Ignacio Gracia Noriega
Lecturas de verano
El presidente de Gobierno lee en sus vacaciones «Victus», obra catalanista de Sánchez Piñol, mientras que Churchill optaba por «Tom Jones» o por «Orgullo y prejuicio»
Los «políticos», esa gente tan desprestigiada (y que tanto nos desprestigia por acción, omisión y complicidad) pero a quienes se concede mayor protagonismo que si fueran «primas donnas» o «famosos», sinónimo de golfo tan empleado ahora, aprovechan el verano para disfrazarse, enseñar la canilla y, según aseguran algunos, para leer. Es el caso de monsieur Rajuá, a quien fotografían sudando la gota gorda bajo la atenta mirada de su «instructor particular» (todo es de cada uno salvo el dinero público, que no es de nadie, y así se dice «mi cardiólogo», «mi peluquero», «mi entrenador personal» de manera que incluso el pueblo soberano de a pie se hace la ilusión de que tiene una Corte), como hace arios fotografiaron a Z. disponiéndose a escalar los Picos de Europa, cosa que como es sabido no hizo, porque con la fotografía basta y sobra. Rajoy corre en calzón corto por los vericuetos de Galicia y hasta de vez en cuando fuma un puro (¡oh, audacia!). Porque el actual jefe de gobierno fuma puros, de la misma manera que Z. fumaba cigarrillos cuando se reunía con Arturo Mas (de lo que se «chivó», declarándolo a la prensa para dejar en entredicho a aquel que había firmado que fumar tabaco y beber alcohol no es de izquierdas -evidentemente, no conoció el PSOE que conocí yo, pero sobre este punto corramos un tupido velo-). El cigarro puro era, junto con los dedos índice y corazón haciendo la V de victoria, un complemento inevitable de Winston Churchill, que atribuía su longevidad y su energía a los puros, al whisky y a no haber hecho deporte. Por el contrario, Rajoy no nos va a conducir a ninguna victoria ni se atreverá a dejarse fotografiar con un puro en la mano porque lo prohibe la implacable y férrea dictadura de la «corrección política». No se parece nuestro Rajoy a Churchill, sino más bien a Chamberlain, de quien Churchill decía que por buscar la paz a toda costa consiguió guerra e ignominia, y en consecuencia Rajoy cambió el puro por el paraguas. Pero lee aprovechando sus ocios, aunque no «Tom Jones» y «Orgullo y prejuicio», como hacía Churchill, sino un libro de asunto localista, titulado «Victus», que es todo lo contrario que el signo de los dedos índice y corazón. Este libro, «Victus», obra del autor charnego Sánchez Piñol (quien queriendo dárselas de «catalán de postín», perdona la vida a los compatriotas de orígenes dudosos, poniéndose modestamente como ejemplo, ya que siendo él catalanísimo, sus abuelos eran murciano ¡pues, claro, y tan murcianos que no pudieron sacudirse el Sánchez!) trata de la guerra de sucesión en Cataluña, donde, como es sabido, los catalanes fueron vencidos por el imperialismo borbónico. En declaraciones a «La Nueva España», Sánchez Piñol confiesa que escribió su libro en español porque «le salió así», aunque el título va en latín, que era la lengua común de Cataluña después del catalán hasta el invento portentoso del inglés como segunda lengua reivindicativa. Y Sánchez asegura que al general Villarroel, de padre gallego y madre asturiana, «lo han utilizado para decir que los castellanos nunca han odiado a los catalanes». ¡No solo Villarroel, sino españoles mucho más ilustres, como Cervantes, que en el capítulo LXXII de la segunda parte del «Quijote» califica a Barcelona como
archico de cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos, correspondencia grata de firmes amistades, y, en sitio y en belleza, única
y Quevedo, pese a que no le eran los catalanes simpáticos, reconoce sus agravios:
Cataluña, lastimada con marciales desafueros, suplicando por sus fueros está ya desaforada.
En fin, Sánchez Piñol resume que desde el 11 de septiembre de 1714 el catalanismo es sinónimo de libertad y el régimen borbónico de tiranía.
Espero que Rajoy lea de paso otros libros que complementen su conocimiento de la guerra de Sucesión, en la que los catalanes sitúan la justificación de sus ansias independentistas, porque, en primer lugar, esa guerra no fue de los borbones controla libre Cataluña sino una guerra europea desarrollada en suelo español. Esta guerra, según Henry Kamen, «tuvo una escasa repercusión inmediata en los acontecimientos de la península». A lo mejor a los catalanes les «presta» haber intervenido en una guerra internacional, pero lo cierto es que su actuación fue muy secundaria y salieron escaldados. Por lo demás los catalanes acostumbran a olvidar, en su fervor por el bando del archiduque (que garantizaba la «autodeterminación de Cataluña», según afirma un autodenominado historiador), que sus tropas bombardearon Barcelona en dos ocasiones y la sitiaron en 1705 hasta su capitulación el 22 de octubre. De haber sido los barceloneses tan partidarios de la causa aliada no hubieran sido necesarios dos meses de asedio. Tampoco se tiene en cuenta, según la historiografía catalana separatista, que a la mayoría de los españoles, entre los que se encontraban los catalanes, les daba poco más ser gobernados por un Borbón o un Austria: «Los parvos medios defensivos españoles explican en gran parte mucho más los triunfos aliados que una pretendida preferencia popular por Carlos III (es decir, el archiduque)», afirma Kamen, entre otros.
Lo más formidable del renacido entusiasmo de los catalanes separatistas por el archiduque de Austria se basa en una absoluta falsedad, pues, según ellos, la causa austriaca representaba la libertad, la democracia, la «autodeterminación» (término que no aparece hasta la segunda mitad del siglo XX), es decir, todas las grandes virtudes que adornaban a los monarcas de la Casa de Austria del siglo XVII: a aquella sucesión de zopencos inútiles y oscurantistas llamados Felipe III, Felipe IV y Carlos II, en tanto que la Casa de Borbón era retrógada y enconada enemiga de la «autodeterminación» de los «pueblos libres». En fin: imaginemos una España gobernada por los Austrias a lo largo del siglo XVIII. Al menos, la monarquía borbónica fue un factor importante de la modernización de España. Y, por otra parte, vacante el trono del imperio, el archiduque, resignándose a no poder ser Carlos III, volvió a Austria como Carlos VI, llevando consigo como consejero al asturiano cardenal Cienfuegos.
La guerra de sucesión fue una de los episodios más desconocidos de la historia patria. Los separatistas catalanes la falsean desvergonzadamente y el resto de los españoles la ignoran: a lo más, la confunden con la guerra de secesión norteamericana. No fue una guerra romántica como la de Carlos Eduardo por reponer a los Estuardos en el trono de Inglaterra, ni escribieron sobre ella autores como Walter Scott y Stevenson, sino el honesto y un poco rutinario marqués de San Felipe, ni el partidismo de los catalanes alcanzó las alturas épicas de los clanes escoceses. Fue una guerra de las potencias aliadas contra la hegemonía francesa, en la que los intereses de los catalanes, y de toda España, importaron bien poco.
Y, en fin, esa guerra no solo se libró en Cataluña, como podría suponerse por el entusiasmo con que los separatistas la consideran. También tuvo por escenario otras provincias, entre ellas la nuestra, siendo asunto del libro «La Guerra de Sucesión y Asturias», de Evaristo Martínez Radío, publicado por KRK en 2009. Hasta ahora, ciertamente, poca atención se le prestó a la participación asturiana, muy escasa, en esa guerra. El Principado acató desde el principio al duque de Anjou, futuro Felipe V, mostrándose en consecuencia partidario de la modernidad representada por los Borbones frente al oscurantismo austríaco. En 1706, cañones lejanos resuenan en Asturias (según titula Radío uno de sus capítulos). La situación defensiva de Asturias era mala, pero aquí no se libraron batallas. El 9 de julio de 1706 los asturianos comunican a Felipe V su fidelidad y solicitan ayuda para su defensa. De dos opciones escogimos la mejor. Podría ser una lectura complementaria para Rajoy este libro de Radío.
La Nueva España · 24 agosto 2013