Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

El obispo de Armenia

Visitó Oviedo en 1580, año de granizo y terremotos, pidiendo limosna para rescatar a catorce parientes a quienes había hecho cautivos el Gran Turco en una guerra

Entre los visitantes mágicos de Oviedo, y otros no tan mágicos aunque puntualmente reseñados por el infatigable Antonio Masip en las páginas de este periódico hace años, destacan el Cid Campeador y el conde Fernán González golpeando las puertas de la Catedral con sus guanteletes de hierro para anunciar la victoria de las armas cristianas en las Navas de Tolosa; la endemoniada Oria, exorcizada en la Catedral según un relato latino de finales del siglo XII resumido por don Juan Uría; el escurridizo Benedicto Mol, buscador de tesoros, en cuyo seguimiento iba George Borrow, más conocido en estas latitudes por «Don Jorgito el Inglés», vendiendo biblias de paso (que pese a la opinión generalizada no era la Biblia traducida por los secuaces de la Protesta Casidoro Reina y Cipriano de Valera contra la que clama Menéndez Pelayo aunque reconociendo su excelente prosa del siglo XVI, sino la versión papista del Nuevo Testamento debida al P.Scío: «a falta de pan...») y, por no alargar el catálogo, el obispo de Armenia, de quien da noticia Tirso de Avilés en sus «Antigüedades del Principado de Asturias».

La visita del Cid Campeador bajo la especie de fantasma o espíritu es relatada por Nicolás Castor de Caunedo en su «Álbum de un viaje por Asturias», publicado en 1858 para guía de la reina Isabel U durante su visita a este Principado. Desde que los reyes se trasladaron al otro lado de las montañas para continuar la guerra contra el moro más a pie de obra, sólo Carlos de Gante, cuando todavía no era Carlos I ni Carlos V, llegó a Asturias por accidente. Isabel II fue el primer monarca español que estuvo en Asturias desde Alfonso EU. En cuanto a fantasmas o espíritus, aparte los de Fernán González y el Cid Campeador, hemos de añadir otro más sorprendente. Durante unos cursos en La Granda, el espíritu de Franco se le apareció durante la noche a un conocido e ilustrado teólogo, por lo que me propusieron cambiar la habitación con él, cosa que hice encantado a la espera de que se me apareciera como un cuento de Melanio Fraile o Meliano Peraile (dos autores de cuentos cortos llamándose casi igual, lo mismo que dos lingüistas de talla se llamaban Dámaso Alonso y Amado Alonso), para decirme: «Vete a "El País" y diles que soy más rojo que Felipe González». Pero no me tuvo en cuenta el Invicto y aquella noche dormí sin alteraciones reseñables.

El Cid ya había visitado Oviedo en carne mortal. Como miembro del séquito de Alfonso VI, asistió a la apertura del Arca Santa en la Catedral (que el obispo mandó cenar inmediatamente después de abierta al percibir las miradas voraces que la reina y la hermana del rey dirigían a las joyas) e incluso intervino en un juicio entre el monasterio de San Salvador de Tol y los Infanzones de Langreo; según Casariego, que sabía cosas como ésta o que Boyes dormía al campo raso, el Cid juzgó por el «Liber Judiciarum», que era ley en Asturias y León.

En cuanto a la peregrina endemoniada Oria, le sacaron el demonio del cuerpo colocando un brazo de la Cruz de los Ángeles sobre su boca El demonio, al sentirla tan cerca, dijo que la comería, lo que no pasó de ser una fanfarronada. El canónigo que actuaba como exorcizador era hombre expeditivo y le dijo al demonio que se dejara de cuentos y que saliera de cuerpo de la doncella, cosa que al fin hizo para no volver. Y, en fin, Benedicto Mol entró en Oviedo a pie, con los zapatos tan rotos que le asomaban los dedos por los agujeros, vestido con harapos y con sombrero andaluz chorreando lluvia.

El obispo de Armenia, que lo era de la diócesis de Emus de Armenia la menor, a quince leguas de las Grandes sierras en las que está varada el Arca de Noé, vino a Oviedo en 1580, ario en que, según anota Tirso de Avilés, «hubo en muchas partes de Asturias la mayor tempestad y terremoto de piedra y granizo que jamás se vio en este Principado». Y acude al testimonio de un «hombre principal del concejo de Pravia» que vio caer sobre Loriana granizos tan grandes como huevos de gallina y uno aún mayor, del tamaño de una bola También se produjeron otros fenómeno os celestes, como «un círculo redondo a manera de arco iris» que rodeó el sol durante media hora y luego, poco a poco, se fue deshaciendo. En Nava, el pedrizo desgajó las ramas de los árboles, pero después de diciembre, «milagrosamente», los árboles, dieron gran cantidad de frutos, de manzanas y cerezas, «que no fue poca maravilla haber dado frutos semejantes "praeter naturam temporis"». En esta atmósfera maravillosa entró en Oviedo el obispo de Armenia vestido de verde, acompañado de un capellán y de un escudero puesto a su servicio por el conde de Benavente. En contra de lo que podía esperarse, el obispo no acudía a Oviedo observante del principio jacobeo de «quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y no al Señor», ya que no se encontraba en peregrinación a la tumba del apóstol, sino que recorría las ciudades e iglesias de la cristiandad recogiendo limosnas para ayuda del rescate de catorce personas entre hermanos, sobrinos y deudos suyos a quienes había hecho cautivos el Gran Turco en una de las guerra que tuvieron lugar en aquellas lejanas tierras: le avalaban una recomendación y breve del papa Gregorio XIII dirigida al rey Felipe II y a «los más Prelados y Señores de estos Reynos de España». Por si fueran pocas las desgracias que afligían a sus familiares en la cautividad, él había sido despojado de su obispado y rentas, lo que le obligaba a recorrer países y reinos extraños, tender la mano y pedir. El obispo de Oviedo don Francisco de Orantes lo recibió y alojó en su palacio, respondiendo al armenio a aquellas cortesías con mucha delicadeza y señorío. Era aquel hombre, según Tirso, de mediana estatura y moreno, los caballos negros y largos hasta los hombros al modo de los nazarenos y la barba también negra y larga. Llevaba bonete en la cabeza y roquete blanco «al modo de los obispos de acá», capa sin capilla de chamalote negro y cinturón de bronce esmaltado, y por encima una capa verde de aguas, muy necesaria en este Principado.

Permaneció el obispo nueve días en Oviedo, durante los que visitó todas las iglesias de la ciudad, participando en ceremonias religiosas según el rito católico y también según el ritual propio. El día de la aparición del Señor San Miguel, de Mayo, presidió una procesión por el buen suceso de las cosas del Rey y del Obispo y Cabildo hasta el monasterio de San Pelayo, en el que dijo la misa canta-da muy solemnemente. En esta misa vistió ornamentos de brocado con mitra muy rica y la celebró en su lengua y rito, aunque la Epístola y el Evangelio se cantaron conforme al misal: duró la celebración hora y media. Como su ritual «no discrepaba mucho de la Iglesia Romana fue cosa notable ver la dicha misa y sus ceremonias con su canto». Durante la procesión se mostró el arco iris solar y maravilloso.

Abandonó el obispo armenio Oviedo pasados nueve días, con las limosnas con que fue socorrido en su bolsa. Gracias a Tuso de Avilés se conserva su recuerdo. Nada más sabemos de sus andanzas: si en otras ciudades fue tan bien recibido como en Oviedo, si ofició en otras iglesias con tanta brillantez y buen canto, si rescató a sus familiares y deudos, si recuperó su sede episcopal. Salió de Oviedo por las veredas de Poniente y es seguro que, antes de perder de vista a la ciudad acogedora, echó una última mirada ala bordada torre de la Catedral que se desvanecía en la niebla.

La Nueva España · 20 abril 2013