Ignacio Gracia Noriega
Los reyes mueren en el cielo
Leyenda o realidad, misteriosos fenómenos de la historia mágica de Asturias recogidos en las crónicas de la época
El 1 de agosto de 1578 el capitán don Francisco de Aldana, uno de los grandes poetas españoles del siglo XVI entra en el campamento del rey don Sebastián de Portugal acompañado por las primeras sombras de la noche. El capitán había salido de Madrid el 8 de julio y llevaba cartas del rey Felipe II dirigidas a su sobrino el rey don Sebastián y dos regalos que tenían en aquellos momentos un carácter mágico: la capa blanca y el yelmo de oro que había vestido Carlos V al entrar victorioso en Túnez en 1535. Aldana tenía la misión de incorporarse al Ejército de don Sebastián, que se disponía a internarse en el Reino de Marruecos con el propósito de atacar al turco desde el Oeste. Era el proyecto romántico de un rey joven y soñador, dispuesto a resucitar el espíritu de las Cruzadas en una época en la que la pólvora y el comercio habían abolido la caballería (veintisiete años más tarde, Cervantes la aboliría también en el aspecto literario al publicar la primera parte del Quijote). El rey inexperto y el capitán veterano dialogaron largamente aquella noche. Su Ejército se componía de portugueses poco duchos en el manejo de las armas y poco preparados para soportar los calores de África y de mercenarios extranjeros. Durante los días que siguieron, el poeta procuró frenar las fantasías del rey. Finalmente, el 4 de agosto, el Ejército dejó atrás los huertos de Tres Ribeiros y salió al campo abierto de la llanura de Alcazarquivir. En realidad, se trataba de una huida hacia adelante. Aunque el Ejército acababa de desembarcar en el puerto de Larache, ya escaseaban los víveres y la moral de la tropa era cada vez más baja. Las primeras andanadas de la artillería enemiga dispersaron las vanguardias portuguesas. Leyenda o realidad, de don Sebastián no volvió a saberse, y como si se tratara de un nuevo rey Arturo atlántico, los portugueses esperan su vuelta en los momentos de desaliento. De Aldana se sabe por el informe de Diego de Torres que en la confusión de la batalla combatía sin caballo, y viéndole el rey le preguntó por qué no montaba, a lo que el capitán contestó: «Señor, ya no es tiempo sino de morir, aunque sea a pie». Y espada en mano entró a una masa de moros como quien se propone derribar un muro y de allí ya no salió. Aunque meses más tarde un mercader judío aseguró haberle visto disfrazado en un zoco, dirigiéndose hacia el Sur. Aldana ya había estado en Marruecos como espía de Felipe II, por lo que conocía el país en que estaba. Es verosímil que después de haber cargado contra los moros con «furor gótico», por «vergüenza torera» no quisiera volver a la patria después de la derrota. La rota de Alcazarquivir alarmó de nuevo a Europa. que consideraba frenado al Turco en Lepanto (1571). Don Sebastián era un visionario con los pies en la tierra, pues sabía que las amenazas de Europa proceden del Este, de donde llegaron la peste bubónica, la revolución comunista y ahora las «economías emergentes».
El 11 de noviembre de 1578 se vio sobre el cielo de Oviedo, según refiere Tirso de Avilés en las «Antigüedades del Principado», entre las cinco de la tarde «que escurecía» y las once o doce de la noche», «una estrella que llaman los philosofos cometa, la cual era de estraña grandeza y echaba unos rayos y resplandor de si a manera de cabellera mui grandes y espantosos, que a todos los que la miraban hacía maravilla y aún ponía horror». Tirso de Avilés, más consultado ahora como genealogista y heráldico, es un cronista muy puntual de sucesos locales que seguramente hubieran caído en el olvido de no haber sido recogidos en sus escritos y es, con probabilidad, uno de los mejores meteorólogos de su tiempo.
No se le escapa fenómeno atmosférico ni «cambio climático» (pues es sabido, y bien lo sabía nuestro buen canónigo, que los «cambios climáticos» se producen todos los días), demostrando que para un asturiano, lo mismo que para un inglés, la meteorología es algo más que un tema de conversación. El iconoclasta Bernard Shaw suponía que la meteorología existía para dar un asunto de conversación a los ingleses, pero lo cierto es que si se habla de algo con tanta insistencia y durante siglos no es porque no se tenga cosa mejor que decir. sino porque interesa. Entre 1573 y 1590 se produjeron en Asturias grandes alteraciones: hubo hambruna, inundaciones, terremotos, granizadas: las lluvias de la víspera de San Mateo de 1586 son calificadas por el cronista de «diluvio). Y para completar el cuadro, en 1578 aparece el cometa.
Los cometas siempre anuncian algo. Yo leí siendo niño «En los días del cometa», de Wells, que me causó una gran impresión. Me parece que ahí anunciaba una especie de utopía, pero corno yo era muy joven, no llegué a captarla. Supe luego, gracias a Shakespeare, que las muertes violentas de reyes y grandes hombres, desde Julio César a Duncan, son anunciadas por medio de fenómenos celestes fuera de lo común, y como ver un cometa en el cielo no es lo normal, Tirso dedujo que anunciaba la muerte del rey don Sebastián. Es lamentable que el rey hubiera muerto el 4 de agosto y el cometa no se presentara a los ovetenses hasta el 11 de noviembre. Fue un anuncio un poco tardío, pero insistente, ya que se mantuvo setenta días en el cielo. Aquel año murieron también el hijo primogénito de Felipe II y heredero de la Corona, don Fernando, y don Juan de Austria, el vencedor de Lepanto. No obstante, Tirso señala que «todos los hombres doctos y filósofos que lo vieron, ansí en las universidades como en las ciudades de estos reinos», estuvieron de acuerdo en que el cometa tuvo una gran influencia sobre el reino de Portugal, y de hecho, a comienzos de 1580, apareció un eclipse natural de Luna, «la cual pareció estar abrasada con fuego, que fue cosa maravillosa de ver», y ahí sí acertó el eclipse más que el cometa, ya que el 31 de enero falleció el cardenal don Enrique que había sucedido a su sobrino como rey de Portugal. Bien es verdad que don Enrique era muy anciano, por lo que tal vez hubiera muerto sin necesidad de que se viera el eclipse en Oviedo.
Otro anuncio misterioso y maravilloso es el que relata Nicolás Castor de Caunedo en el «Álbum de un viaje por Asturias», compuesto en 1858 para guía y solaz de la reina Isabel II durante su recorrido por esta provincia olvidada de su Reino (cosa que Caunedo le reprocha en el prólogo). Se trata de una legítima historia de fantasmas. La víspera de la batalla de las Navas de Tolosa sonaron fuertes golpes dados a las puertas de la Catedral a altas horas de la noche: los guanteletes de hierro resonaban sobre la madera labrada como en un cuento de Poe. Acudieron los sirvientes del templo a preguntar qué sucedía y respondieron voces lejanas que quienes llamaban eran el Cid Campeador y el conde Fernán González anunciando al rey Alfonso IX de León, que se encontraba aquel día en Oviedo, que marchaban a ayudar al rey de Castilla en la gran batalla contra los moros. A la noche siguiente volvieron los paladines a Oviedo para proclamar el gran triunfo de los cristianos en las Navas de Tolosa, de la que se cumplieron el pasado año los ochocientos años, que pasaron tan olvidados como el centenario de la muerte de Menéndez Pelayo. Un pueblo que renuncia de tal modo a su historia acaba produciendo bárcenas, riopedres, roldanes y roldanas.
Está por escribir la historia mágica de Asturias. Ramón Rodríguez y Juan Luis Rodríguez Vigil ya establecieron el esquema de su geografía sagrada. Falta el mapa literario de la región. Falta una lectura en el filón de Tirso de Avilés, a la busca de extrañas y curiosas noticias.
Nebot es un símbolo. Con este libro se convierte también en parte de la memoria de una época. Su lucha fue la de los comunistas que se enfrentaron a la dictadura y sacrificaron el partido en aras de un sistema político que no era, ni de lejos, el que ellos pretendían.
La Nueva España · 16 marzo 2013