Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Oro del Rhin

Del mismo modo que ya nadie hace chistes con la pintura de Picasso, Wagner, uno de los grandes del XIX junto a Darwin, ha sido asimilado con la cultura respetable, con la que no es de buen gusto discrepar

Es muy ilustrativo del espíritu de Oviedo que una ciudad operísticamente italiana se haya adelantado en España a la celebración del bicentenario de Wagner programando «El oro del Rhin», primera parte de la tetralogía de «El anillo del Nibelungo». Por lo que hay que felicitar, entre otros, a Jaime Martínez como cabeza de los Amigos de la Ópera, por haber llevado adelante, y con éxito, lo que Cosme Marina denomina «La hermosa aventura de El anillo wagneriano en el Campoamor», a pesar de «las dificultades para sacar adelante una empresa de esta envergadura». No entraremos en cuestiones técnicas y musicales, analizadas con detalle en este periódico, ni en la mayor o menor espectacularidad o adecuación del montaje. Como todo montaje original que se precie, el de «El oro del Rhin» es una propuesta ideológica, como señala Guillermo García Alcalde: «Al final, los dioses no ascienden al Walhalla. Bajan a la platea, rodean al público y desaparecen en el vestíbulo. Su reino es de este mundo pero lo entienden tarde. En escena aparece repetidamente una imagen fetal que anticipa la caída humana del universo protohistórico, pervertido por las luchas de poder y codicia de los dioses, los gigantes y los enanos nibelungos, razas que se extinguen bajo la maldición del oro (cultura, leyes, justicia) robado al Rhin». Es el preludio de la caída de los dioses, anunciada ya, en otro escenario, claro es, en los versos finales de «Prometeo encadenado» de Esquilo. Los dioses no ascienden al Walhalla por el arco iris (un tema importante de la mitología artúrica: pasar al Otro Mundo sobre el filo de una espada, por una estrecha franja de luz), sino que se pierden entre el público del patio de butacas (es impresionante Wotan con la lanza cantando en medio del pasillo), salen al vestíbulo y razonablemente una vez en la calle se dirigirán a la Escandalera o al hotel. En el hermoso filme «Lola Montes» de Max Ophüls, el plano final muestra al público saliendo del teatro, lo que produce la impresión en el espectador de la película de que él era público del lujoso y sórdido espectáculo orquestado látigo en mano por Peter Ustinov. La solución de la escena final de «El oro del Rhin» concebida por Michal Znaniecki, corresponde a un orden democrático muy actual: los dioses que reinaban sobre el escenario se funden con el público igualmente democrático (ni un solo espectador vestido de gala, la mayoría de las señoras con igualitarios pantalones y algunos caballeros sin corbata, según ese principio de moderna elegancia de llevar barba de tres días traje o al menos americana con la camisa abierta), y salen del teatro como unos minutos más tarde lo harán los restantes espectadores. De pronto los cantantes se vuelven espectadores al tiempo que los dioses dejan de serlo. Vivimos, en fin, en un mundo humano, menos grandioso y de inferior calidad.

La escenografía a base de cajas transparentes y de proyecciones de aguas envolventes, arañas, muros, telarañas es sobria y eficaz aunque desalienta un poco a quien tenga la nostalgia de Wagner como un romántico barroco: mas solo en contados momentos da el escenario la sensación de ser una tienda de lavadoras o neveras. Las nuevas tecnologías al servicio de la representación son «el futuro para poder representar muchas óperas con escenografías imposibles de realizar en la mayoría de los escenarios de los teatros», según escribe, razonablemente Carlos Abeledo. Las nuevas tecnologías visuales «pueden ser de gran ayuda para las artes escénicas en general y para la ópera en particular», siempre, añadimos, que no se dependa en exceso de ellas, porque no hay nada que envejezca más rápido que las llamadas «nuevas tecnologías», que como cualquier otro producto de la «industria cultural» tienen caducidad vertiginosa para la buena marcha del negocio. Tampoco incorporar las técnicas visuales a las representaciones escénicas es novedad. Sergei M. Eisenstein, que procedía del teatro, dirigiendo un montaje consideró oportuno filmar unas escenas que sirvieran de telón de fondo y así nació el cineasta de «El acorazado Potenkim», «Alexandr Nevski» e «Ivan el Terrible». La visualidad en el teatro puede ser obstáculo para los aspectos auditivos, la palabra en el drama y la música en la ópera. Los desmesurados montajes escénicos en la actualidad (todavía recuerdo con horror una representación de «Un baile de máscaras» en el Campoamor), le conceden a los aspectos visuales casi tanta importancia como a los sonoros y el director escénico es casi más importante que el director de orquesta, lo que tal vez justifique la insinuación de Montale de «abolir, sin más, la figura del director artístico». Lo que hoy es más válido que hace sesenta años para avanzadísimos montajes de óperas. Pero Wagner, a partir de «Rienzi», no escribió óperas, sino «dramas musicales», conjunciones de palabra y música, que, según su propia definición, son «actos musicales hechos visibles».

Wagner y Darwin fueron las dos gigantescas figuras del siglo XIX más aplaudidas y denigradas, y tal vez les hayan hecho más daño los defensores a ultranza que los airados atacantes. A Darwin se le solía representar bajo los rasgos de un mono (su aspecto físico ayudaba a los detractores) y a Wagner dirigiendo las baterías pesadas durante el sitio de París por los prusianos. Durante mucho tiempo Wagner venía a significar ininteligibilidad y estruendo. Valle Inclán afirmaba por boca del marqués de Bradomín que dos cosas resultaban para él incompresibles, el amor de los efebos y la música de ese teutón a quien llaman Wagner. Hoy las cosas han cambiado muchísimo incluso en la más inamovible de las instituciones, en la que el sumo pontífica ya no es un sacerdote hierático o un riguroso intelectual europeo, sino un demagogo argentino, por lo que «el amor de los efebos» es uno de los atractivos de la «industria cultural» y la música de Wagner, tan germánica y desmesurada, ha sido domada por las conveniencias comerciales. De la misma manera que ya nadie hace chistes sobre la pintura de Picasso, se asimila a Wagner como «cultura respetable», con la que no es de buen gusto discrepar: a este paso, y en versiones reducidas, con menos maestros y menos estruendo, y las proyecciones facilitando los montajes, Wagner pasará a ser un producto cultural incluso amable, sin que se tenga en cuenta ni importe tal vez que se trata del único artista moderno que agarró al mito por los cuernos y luchó contra él como Jacob con el ángel: la noche de lucha wagneriana se prolongó durante más del cuarto de siglo que tardó en componer la tetralogía.

Nadie como él entendió que el teatro es rito y que en el espectáculo total al que aspiraba eran indispensables la fusión de la música y la palabra. Porque Wagner, lo que olvidan incluso los profesores de Literatura, eran tan poeta como músico, aunque en poesía no esté a la altura de Esquilo, de Shakespeare o de Calderón, como él aspiraba. Pero recogió y unificó los grandes mitos, el del Holandés errante, el de la busca del Grial (en la versión germánica de Wlofram von Escenbach, en lugar de las más artúricas de Chretíen de Troyes y sir Thomas Malory), lo que significa una empresa literaria y crítica. Si las tres brujas anuncian su destino a Macbeth, las tres hijas del Rhin hacen su peculiar profecía al nibelungo Alberic. Desde Eurípides, que saca en escena a un dragón en «Medea», nadie se había atrevido a sacar otro dragón hasta Wagner. Hasta él, el mito era entendido como metáfora. La grandeza de Wagner obedece a que entiende el mito como mito, y para crear el nuevo mito de la teatralogía fue necesaria una «unidas menos dramática que épica y sinfónica», según Deathridge y Dalhaus. De esa unidad férrea hemos presenciado en el teatro Campoamor el primer movimiento.

La Nueva España · 28 septiembre 2013