotecario, asegura que la palabra «Oviedo» aparece en la novela otras cuatro veces. En un artículo publicado en la revista «Collier's» en 1937, Malraux describe a los revolucionarios del 34 como parecidos a un ejército mejicano «a no ser por los sombreros». Y refiere la entrada de los moros en «Miejes» (sic) con tina estampida de ganados absolutamente fantástica.

Por los años treinta, las guerras y revoluciones de los asturianos daban la vuelta al mundo. Parece mentira el primer plano de Asturias entonces, y hoy no se enteran del «caso Marea» más allá de Pajares. Ronald Fraser vino a Oviedo en 1973 a documentarse para escribir su libro «Recuérdalo tú y recuérdalo a otros», sobre la guerra de 1936, y, según Masip, se hospedaba en el Hotel Oviedo, en la calle Covadonga esquina a Foncalada, donde donde también se hospedaban mis padres cuando venían a la capital. El encargado se llamaba don Gregorio, muy profesional. En el libro de Fraser aparece J. E. Casariego cometiendo una heroicidad en la Argañosa. Casariego fue uno de los informantes del escritor inglés. Curiosamente, el resto hidalgo de La Barcellina nació el mismo día y año que Camus: 7 de noviembre de 1913, aunque él en Tineo.

La Nueva España · 23 febrero 2013