Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

La luz y otras menudencias

Ante la subida del recibo eléctrico y los planes del Congreso para retrasar una hora los relojes con el objetivo de aprovechar mejor la jornada y favorecer la conciliación de la vida familiar y laboral

La luz se ha puesto de actualidad por doble motivo. De una parte, se ha producido la cuarta subida en lo que va de año, lo que elevará el recibo un tres por ciento a partir de este mes: es la mala noticia. La buena, producida dos días más tarde, es que el Congreso estudiará retrasar la hora en España para aprovechar mejor la jornada y favorecer la vida familiar. «No se trata de trabajar más horas, sino de hacerlo de manera inteligente», avisa el coordinador en Asturias de la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles. De lo que se deduce que hasta ahora no se trabajaba de manera inteligente en este país; lo que tal vez sea cierto. La opinión generalizada en el extranjero, y de manera especial entre los ciudadanos que votaron a la señora Merkel, es que aquí no se trabaja de manera inteligente ni de ninguna manera. Cuando hace muchos años visitó España el alcalde de New York, quedó asombradísimo de lo bien que se vivía aquí y de lo poco que se trabajaba. Se trabaja tan poco que hasta queda tiempo para hacer asociaciones con los objetivos más peregrinos. Uno de ellos es la racionalización de los horarios españoles. ¿Se necesita una asociación para decidir que los horarios son irracionales? Si lo son, que se cambien. O merecerían ser cambiados si esta sociedad en la que estamos se guiara por criterios de racionalidad.

Pero como la racionalidad no abunda, no creo que vayamos a mejorar en ese aspecto sólo a causa de un cambio de horarios. Otra cuestión es que atrasando 60 minutos los relojes de forma permanente se conciliará la vida familiar con la laboral. Esto no me lo creo. Si hay un horario laboral de tantas horas y otro escolar de otras tantas y uno y otro coinciden, no sé cómo podrán los padres «disfrutar más tiempo de los hijos», y los hijos tendrán más tiempo para aburrirse con sus padres En cual-quier caso, que se apele a la revitalización de las rutinas de la vida fa-miliar para justificar un cambio de horario es, cuando menos, emocionante en un país en el que prácticamente todo el mundo está divorciado. Y si no lo creen, vean cualquier película española «progre» (o qué digo: todas las películas españolas son «progres»), donde la mamá vive en Madrid y el papá en Majadahonda, y el amigo de mamá es un señor muy simpático que los fines de semana que le corresponden va a buscar al vástago que tuvo con la otra para «disfrutar» de él y tanto va el cántaro a la fuente que acaba «disfrutando» también de la ex legítima. ¿Se produciría en ese caso un adulterio? Sería una cuestión muy interesante para que diluciden nuestros adelantados moralistas actuales como Trueba y Colomo, ya que no Almodóvar, porque tengo entendido (nunca vi una película suya) que en sus «matrimonios modernos» no hay niños ni puede haberlos.

Una vez más el Gobierno se permite propone medidas que tienden a la mejora de la vida privada. Lo que convierte la democracia en algo esplendoroso es que todo lo hace por nuestro bien, de manera que ¿cómo vamos a criticarla, aunque recorte nuestras libertades individuales con tanta desfachatez como arbitrariedad? Me refiero a otro «asunto del día» como el de que se va a permitir fumar en los casinos que dice que va a abrir en Madrid un inversor norteamericano. Yo no digo que esta permisividad signifique renunciar a la soberanía nacional como han protestado algunos, sino que es indignante. Hasta ahora sólo se podía fumar en las cárceles y en los psiquiátricos; ahora también en los casinos de determinado señor (no en los casinos propiedad de otros señores). ¿Se debe a que se supone que quien frecuenta un gran casino es un delincuente o un loco o a que, como escribió don Francisco de Quevedo, «madre, yo al oro me humillo»? El Gobierno, si autoriza el tabaco en Eurovegas y continúa prohibiéndolo en todos los demás lugares cerrados e incluso al aire libre si hay un tabique en las cercanías, además de demostrar incoherencia, ofrece un motivo más para la indignación popular. Se le presenta una oportunidad de oro para autorizar el uso del tabaco: que su prohibición sea decidida por los dueños de establecimientos que consideran más importantes la limpieza del ambiente que el servicio al cliente tabaquista, y por nadie más. El Gobierno no tiene derecho a meterse en la vida privada de nadie ni de preocuparse de quién fuma y quién no lo hace. Pero como se prohíbe el tabaco «por nuestro bien», nadie se atreve a protestar en serio.

El hombre moderno, electrónico, socialista y pragmático, deportista y laico, desprecia la libertad, situándola entre los trastos inútiles, como la poesía y Dios. Para compensar, cree que cree en los adelantos científicos, en el progreso rectilíneo, en internet y en que hablando inglés va a tener mejores perspectivas laborales y haciendo deporte no va a envejecer... de momento. Es lo que le queda: la irrealidad electrónica, el sudor del gimnasio, la decrepitud del cuerpo.

Vivimos en una época prohibicionista. Por nuestro bien, no lo olvidemos, así que tenemos que estar agradecidos al Gobierno vigilante y benefactor, y quien se considere perjudicado, que se aguante. En el Fontán se arremete contra la hostelería alegando que hay un par de mesas debajo de los soportales obstruyendo el paso de los peatones. No sé si se atenderán las razones del hostelero Ramón Fernández, uno de los clásicos de Oviedo y trabajador ejemplar, que creó uno de los buenos restaurantes de la ciudad gracias al esfuerzo de muchas décadas. Ahora todo eso puede venirse abajo porque a una señora no le gustan las tenazas. Seguramente añora el Fontán de antes, ruinoso, tétrico y oscuro; porque si el Fontán tiene tan buen aspecto hoy se debe a la utilización de la plaza y de los soportales por parte de la hostelería.

Volvamos a la luz. El siglo XIX fue un siglo de inventos formidables y uno de los más sobresalientes fue la electricidad, por lo que la llegada de la electricidad constituyó un acontecimiento histórico. Don Valentín Andrés Álvarez asistió a ese prodigio desde su casa de Grado, siendo muy niño. Hasta entonces las casas se iluminaban con candiles o con quinqués. Don Valentín recuerda aquel atardecer en que encima de la mesa del comedor permanecía el quinqué apagado. Entró entonces el padre, y con un gesto que suponemos solemne, pulsó un botón y se encendió la bombilla eléctrica y a partir de entonces el quinqué desapareció de la vida cotidiana. De este hecho trascendente, don Valentin sacó una conclusión muy oportuna: «El paso del siglo XIX, liberal, romántico y bohemio, al XX, socializante y centralizador, lo presenciamos muchos de mi edad como un acontecimiento casero, un día, o mejor una noche, en que ocurrió en nuestra casa misma y delante de nosotros, sin que nadie se diera cuenta, la muerte de una época y el nacimiento de otra»; pues, continúa don Valentín, «el quinqué, la luz que hace uno mismo en su casa, es individualismo puro, mientras que la bombilla nos en-chufó a todos a una central».

Un cuarto de siglo más tarde, el poeta Ángel González, siendo también niño, asiste en Oviedo a otro hecho trascendental relacionado con la luz. Todos los días, a la caída de la tarde, subía un hombre calle de Toreno arriba con una larga vara que utilizaba para encender el gas de los faroles. Una tarde no se presentó el farolero y la luz se hizo automáticamente: había nacido el alumbrado público eléctrico. Y como los niños, al no ver al farolero, no sabían cuándo era la hora de regresar a sus casas, los padres de Ángel le compraron un reloj. De este modo, dos asturianos certifican el final de las libertades y el individualismo de la infancia. Don Valentín vio claro que con la luz eléctrica quedaba enchufado a una central; Ángel, con su primer reloj, quedó atado al tiempo. Y, en tanto, el quinqué y el farolero se perdían para siempre en el horizonte del crepúsculo. Produce honda melancolía, casi tristeza, recordar aquel viejo quinqué en el desván, aquel farolero que no volvería a subir la calle de Toreno.

La Nueva España · 5 octubre 2013