Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

El árbol rojo

El otoño, que comienza en las montañas y tarda en llegar a las playas y acantilados, se anuncia en los bosques, como si hubiera llovido polvo de óxido sobre las copas

El otoño se anuncia con un afinamiento del aire: soplan vientos ligeros y las proximidades del bosque huelen a frutos en sazón. Ruedan camino abajo los primeros erizos de las castañas ya desde filiales de agosto; no tardarán en caer las manzanas al camino: esas manzanas «coloradas del lado que les da el sol» y que llenan las ramas -e de los manzanos que asoman sobre la muda. Como pone en un letrero sobre un nogal en Santullano: «Este nogal tiene dueño». Pero, ¿de quién son los frutos y la leña que caen al camino? ¡Notable dilema, que dio motivo a una discusión en las Cortes de Cádiz entre los diputados asturianos, el canónigo Inguanzo, portavoz del conservadurismo reaccionario, y el futuro conde de Toreno, entones defensor de las ideas más liberales y avanzadas. Pero una cosa son las ideas y otras la leña, y en aquella ocasión Toreno hablaba como propietario, no como progresista, mientras que Inguanzo defendía que los aldeanos tuvieran leña para calentarse durante el invierno. Un buen ejemplo del abismo que separa la nobleza de las ideas y la mezquindad de los intereses. Desde la Revolución francesa acá hemos contemplado a multitud de redentores de la humanidad decididos a cambiar las formas de gobierno, a enarbolar los derechos populares como objetivo prioritario, a proponer humanitarias utopías, pero ¡que no les toquen la leña de sus fincas, hasta ahí se podía llegar!

Empiezan a caer las primeras hojas y en la espesura verde brota de pronto un resplandor claro. Aunque todavía no está el otoño en su esplendor, todavía, el bosque no se ha convertido en una maravilla pictórica. Como todas las cosas buenas, el otoño tarda en llegar y baja desde las alturas de las montañas hasta los valles interiores y desde aquí a las orillas del mar y se introduce bajo las aguas, formando un otoño submarino que la señora Rachel L. Carson describe de manera muy bella en su hermoso libro «El mar que nos rodea».

Uno de los primeros heraldos del otoño, para mí, es un árbol que se pone rojo frente a mi casa. Veo asomando su copa redondeada detrás de una colina redonda en la que trotan caballos y a veces pastan vacas con estruendo de cencerros. Antes en esta colina había más árboles, pero este otoño al dueño le dio por talar, y donde había árboles ahora se ve un poste de la luz. Un paisano con un hacha es peligrosísirno: nada digamos con una sierra mecánica. Lo que refuta la ilusión de los «asturchales» en fase delirante que se consideran celtas por puro voluntarismo, para no ser menos que los andaluces islámicos siguiendo las disparatadas teorías de un pobre diablo que pagó demasiado cara su triste bobería o que los catalanes franco-ingleses o los vascos del IRA. Sin embargo, aquí no hay ni rastro del celtismo: los celtas respetaban los árboles, los consideraban sagrados y parte de la sacralidad de la Naturaleza, mientras que el aldeano de las regiones arbóreas siente contra el árbol el mismo furor arboricida de los pueblos del desierto. Azorín enumeraba entre las formas de ser negativas del español el odio al árbol y el odio a la luz. Un español y un hacha, decía Víctor de la Serna, es la guerra: una guerra desigual, que siempre acaba perdiendo el árbol.

Este árbol rojo que digo no se hace notar durante el resto del año. Asoma su extensa y redonda copa verde detrás de la colina hasta que una mañana, de repente, aparece todo él rojo y brillante como si se hubiera cubierto durante la noche con el manto de un cardenal. Como yo veo la copa de este árbol al levantarme, me dan ganas de decirle: «Buenos días, otoño». Y el árbol, en agradecimiento del saludo, deja caer una de sus hojillas redondas, que trasladada por una leve brisa como si fuera un cartero llega dando vueltas en el aire hasta el jardín, para sorpresa de mi gato «Pelle», que husmea y la mira extrañado, se acerca a ella con precaución, y la toca con la punta de la pata: la hoja se mueve pero no quema, lo que alivia a «Pelle», que ha engordado y es un gatazo con grandes papos y prole muy simpática (un gatín amarillo cariñosísimo, una gatina negra con el morro blanco y otra gatina a rayas grises como papá -¿o Pelle» es su abuelo?- a los que, padre o abuelo desnaturalizado, no hace el menor caso y esquiva cuanto puede), y con un sentido muy preciso de las estaciones del ario. Sabe «Pelle» que las cosas cambian en la Naturaleza: la hoja roja sobre el verde del jardín es lisa con los bordes dentados; dentro de poco tiempo caerán hojas pardas y re-torcidas, que crujen al ponerles la pata encima como si fueran barquillos. Finalmente, vendrá el día en que el jardín, las colinas, las montañas y el valle se cubrirán de blanco y «Pele» entonces saldrá de casa con mucho cuidado, porque la primera vez que tocó la nieve, cuando era cachorro, el frío le quemó, retiró rápidamente la patina y volvió a toda prisa al porche y del porche al interior de la casa, a enroscarse en mi butaca y dormir mientras afuera seguían cayendo los copos blancos.

No sé qué árbol es este árbol rojo. Perdonen mi ignorancia: no distingo los árboles ni las estrellas. ¡Sabe uno tantas cosas inútiles e ignora las cosas importantes! Le pregunto a un amigo, ingeniero agrónomo, pero tampoco sabe. «Tendría que estar más cerca...». Y el árbol, durante diez o quince días, se manifiesta en su magnífico esplendor. Al cabo, empiezan a caer las hojas y deja al descubierto un haz de varas apiñadas y rectas que sin duda proceden de un tronco común que me tapa el redondeamiento de la colina. «Tal vez se trata de un arbusto...», suspira mi amigo. En tanto que caen las hojas de este árbol, sobre los castaños y robles de Sorribas, al otro lado del río, aparecen tonalidades ferruginosas, como si hubiera llovido sobre sus copas polvo de hierro oxidado. Los árboles, en otoño, son como las montañas. Acabamos de explicar que el otoño empieza a manifestarse en las alturas y tarda en llegar a las playas y los acantilados de la costa de la misma manera que los Reyes Magos invierten sus días en los nacimientos de antaño en hacer el camino desde el castillo de Herodes hasta el portal de Belén. En los árboles, el otoño empieza en la copa y termina con las hojas caídas alrededor del tronco.

Estamos en San Martín, el corazón del otoño. A partir de esta fecha central comienza la decadencia de la naturaleza que se muestra, como todas las verdaderas decadencias, en magnificencia fastuosa. Todo el bosque es otoño; como escribió un poeta olvidado, pero considerable, José Benito Buylla:

El otoño ha investido de su semblante el bosque.

San Martín es una de las grandes fiestas del otoño, sobre todo en Asturias, donde el santo obispo de Tours, patrono de los peregrinos franceses en la época de las peregrinaciones, es uno de los más repetidos en toda la toponimia asturiana. No sé si habrá otro santo, San Juan y Santianes tal vez, que iguale a San Martín como patrono de parroquias y nombre de aldeas, tanto en la costa (donde hay San Martín del Mar, en Villaviciosa) como en las montañas, en el extremo occidental como San Martín en Ribadeo, como San Martín en Parres, que se encara desde su altura el macizo occidental de los Picos de Europa. Por San Martín termina el año agrícola, se pagaban rentas y foros y se abrían y cerraban las servidumbres. Las primeras referencias al santo en Asturias se remontan al siglo IX, con las grafías de Martinus, Martino y Martín. Por estas fechas se hacen las primeras matanzas, siendo San Martín uno de nuestros san-tos gastrónomos, con San Antón y San Blas. Y por San Martín hace buen tiempo, según Elviro Martínez, como recompensa por haber partido su capa para cubrir a un pobre: para que el santo caritativo no pase frío.

La Nueva España · 16 noviembre 2013