Ignacio Gracia Noriega
Encinas y Marcial y aquel tiempo pasado...
Nostalgias y anécdotas colegiales de los Dominicos y el San Gregorio en la década de los sesenta
Manolo García, profesor de Gimnasia en el Colegio de los Dominicos y en la Universidad, a quien Emilio Marcos llamaba «¡olímpico!» y que cuando se dejó bigote tuvo un sorprendente parecido con José Hierro (cosa que le hice notar al poeta y éste, al saber que su doble era atleta, comentó: «Entonces, seguro que no soy yo»), me solía decir, entre nostálgico y divertido:
- Fuiste el peor alumno de Gimnasia que tuve en mi vida. Sólo estaban a tu altura Manolo de la Cera y Antonio Masip, con la ventaja a tu favor de que tú nunca fuiste consejero de Cultura y Deportes.
Creo que el bueno de Manolo García exageraba porque en la Universidad no asistí a una sola clase de Gimnasia: finalmente consiguió Teo que me las aprobaran cuando fue rector. En consecuencia, nunca pisé un campo de deportes salvo una vez que fui al del San Gregorio a no sé qué relacionado con un partido de balonmano o balonvolea o como se llamara aquello. Detrás de mí estaban en las gradas tres o cuatro chicas castellanas, altas, de melenas largas y flotantes, esas chicas que se casaban antes con notarios, registradores de la propiedad o ingenieros de Minas, riéndose entre ellas y haciendo comentarios en voz alta mientras yo estaba aburridísimo. De pronto una de ellas tarareó:
«No creas que porque canto
tengo el corazón alegre,
que soy como el pajarillo,
que si no canta se muere».
Al escucharla, me dije: «¡Ésa es la mía!», y sacando una agenda y una estilográfica le pedí que me la repitiera porque estaba haciendo una investigación sobre la Lírica tradicional. Ya que no podía ligar a lo divino o a lo Gregory Peck, por lo menos intenté hacerlo a la manera de los filólogos románicos, sin éxito también, porque cuando invité a aquella chica a merendar o a ir al cine me contestó que esperaba a uno de los fornidos mocetones que lidiaban a balonazos sobre la cancha. No me quedó más remedio que resignarme, pues comprendía que Gento o Joaquín Blume eran más importantes que don Ramón Menéndez Pidal. Al cabo de más de medio siglo se me ha borrado completamente la chica castellana, pero recuerdo la canción.
Cuento esto porque aquel recuerdo me trae a la memoria a dos queridos amigos del Bachillerato, al ínclito Marcial, tan vinculado toda su vida al Colegio Mayor San Gregorio, y a Guillermo Encinas, la gran figura del deporte en nuestro colegio y posteriormente gran figura del deporte universitario y hasta del profesional. Encinas era más alto que todos nosotros e iba un par de cursos por delante. Era rubio, la cabeza relativamente pequeña sobre unos hombros anchos y caminaba bamboleándose ligeramente: como decía Gary Cooper, lo primero que deben aprender los hombres altos es a caminar con elegancia.
A Guillermo Encinas todos le respetábamos muchísimo, incluidos los curas, a pesar de que había algunos que no respetaban a nadie, porque era uno de los lujos del colegio. El único partido de fútbol que jugué en mi vida lo jugué porque él me lo pidió. Me dijo: «Tú no dejes pasar a nadie con el balón», y procuré cumplir lo que me había encomendado. Al final me dijo: «Lo hiciste bien», y aquel elogio supuso para mí tanto como si me hubiera fichado el Real Madrid. Y jugar al fútbol en el patio de arriba tenía mérito, porque el campo era de tierra y piedras, a veces asomaban entre la tierras casquillos de la época del cerco de la ciudad y cuando llovía se formaba un gran hoyo en el lugar donde había caído una bomba. La mayoría de los jugadores acababan los partidos con las rodillas crismadas, pero los disputaban siempre con mucha bravura.
Guillermo Encinas era tranquilo, de palabra lenta y hasta sentenciosa. Como hablaba poco, se esperaba que dijera cosas importantes. Lo suyo eran toda clase de especialidades atléticas. No exagero si digo que las dominaba todas, salvo las carreras: saltaba pértiga, lanzaba jabalina y jugando al fútbol como portero, no había quien le colara un balón. De hecho, una vez fuera del colegio fue portero del Cádiz, un club de fútbol de los de verdad, aunque su carrera fue corta, porque estudió Derecho e hizo oposiciones a Hacienda. Lo que a Juan Luis Vigil le parecía admirable. Por aquel entonces había un cantante llamado José Luis y su Guitarra, que cantaba una canción muy almibarada titulada «Señorita Luna», y Juan Luis le ponía como ejemplo: «Pero además es aparejador, hummm, así que tiene la jubilación asegurada, hummm». A veces, Vigil tenía destellos de buen sentido que desarmaban.
El Colegio de los Dominicos no era nada entusiasta de organizaciones del tipo del Frente de Juventudes y sólo recuerdo una ocasión, con motivo de unos juegos atléticos escolares, en que se escucharon en el colegio músicas del tipo de «Montañas nevadas» o «Isabel y Fernando, el espíritu impera». En aquellos juegos, como era de esperar, la gran estrella era Guillermo Encinas. A veces los juegos se desarrollaban en el Cristo, donde había campo de deportes al cuidado de un individuo de cara colorada llamado Muñoz. Los que no nos interesábamos por el deporte como Masip, Vigil o Rafael Sariego, íbamos de espectadores, más que nada por salir del colegio. El P. Cerrillo nos recomendaba: «Hay que aplaudir al colegio».Y siempre que salía Guillermo Encinas a la cancha había motivos para aplaudir.
Marcial, a quien llamábamos la Vieja, era muy distinto a Encinas en todos los órdenes. Era recio como ahora, el pelo rizado, la nariz en dirección a la barbilla, un poco como doña Letizia, de quien fue profesor de Matemáticas. ¡Quién le iba a decir a Marcial que llegaría a ser preceptor de un miembro de la Casa Real!
A Marcial le gustaba que se le cantara aquello de «Marcial, tú eres el más grande, Marcial, tú eres el mejor», y es que en muchos aspectos era grande y en otros era el mejor. Hubiera podido ser el mejor relaciones públicas que jamás hubo en Asturias: un relaciones públicas absolutamente desinteresado. Si había un conflicto, allí estaba Marcial procurando arreglarlo. Y lo más sorprendente es que lo arreglaba Tenía esa fuerza de convicción e inspiraba esa confianza que es patrimonio de las buenas personas. Y de la misma manera que Guillermo Encinas era muy de Collanzo, Marcial representaba y representa el espíritu de Morcín. Pocas personas habrá tan locales y tan universales como Marcial. Sus escenarios naturales son Morcín y Oviedo en los alrededores de la plaza de la Gesta. Pero va uno a los rincones más recónditos de Asturias y allí aparece Marcial al frente de un numeroso grupo de amigos y como jefe de la expedición. Marcial dice adónde hay que ir, dónde hay que comer, a qué hora hay que retirarse. Su hermana Luisa tuvo en La Puente, a la entrada de La Foz de Morcín, el bar donde mejor se comía de todo el valle Cuando Luisa cerró el bar, su cocina se volvió recuerdo y nostalgia mientras Marcial se consolidaba como institución en Oviedo. A estas alturas, Morcín tiene dos instituciones: Jama en La Foz y Marcial como embajador de Oviedo.
Hace un año, Marcial y Guillermo se jubilaron y sobrevivieron a la jubilación. Pasaron aquellos viejos buenos tiempos y los de ahora no son buenos. Los años 70 del pasado siglo eran de esperanzas y temores: los de ahora son sencillamente de desánimo. El fracaso ha sido total, y culpa de todos. Unos no fueron capaces de proponer nuevos valores, otros no se atrevieron a defender los antiguos. Pero tipos formidables como Marcial mantienen el optimismo; como le dijo a Vigil: «Cobro la pensión, ¿qué más quiero?».
La Nueva España · 27 abril 2013