Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Gerardo Herrero, cinéfilo

El fallecido fiscal jefe de Asturias destacaba por su alto nivel humano e intelectual, pero también por su pasión por el cine, un arte que para él era una forma de ver el mundo y de hacer más amena la vida

La terrible simetría de la muerte ha segado las vidas de tres personas muy destacadas por sus respectivas trayectorias de profesionales y, sobre todo, por su aspecto humano, los tres de primera plana, aunque el pobre Juan Álvarez, por su modestia y su discreción, quedó relegado alas páginas interiores. Los otros dos fallecidos en los últimos días han sido el fiscal Gerardo Herrero y el economista Ricardo Pedreira. A éste no le conocí personalmente, pero siempre oí hablar muy bien de él.

Sobre Gerardo Herrero se han publicado diversos artículos laudatorios que destacaban diferentes aspectos de su personalidad tanto jurídica como humana. La personalidad humana e intelectual de Gerardo Herrero quedaría incompleta si no se le dedicara un recuerdo a su condición de cinéfilo de buena ley, no de la subespecie totalitaria que Juan Cueto denomina «filmocéntricos», para quienes el mundo y la vida giran en tomo al cine. Para Gerardo Herrero, el cine era una manera de ver el mundo y de hacer más amena la vida.

Porque el verdadero cine, el que permanece a pesar de los años y de los cambios de moda, el de John Ford, Raoul Walsh, Frank Capra (y también el de Renoir y Ophüls), el que no renuncia a sus humildes orígenes en las barracas de las ferias, es diversión ante todo (y «French Can Can» de Renoir una de las más exuberantes diversiones de todo el siglo XX). Pertenecía a esa magnífica especie de fiscales cinéfilos que Eduardo Torre Dulce dio a conocer a través de la televisión en el programa de Garci «Qué grande es el cine». Siempre que el actual fiscal general de Estado acudía al programa, éste no fallaba. El «reparto de lujo» de «Qué grande es el cine.) era el compuesto por Torres Dulce, Miguel Marías y Juan Miguel Lamet. Si además la película que proyectaban era de las de «sacar el reclinatorio», que decía Garci, el cine no era efectivamente «grande», sino que lo eran también sus comentaristas. Torres Dulce publicó sobre cine un libro delicioso, «Armas, mujeres y relojes suizos» (que es algo que le dice John Ireland a Montgomery Clift en «Río Rojo», de Howard Hawks) en el que glosa sus películas preferidas con suavidad, Ironía, conocimiento y cultura general.

La suavidad era también una característica de Gerardo Herrero en su trato y en su conversación. No sé si habrá escrito sobre cine (no se lo pregunté), pero según recuerda su mujer, quedaba levantado hasta altas horas de la madrugada viendo viejas películas: esas películas que gracias al vídeo o al DVD dos únicos inventos gratificantes de esta locura tecnológica en la que estamos inversos; como decía Garci: «¡imagínense lo que es tener «Lo que el viento se llevó» en casa!») podemos volver a ver una y otra vez esas viejas películas olvidadas que nos trasmiten los aromas de una infancia cada vez más viva, cuando descubríamos el mundo y el cine (y el mundo por medio del cine, en muchos casos).

Gerardo Herrero formaba parte de la especie zoológica bien diferenciada del cinéfilo ilustrado, de la que son miembros también Juan Cueto y Tino Pertierra, muy distinta de la del cinéfilo «á la mode», que sabe los nombres de cineastas muy raros y muy modernos pero que pone cara de sorpresa cuando se le cita a Dreyer, o del «cinéfilo pelmazo» (de la misma familia que el «gastrónomo interesado por la gastronomía») y, en fin, del ya mencionado y nefasto «filmocéntrico), (ahora en franco retroceso, menos mal). Esta especie zoológica es un poco antigua y muy leal; como le dice Glenda Jackson a Walter Matthau en una película cuyo título ahora no recuerdo (seguro que Gerardo Herrero lo recordará, esté donde esté): «Te aguanto porque sabes quién era Ronald Colman»). Gerardo Herrero era el único junto con Lola Mateos, que sabía, por ejemplo, que Frank Ferguson, un secundario de infinidad de películas del Oeste, había trabajado también con Ophüls. O que cuando se le hablaba del implacable y pintoresco juez Roy Bean se acordaba antes de Walter Brennan en «El pistolero», de William Wyler, que de Paul Newman en «El juez de la horca» de John Huston.

El cine americano, ese cine que no necesitaba adjetivación pues como dice Mariano Antolín: «¿Es que hay otro?», creó los géneros cinematográficos, y entre ellos, aunque algunos críticos lo más que hacen es reconocerlos como subgéneros, el judicial y el de cárceles, el segundo, claro es, consecuencia del primero. Las «películas de juicios» poseen características tan propias como el «western», el «musical», el cine de gángsters, la comedia y el melodrama. Todos estos géneros obedecen a reglas fijas y poco menos que innumerables yen una película de juicios la aparición de un testigo falso es el equivalente a un ataque de indios apaches. El juez es el sheriff o el comandante del fuerte, el abogado defensor, el protagonista justiciero y el acusado acostumbra a ser inocente. ¿Qué papel le corresponde al fiscal en esta estructura dramática? Pues el fiscal suele ser el «malo» de la película, que casi siempre acaba mordiendo el polvo en su enfrentamiento con el «bueno» (el abogado defensor).

No faltan jueces peores que fiscales, como Charles Laughton en «El proceso Paradine», de Alfred Hitchcock, que desconfiaba de los jueces tanto como un español de esta monarquía; o pintorescos como o Willys Bouchey en «El sargento negro», de John Ford (que hizo también el retinto entrañable de un juez rural en «El juez Priest»), quien tenía corno fiscal en el consejo de guerra a un atribulado Carleton Young; o el muy humano Spencer Tracy (y como miembro del tribunal, a otro secundario indispensable de los «westerns», Ray Tal) en «Vencedores y vencidos», de Stanley Kramer, juicio en el que actuaba como fiscal un apasionado y democrático Richard Widmark; o el juez Harvey interpretado por Lewis Stone en la serie de comedias familiares protagonizadas por Mickey Rooney haciendo de niño antes de que se descubriera que era enano.

De los fiscales, tal vez el mejor (es decir, el peor para el acusado), es Raymond Burr en «Un lugar en el sol» de George Stevens. Burr es el actor más jurídico de la historia del cine, por sus posteriores interpretaciones de «Perry Mason» e «Ironside», pero antes había sido un malo redomado en «Una pistola al amanecer» de Tourneur, «Mara Maru» de Gordon Douglas y «La ventana indiscreta» de Hitchcock: es decir, había sido cocinero antes que fraile, estafador y asesino antes que fiscal y abogado defensor. Y tenemos, en fin, al fiscal insaciable e implacable de «Más allá de la duda», de Fritz Lang, un director que confiaba aún menos en la justicia que Hitchcock. En fin, habría sido magnífico que Gerardo Herrero hubiera escrito un erudito estudio sobre los fiscales en el cine. Material no le faltaba.

De mi última conversación con él recuerdo que reparó el honor de Claire Bloom, a quien yo comparé con aquellas chicas agradables pero algo insulsas (Ann Blyth, Bella Darvi, Denise Darcel, Lizabeth Scott) del technicolor de los primeros años cincuenta. No, Claire Bloom era otra cosa, me recordó, había interpretado a Shakespeare, había hecho un gran papel en «El espía que surgió del frío», de Ritt. No saben ustedes la confianza que da que le corrija a uno un fiscal sin que la corrección vaya seguida de sentencia.

La Nueva España · 13 abril 2013