Ignacio Gracia Noriega
El solsticio de invierno
La Navidad es la fiesta del último cambio estacional del año, extendida por toda la Tierra por el cristianismo, lo que propicia tanto imágenes de frío como estampas tropicales
Los solsticios y los equinoccios son los cuatro grandes goznes sobre los que gira el año solar, según Frazer (a quien recurriremos en más ocasiones a lo largo de este artículo), y están asociados a celebraciones agrícolas que se remontan al neolítico, luego paganizadas y finalmente cristianizadas en nuestro ámbito cultural. Estas celebraciones están en relación, las equinocciales, con la siembra en primavera y la recolección a comienzos del otoño, mientras las solsticiales celebran el sol en el momento de su máximo esplendor (solsticio de verano) y de su renacimiento (solsticio de invierno). El carácter culminante de estas dos fechas se revela en que son final y comienzo de algo muy importante para la marcha del universo: al día siguiente del solsticio de verano los días empiezan amenguar y al día siguiente del solsticio de invierno empiezan a crecer. Como es sabido, el solsticio es la época del año en la que el sol se encuentra en unos de los dos trópicos: del 21 al 22 de junio en el de Cáncer y del 21 al 22 de diciembre en el Capricornio. Como cesa de alejarse del Ecuador, da la impresión de que el sol se detiene. La noche del solsticio de verano, identificada con la noche de San Juan, celebrada pocos días más tarde, es la más corta del año y el día más largo, y en el solsticio de invierno sucede lo contrario: el día más corto y la noche más larga. Por el contrario, durante el equinoccio, al encontrarse el sol sobre el Ecuador, noche y día son iguales en todo el planeta, correspondiendo el de primavera al 21-22 de marzo y al 22-23 de septiembre el de otoño.
La Navidad es la fiesta del solsticio de invierno, extendida por toda la Tierra con el cristianismo, por lo que no dejan de resultar extrañas a los habitantes del hemisferio Norte, desde donde el cristianismo se difunde, celebraciones navideñas con escenografías tropicales cuando las de aquí son la nieve, la escarcha, las campanillas de los trineos y los abetos.
En realidad, esa escenografía a la que ya estamos habituados, es más protestante que católica, pero no deja de ser cristiana. Los dos solsticios son, por tanto fiestas solares asimiladas a grandes celebraciones antiquísimas cristianizadas: la de San Juan Bautista al sol en su esplendor y la Navidad al Nacimiento del nuevo sol. Refiriéndose a esta última, San Agustín apunta en «De Trinitate» que se celebra «cuando los días comienzan a crecer», confirmando que el Nacimiento del Salvador se produjo el 25 de diciembre y aclarando que en ella no se celebra el Sol, como los paganos, sino a quien lo creó.
El motivo por el que el Nacimiento se celebra el 25 de diciembre es complejo. Ninguno de los evangelistas precisa la fecha, y, por otra parte, hasta el siglo IV no hay indicios de esa celebración. San Juan Crisóstomo la introduce en Alejandría el año 375 y justifica la fecha del 25 de diciembre alegando que la iglesia romana poseía las actas del censo de Quirino que motivó el traslado de María y José a Belén, donde se produjo el nacimiento. Sin embargo, anteriormente la fecha del Nacimiento era el 6 de enero. Más los seguidores de Mitra, que continuaba compitiendo con el cristianismo, celebraban el Nacimiento del Nuevo sol en el solsticio y en Roma, por esas fechas, se celebraba el nacimiento del Sol Invictus. En consecuencia, el Nacimiento del Salvador se traslada del 6 de enero, celebrándose este día la festividad de la Epifania, al 25 de diciembre con el objeto de desplazar las fiestas mitraicas y las de Sol Invictus. Un escritor sirio cristiano, citado por Frazer, explica este traslado con claridad: «La razón por la que los Padres (de la Iglesia) transfirieron la celebración del 6 de enero al 25 de diciembre se debió a que era costumbre celebrar el 25 de diciembre el nacimiento del sol, encendiendo luminarias como símbolo de la festividad». A la medianoche del 24 al 25 de diciembre, los cristianos de Siria y Egipto salían a la calle gritando: «La Virgen ha parido, la luz está aumentando». La Navidad es, pues, el triunfo del día sobre la noche, de la luz sobre las tinieblas. Ya en 336 se encuentra noticia de su celebración en Roma, en el calendario filocaliano, el 25 de diciembre, pocos días después del solsticio, según nuestro cómputo. Pero el calendario juliano computaba el solsticio de invierno el 25 de diciembre. Pocos años más tarde, San Juan Crisóstomo extiende la fiesta hacia Oriente, donde los cristianos ya realizaban conmemoraciones festivas del Nacimiento. Celebrar la Navidad en pleno solsticio tenía por objeto cristianizar cultos y fiestas paganas y proclamar que Jesús era el Sol Iustitiae en oposición al Sol Invictus romano. La Navidad fue afirmándose con el paso de los siglos (dos personajes son fundamental en su desarrollo San Francisco de Asís, que armó el primer nacimiento en 1223 y Charles Dickens con su delicioso «Cuentos de Navidad»), convirtiéndose en la celebración más poética, hermosa y entrañable del cristianismo, en claro contraste con el tremendismo de la equinoccial Pasión.
La todopoderosa industria cultural, cuyo brazo armado es la «corrección político», se propone ahora paganizar de nuevo las fiestas cristianas: la ridiculez del Halloween, sacado de películas deleznables de pseudoterror con jóvenes rijosos como protagonistas, pretende suplantar la antiquísima conmemoración de los muertos que nosotros celebramos como Todos los Santos, de la misma manera que el Árbol y Santa Klaus se proponen sustituir, tal vez con éxito, a los Nacimiento y a los Reyes Magos. Lo que ignoran estos laicos de pacotilla es que Halloween, moderna forma inglesa del antiguo All-hallow Even, no significa carnaval sino Víspera de Todo lo Sagrado, en referencia al culto a los muertos, y que Santa Klaus, a pesar de su aspecto grotesco y comercial (en el mejor de los casos es una caricatura de sir John Falstaff y en el peor, reclamo de grandes almacenes) es una figura no menos cristiana que los Reyes Magos.
En Asturias, la Navidad, además de ser celebrada de manera solemne en otros tiempos, presenta algunas peculiaridades, como los aguinalderos, cuya actividad se prolonga (por ejemplo, en Ponga) los primeros días del Año Nuevo. Enrique García Rendueles resume la Navidad como «fiesta de luz, alegría y calor en medio de la oscuridad, la tristeza y las heladas del invierno».
La Navidad, en buena parte, es una celebración gastronómica, un poco contradictoria, ya que la iglesia determina que la Vigilia de Navidad sea de abstinencia y ayuno, por lo menos hasta que Juan XIII trasladó esas penitencias al 23 de diciembre. Probablemente no haya existido nunca un menú navideño típico, aunque podemos asegurar que en las mesas antiguas no figuraba el americanizado pavo.En Cudillero, observantes de la Vigilia, ese día sacaban a la mesa el curadillo, un pescado austero y cuaresmal. Elviro Martínez menciona la sopa de almendras, el besugo, la ensalada de coliflor y la compota. La presencia del besugo obedecía a que está en sazón los meses de diciembre y enero. Y con el besugo son indispensables unas rajas de limón y la salsa verde en el fondo de la besuguera. Elviro Martínez enumera también, como platos fuertes de la cena, la merluza y el bacalao, y como postres las casadielles, el escaldau y las castañas.
Los turrones, los polvorones y los mazapanes vinieron después. Es de notar la ausencia cárnica, pese a que en la actualidad es muy navideña la sopa de menudos de pollo, tan substanciosa, sabrosa y confortante.
La Nueva España · 21 diciembre 2013