Ignacio Gracia Noriega
El último romántico
Un repaso a la vida y la obra del escritor Jesús Evaristo Casariego, al celebrarse ahora el centenario de su nacimiento, a través de su novela de 1944 «El mayorazgo navegante»
Aprovechando una tarde del dorado otoño y haciendo un alto en la lectura de Gigny, ese gran poeta olvidado, releo «El mayorazgo navegante», por recordar a su autor, J. E. Casariego, con motivo del centenario de su nacimiento. La novela presenta una portada esplendorosa de amarillo oro en la que se distribuyen cuatro rostros femeninos de época, una casona con ínfulas de palacio, un velero de tres palos y en el centro un oficial de la Marina del siglo XIX, el tricornio en la mano derecha, la izquierda reposando indolente en el pomo de la espada y la cabeza excepcionalmente pequeña y bajo sus botas un faldón rojo con el subtítulo en letras blancas: «Una historia romántica de pasiones, de mares y de fantasmas», y en la contraportada un altivo escudo heráldico y el lema «La pluma non embota el fierro de la lanza nin face floja la espada en la mano del caballero», y, en contraste a tanta grandeza, en el extremo inferior derecho la constatación mercantil: «Precio: 10 pesetas». La novela está fechada «en la casona de Barcellina, Luarca (Asturias), frente al mar de España. Otoño de 1944» y consta en el colofón que se terminó de imprimir en Madrid el 21 de octubre de 1944, aniversario de la batalla de Trafalgar. Y como cierre: «Laus Deo». ¿Habrá alguien que dé más por un libro de diez pesetas (de 1944: una cantidad considerable)? Y eso que todavía no les conté lo que se desarrolla entre sus amenas y variadas páginas.
Este libro tiene también su historia. Fue de los primeros que leí. Lo encontré en un armario de mi madre, entre «La perfecta casada» de fray Luis de León y «Santa Rogelia» de don Armando Palacio Valdés dedicado, con la enérgica y puntiaguda letra de su autor, a mi Primo Juan Amieva Mijares, que pasaba el verano de 1947 en la tierra de sus mayores, viviendo a lo grande, como los indianos de aquella época, y cuyo timbre de gloria fue haber visto torear a Manolete en Santander su anteúltima corrida No sé cómo habrá conocido a Casariego ni, muchos años más tarde, Casariego se acordaba de él, pero al regresar a México olvidó el libro y yo, con 8 o 9 años, en esa época en la que se lee todo, lo leí como lo que era: una novela de aventuras en la que había demasiadas historias de amor.
Conservé el libro con cariño hasta que se quemó con la biblioteca de Ramón Cavanielles, pues se lo había prestado a su esposa, Isabel; pero don Jesús Evaristo me facilitó otro ejemplar fechado en 1988 con la melancólica constatación: «Cuarenta y cuatro años después» (de su publicación). En nota manuscrita el autor añadía que de él se hicieron tres ediciones, que estaba totalmente agotado y que fue traducido al francés por Jean Pierre Bourbon. Releído el libro y habiendo conocido a su autor, hoy «El mayorazgo navegante» me parece un sueño o un anhelo más que una novela convencional. El protagonista don Juan de Villabrille, señor de Riofelle, cuyo mote de armas era «Nadie brilla como Villabrille», procede del marqués de Bradomín, pero superándolo; pues si el noble gallego era «feo, católico Y sentimental», Villabrille tenía alma teológica dentro de un cuerpo de libertino. Como Juan Van Halen, el «oficial aventurero» de Baroja, anduvo por las Rusias, pero pisando mucho más fuerte. Incluso lo comparan con lord Byron, pero ya quisiera el cojitranco inglés tener la apostura del aventurero asturiano, marino y legitimista, como Casariego manda, pero que responde con orgullo al propio don Carlos cuando le promete un condado como reconocimiento de sus servicios: «Señor, el mayorazgo de Villabrille es uno de los más viejos linajes de ambas Asturias y ha dado nobleza a muchos títulos de Castilla».
Por otra parte, no hay mujer que se le resista, «indias, mestizas, criollas y europeas de distintas razas, ricas, nobles y plebeyas, cultas e ignorantes, refinadas y vulgares». Además de conquistador, era un repoblador. Como un James Bond de la época romántica, emprende arriesgadas misiones secretas al servicio de su patria primero y del rey legítimo después, y deshace todas las camas que encuentra a su paso. Tiene amores con una princesa rusa, con una cantante de ópera húngara y con una mujer vestida de hombre que resulta ser, agárrense para no caerse, ¡George Sand! Amor éste sólo pasajero, pues eran muy distintos: él pecaba con temor de Dios y dolor una vez cometido el pecado mientras ella lo hacía con «calculado raciocinio, ensoberbecido y pedante». Además, mata a un oso y tiene dos duelos con el mismo príncipe ruso: en el primero, a espada, lo deja maltrecho; en el segundo, con pistola, le vuela la cabeza. Siempre que se asistan velas inglesas en el horizonte don Juan se lanza contra ellas y las dispersa. Este Villabrille es el Casariego que don Jesús Evaristo hubiera querido ser. Fanfarrón y tronitonante, Casariego, en realidad, no había salido del cuarto de los niños, como decía Chesterton de Stevenson. Era un alma infantil llena de poderosas nostalgias: el mar, los uniformes, las damas de antaño, los títulos nobiliarios, el sabor de lo antiguo, las causas perdidas. Pocas novelas se habrán escrito tan claras, tan autobiográficas, tan definitorias de la mentalidad del autor. Casariego dice de Villabrille («él debiera haber nacido trescientos años antes. Entonces hubiese sido un descubridor de ínsulas y costas firmes, de un conquistador de tierras, tesoros y mujeres, para morir arrepentido, haciendo penitencia en un convento») lo que Agustín de Foxá dijo de él:
Tú debiste ser un noble cazador de la montaña de otro tiempo; asar un oso en el fuego de tu hogar; gobelinos de hilo de oro en tu tienda de campaña y tener un mayorazgo navegante sobre el mar.
También en el aspecto político Villabrille le es fiel a Casariego. Admira las autocracias de Rusia y Prusia y desprecia los sistemas liberales de Francia e Inglaterra, que para colmo reconocen el Gobierno de la usurpadora Isabel II y, por si fuera poco, Inglaterra resistió a la Invencible, nos derrotó en Trafalgar y su pendón ondea sobre Gibraltar. ¡Pueblo de herejes, de mercaderes y de piratas! Casariego no los sufría con calma y contemplaba con tristeza e indignación lo que «aquella chusma compuesta de rebeldes, de ingleses y de desertores de nuestro Ejército de América» hizo para arrebatarnos las colonias americanas, a pesar de que andaba por allí Villabrille para plantarles cara, pero no fue suficiente y, siguiendo su ejemplo, Casariego no pudo reconquistar Gibraltar, pero aventó de un puñetazo la enseña de la pérfida Albión situada sobre la ventanilla de caja de una sucursal bancaria.
Casariego amaba los barcos, los marinos de guerra, los blasones y los títulos nobiliarios. En sus páginas resuenan las palabras marineras y heráldicas, además de otras de dorado sabor antiguo como pavana, miriñaque, clavicordio, etcétera. Pero la que más repite es «romántico». Pretende ser, casi mediado el siglo XX, la novela de «la mar romántica»:
Por esa mar romántica, tan próxima, hay bergantines mudos de negreros.
Si prosa, apasionada y elocuente, no es narrativa, y las mejores páginas son las que evocan el ambiente aldeano y otoñal de la segunda parte, titulada «Intermezzo y pastorella». Como prosista no llega a Valle-Inclán ni como narrador a Baroja, pero ambos están presentes en sus nostalgias de niño grande y soñador. Su romanticismo es legítimo épico y tal vez sea hora de reconocer que Casariego fue un poeta (y un buen poeta en verso por encima de la mucha morralla que escribió), cuya mejor obra literaria es él mismo, el personaje que inventó y en el que vivió. Fervoroso de títulos nobiliarios y blasones, de mayorazgos y veleros, al final admiraba cualquier titulación aunque fuera la burocrática y burguesa de doctor en Derecho. Vivió fuera de su tiempo. Fue el último romántico.
La Nueva España · 19 octubre 2013