Ignacio Gracia Noriega
La librería vaqueira de Marga y Ángel
Una tienda de libros portátil extiende su tenderete por toda la región realizando una importante labor cultural y difundiendo historias extraordinarias en ferias y mercados
Los mercados y a no son lo que eran: les han dado la puntilla, no las grandes superficies comerciales como pudiera suponerse, sino los caprichosos horarios de los autobuses y, en general, la «corrección política»: un cambio de costumbres que tiende a meter a la gente en casa y a sustituir las tabernas por los gimnasios. El dia que vi y escuche a dos «nuevas ricas», madre e hija, decirse a voces en plena calle: «Má, ¿vas pal ginasiu», y a la madre contestar no se qué relacionado con el colesterol, temí que me sucediera como a aquel filósofo que murió de risa al ver comer higos a un burro, según Diogenes Laercio, anécdota que Pío Baroja repetía con frecuencia.
En una postmodernidad que tiende al colectivismo uniforme a través de la electrodomesticación de las masas, a la vez se procura que lo que queda del individuo, que cada vez será menos, se aísle en un mundo «virtual», que le dicen, donde todo lo que le rodea sea inexistente o ficticio: algo que intuyó el gran narrador Richard Matheson, recientemente fallecido. Por eso son tan importantes los bares de pueblo, que deberían estar protegidos y exentos de impuestos, como pide mi amigo tevergano Narciso, donde los vecinos se reúnan a la caída de la tarde «solo para beber y cantar», como en el viejo poema de Nicolás Guillén. No es lo mismo ver el partido de fútbol en la soledad de la casa que en medio del griterío del bar. En Piloña han inaugurado dos bares recientemente, en Valles y en Sevares, en el pueblo, que se encuentra en lo alto de la colina (el Sevares que atraviesa quien viaja en automóvil es lo que se llama La Carretera, pero el pueblo queda arriba), y los dos están teniendo un éxito apoteósico, porque la gente necesita también un poco de compañía, de sociabilidad. El internet será más importante que el descubrimiento del lenguaje según un tal Francisco Rico, pero la lengua tiene sus fueros y necesita explayarse y comunicarse (y los oídos necesitan escuchar).
Los bares a la caída de la tarde y los mercados una vez a la semana son elementos imprescindibles para la recuperación de nuestros pueblos y aldeas. Antes, el aldeano bajaba a la villa al menos una vez por semana: el día del mercado. Y no se entienda «aldeano» como un término peyorativo: el verdadero aldeano es el que se jacta de ir a Niu York o a Singapur tres veces al mes. El aldeano sin trampa es el que vive en la aldea manteniendo unos modos de vida que, con todas las modificaciones que se quiera, se remontan al neolítico. En la villa aprovecha para hacer la compra de toda la semana, ir al médico o al notario, cortar el pelo, saludar a amigos y familiares que no ve todos los días, tomar unos vinos y comer fuera de casa y regresa a casa alegre y contento, con unas copinas de más. Eso era antes, cuando las líneas de autobuses tenían sus salidas a las cuatro de la tarde: ahora salen a la una, con lo que desmantelan los mercados. Ya casi nadie se queda a comer en la villa, salvo algunos clásicos como Bienvenido el de Ligueria y Honorio el del bar de Espinaredo. Los mercados, aún cuando se resisten a morir, han perdido mucha clase y mucho sabor. Se han convertido en una sucesión de puestos de ropa barata ocupando los productos alimenticios un lugar secundario. Ya no bajan las paisanas con sus hortalizas en temporada, con sus docenas de huevos de yemas espesas y alimenticias, sus frutas recogidas aquella misma mañana del árbol... Pero, al menos, el olor de los quesos se extiende por la plaza del mercado y en el tenderete vecino se venden toda clase de frutas según la estación. Todas las semanas, bien en Cangas de Onís los domingos o bien en Infiesto los lunes, compro mi cartucho de. aceitunas rellenas con alguna banderilla para ir comiendo mientras recorro el mercado. El producto es siempre de primera calidad; el dueño, un señor muy fino e ilustrado, que atiende estupendamente. Y yo, muy contento con las aceitunas. Desde que me quitaron la sal, le cogí una gran afición a las aceitunas (en pequeñas dosis, naturalmente).
Las mercados nos devuelven a otra época y nos permiten asistir a un compendio de ésta. Ahora el mercado es casi un espectáculo multirracial. Ya no bajan los montañeses de Cabrales a vender sus quesos picones, pero en su lugar encontramos a ciudadanos de África y Asia vendiendo ropa o películas. Han desaparecido casi por completo los charlatanes, sacamuelas, la mujer barbuda, el tren de la bruja amenizado por una bruja armada con escoba y con un cazo como el de Ovidio Sánchez, la vaca de tres cabezas y el intrépido explorador con salacot que vendía un puñado de bolígrafos por cinco pesetas. Ahora ya no hay pesetas y calculo que los bolígrafos estarán en trance de extinción, arrasados por el analfabetismo electrónico (o al menos, eso es lo que desean los impacientes de la destrucción total, por la vía de la electrónica). Pero los mercados siguen reuniendo a las gentes, extendiendo el olor a los grandes quesos de la región, manteniendo las buenas formas del vendedor de aceitunas y difundiendo cultura como Marga y Ángel con su «Librería Vaqueira»; una librería portátil, que extiende su tenderete a través de toda Asturias, desde Cangas del Narcea a Cangas de Onís, desde Pola de Siero a Grado. El mercado de Grado es de los más animados de Asturias. Dos circunstancias le potencian: la proximidad a Oviedo y que se celebre en domingo, como el de Cangas de Onís. Se puede encontrar recorriéndolo a medio Oviedo y a todo Grado. Con bigotón y kilos de más a Claudio, compañero de Bachillerato, muy erudito en Historia y favorito del P.Ruizl, cojo avieso. En cierta ocasión, el P.Ruiz nos llevó de visita a la Cámara Santa, Claudio se fijó en la Caja de las Ágatas, llamó la atención del P.Ruiz, que pasaba de largo y dictaminó: «No vale nada». Un mes más tarde, el P.Ruiz entró en clase cojeando y furioso, con un «ABC» enrollado bajo el brazo, y sentándose a la cátedra, desplegó el periódico y nos insultó: “Son todos ustedes unos burros, aquí viene un artículo sobre la Caja de las Ágatas y el día que visitamos la Cámara Santa a nadie se le ocurrió preguntar por ella». Tímidamente, Claudio, que se trabajaba la matrícula de honor, pidió la palabra y dijo: «P.Ruiz, recuerda que yo le pregunté …». El P.Ruiz le fulminó con la mirada fiera. En los exámenes finales, Claudio sacó un cinco raso y, de rabia, se metió en un grupo de musicantes llamado «Los Archidukes».
Marga y Ángel, con su «Librería Vaqueira» a cuestas, están desarrollando una importante labor cultural en Asturias. En las ferias y mercados siempre se vendieron libros y mucho más desde que la desamortización hizo almoneda de las bibliotecas conventuales. En las ferias de la Ascensión de hace más de medio siglo yo compré libros que no me abandonarían nunca: las «Historias extraordinarias» de Poe, una colección de cuentos de Hemingway, varias novelas cortas de Balzac, un tomito de prosa lírica de Turgueniev, «El ramo de mirto» de Jensen … Libros que todavía conservo. La «Librería Vaqueira» está especializada en libros asturianos aunque también se puede comprar un volumen de escritos del capitán Burton o el inevitable Don Quijote, un libro que debería estar en todas las casas. Mientras esperan la llegada de los clientes, Marga y Ángel hablan de libros con los feriantes de alrededor. Los libros están en estupendo estado y los venden a buen precio. No les interesa tanto vender como hacer que los libros corran y a ellos ponerlos en camino como si fueran palomas mensajeras. La de librero es profesión sedentaria: Marga y Ángel andan los caminos, están mañana en un sitio y pasado mañana en otro. Sus miradas son limpias y su entusiasmo a prueba de bomba. Ya quedan pocos que traten a los libros como ellos, con ingenuidad y amor.
La Nueva España · 3 agosto 2013