Ignacio Gracia Noriega
Una guerra sin literatura
Las fuentes documentales españolas sobre la Guerra de Sucesión, en la que intervinieron ejércitos extranjeros entre 1700 y 1715 son prácticamente inexistentes
Hace muchos años proyecté escribir una novela sobre la guerra de Sucesión española, seguramente afectado por la fascinación que me produjeron novelas como «Henry Esmond», de Thackeray, y «El señor de Ballantrae», de Stevenson. Como paso previo procuré reunir toda la documentación a mi alcance sobre aquel conflicto, que tuvo lugar en tierras españolas pero con intervención de ejércitos extranjeros entre los años 1700 y 1715 y quedé sorprendido por la escasez, prácticamente por la insignificancia de las fuentes documentales españolas. Todavía no se había publicado «La guerra de Sucesión yAsturias», de Evaristo C. Martínez Radío, y es posible que el propio Martínez Radio no hubiera nacido aún.
Leí las memorias del marqués de San Felipe, que me facilitó Santiago Melón con la aclaración de que «esto es lo que hay y poco más», y, en efecto, libros aparecidos poco después como «La guerra de Sucesión en España, 1700- 1715», de Henry Kamen, no aportan novedades bibliográficas. El propio Martínez Radio no incluye bibliografía en su libro, sino un «apéndice documental», lo que no deja de resultar raro en una obra rigurosa como ésta.
En cuanto a Henry Kamen, tengo la impresión de que es un cantamañanas.Vino un año a los cursos de La Granda y montó un número bastante tonto porque supuso que se había intoxicado. Aveces en La Granda sucedían cosas pintorescas. Durante un seminario sobre monoteísmo, una hermana del ministro Almunia, conversa al islam, se negó a comer en la comida del día de la clausura en la que es preceptivo la fabada alegando que aquel plato bárbaro contenía jalufo; a su lado, el gran rabino don Samuel Toledano comió con buen apetito el plato condimentado con el animal impuro y repitió, y Juan Velarde le dijo a la Islámica conversa: «Pues usted se lo pierde, señorita». Y le sirvieron una tortilla «a las finas hierbas». En otra ocasión. un reconocido teólogo aseguró que había fantasmas en su habitación, que le movían la cama y le retiraban las sábanas y las mantas. Se especuló si no sería el alma en pena de Franco, que según la leyenda durmió alguna noche en el edificio. Yo dormí en ese cuarto y no pasó nada, y eso que esperaba que se me apareciera Franco para que me dijera: «Vete a la redacción de "El País" y diles que soy más rojo que Felipe González», como en un cuento de Medardo Fraile: pero no hubo manera. En fin, los libros de Kamen sobre la Inquisición y la guerra de Sucesión no mejoran la impresión que me produjeron el autor y su supuesto envenenamiento.
De las memorias del marqués de San Felipe saqué la conclusión de que durante aquella guerra hizo mucho frío y nevó mucha sobre todo en 1709. Siempre que hay guerra en España nieva: la toma de Teruel durante la pasada guerra civil se efectuó entre nevadas tan grandes como en el asalto a Quebec durante la guerra de la Independencia norteamericana. De las batallas de Teruel escuché historias espeluznantes de personas que intervinieron en ellas, en las que participaron muchos asturianos. La nieve es un elemento literario de primer orden, pero como no encontraba apoyatura histórica suficiente y Asturias apenas figuraba en los anales de aquella guerra, y como además «El señor de Ballantrae» ya estaba escrito, desistí del proyecto. Por lo demás, la guerra de Sucesión, sin duda por falta de literatura, no poseía la aureola romántica de las pretensiones jacobitas al trono de Inglaterra sobre las que melaron autores de la talla de Walter Scott, Thackeray, Stevenson. El fracaso de la alma intentona del encantador Carlos Eduardo por devolver la corona inglesa a la Casa de los Estuario tiene una dimensión literaria, romántica, épica sentimental espléndidas. La derrota de Culloden dio al traste definitivamente con sus ilusiones y el buen príncipe Carlos Eduardo, después de vagar por las colinas y las islas, se refugió en el continente al que aportó un tesoro: el «drambuie», esencia del whisky que el fue facilitada como muestra de fidelidad por un partidario inammible. el capitán McKinnon. De esta derrota arranca la trama fabulosa de «El señor de Ballantrae», la mejor novela de aventuras jamás escrita. Sobre la guerra de Sucesión no hay nada parecido. El archiduque, a pesar de su título imponente, no era una figura romántica y no vamos a comparar a los catalanes con los clanes escoceses. La guerra de Sucesión queda como un episodio de las luchas entre las potencias aliadas contra Francia por la hegemonía de Europa y en el que la «autodeterminación» de Cataluña importaba un pepino. «La guerra de Sucesión española no es historia interna de España», afirma Arséne Legrelle, citado por Kamen. Claro que como los separatistas catalanes no se consideran españoles, a lo mejor creen que tenían algún pito que tocar en la estrategia de las potencias aliadas. ¡Pobres! Lo cierto es que la nueva interpretación de esa guerra a la luz del separatismo es algo peor que una falsificación: es una estupidez, pues si los Borbones representaban el centralismo, el archiduque no representaba la democracia, como se dice ahora, sino a la envejecida, decadente, agotada y nefasta Casa de Austria, cuyos últimos reyes fueron bochornosos: el más grande, Felipe IV, según Quevedo, grande como los hoyos, que mayores son cuanta más tierra les quitan.
Carlos II, el último de los Austrias, que designó su heredero al duque de Anjou, futuro Felipe V, era un pobre diablo a quien se apellida el Hechizado. Sobre sus hechizos, en los que hubo participación asturiana importante, escribió Tuero Bertrand el libro «Carlos II y el proceso de los hechizos». En Cangas de Tineo, hoy de Narcea, había un convento de dominicas recoletas, varias de las cuales eran posesas y su capellán, Antonio Álvarez Argüelles, andaba en tratos con el demonio. Aquella corte que pocos años después representaría «el progreso» y la «democracia», acudió al capellán y a las posesas para que resolvieran los hechizos del rey, y de este modo las monjas de Cangas del Narcea tuvieron un poder sobre el pobre Carlos II no inferior al de sor Patrocinio sobre Isabel II y Rasputín sobre la última zarina. Incluso le recetaron un tratamiento: beber en ayunas medio cuartillo de aceite bendito, que, según Manuel Fernández Álvarez, «a punto estuvo de acabar con el rey a las primeras de cambio». Como es lógico, el Hechizado no curó y se fue para el otro mundo dejando en éste un conflicto de proporciones internacionales.
La guerra que siguió a su conflictivo testamento apenas tuvo presencia en Asturias que, desde los primeros momentos, se puso de parte de Felipe V; y siendo una guerra en la que la intervención de la marina no fue importante, las únicas amenazas que se percibieron en el Principado fueron por mar. La participación asturiana en esa guerra fue más bien epistolar. Los asturianos enviaron a FelipeV numerosas cartas, ratificándose en el apoyo a su causa y solicitando anida militar, sobre; todo para la defensa de las costas. muv desguarnecidas. Los apoyos fueron aceptados pero las ayudas no fueron atendidas.
La guerra de Sucesión fue la primera guerra importante que se desarrolla en territorio español desde la toma de Granada. Mal asunto: los imperios jamás consienten guerras dentro de su casa. Aunque aquella guerra la libraron potencias extranjeras. Francia de una parte, y de otra la Gran Alianza encabezada por Inglaterra, y en la que se integraban Austria, las Provincias Unidas y Portugal, era evidente que España había dejado de ser un imperio y tan solo ofrecía su territorio a una partida en la que se ventilaban intereses ajenos. Ahí perdimos Gibraltar, pero menos con los Borbones la monarquía antes decrépita se abrió a una cierta modernidad.
La Nueva España · 31 agosto 2013