Ignacio Gracia Noriega
El ciclo de la Navidad
Las fiestas que conmemoran el nacimiento del Niño Jesús han sido fuente de inspiración de literatura tan sentimental como emocionante
Las celebraciones navideñas son bastante uniformes en todo el orbe cristiano y fiesta de importancia capital en toda Europa, aunque un reputado teólogo mundialmente reconocido como el ex ministro Moratinos haya afirmado que «no toda Europa es cristiana». Pero lo cierto es que, con todas las variantes que se quiera, la Navidad se celebra en todo el continente lo mismo que en América, tanto en la del Norte corno en la del Sur, con todas las variantes que se quiera. A la uniformidad de la fiesta en sus aspectos externos han contribuido desde obras literarias de gran éxito corno los «Cuentos de Navidad» de Charles Dickens a películas de Hollywood llenas de encanto como «Navidades blancas» de Michael Curtiz, en la que con canciones de Bing Crosby y músicas de Irving Berlin se nos venía a decir que siendo la Navidad una fiesta de invierno y de países situados al norte del Ecuador, es imprescindible que haya nieve: sin nieve las navidades no son blancas y parece que son menos Navidad. En la película, pese a su tono ligero y alegre, no falta la alusión a la angustia del hombre moderno, representada en este caso por un general interpretado por Dean Jagger, quien, convertido en industrial hostelero después de su retirada del ejército, comprueba que nadie va a su hotel porque aquellas Navidades no nieva; a lo que Big Crosby y su compinche Donald O'Conner, un cómico de la época muy gesticulante, buscan solución.
Este año en Asturias no tendremos queja en lo que se refiere a navidades blancas: pues si bien todavía no ha nevado en los valles, al menos en el momento en que escribo este artículo, bajo el sol amarillo y un tanto decaído del solsticio, las heladas después de noches de luna llena dejan los campos blancos, con una blancura como de nieve en los rincones umbríos a los que no llega el sol. Así que uno imagina cómo estarán en este momento aldeas como Bulnes o Mier, sobre las que no vuelve a dar el sol hasta finales de enero.
La Navidad ha sido inspiradora de excelente literatura un poco sentimental pero emocionante, desde Dickens, a quien es inevitable mencionar a este respecto, hasta Dostoievski, desde Shakespeare a Lope de Vega. No haremos interminables la relación. E influye en las costumbres y hasta en la manera de contemplar las cosas y la vida de manera muy confortable y agradable unida a la inevitable inquietud producida por el sentimiento, más agudo en esta época que en ninguna otra del año, del implacable paso del tiempo, señalado en el villancico
La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más.
Razón por la que el futuro, incluso en estas fechas, se considera de modo problemático, ya que de él solo tenemos seguro que algún día emprenderemos un viaje sin retorno. Sin embargo, y fuera del sentimiento agudizado del paso del tiempo, o de la nostalgia por los que celebraban las Navidades con nosotros y ya no están y de la infancia perdida en la que la magia de la Navidad (el Nacimiento, las campanas, los villancicos, la espera de los Reyes Magos) cobraba todo su sentido, en los días que van del 24 de diciembre al 6 de enero se respira una atmósfera especial, la gente, a pesar de la época laica que corre, se sigue deseando felicidad por las calles y al menos la noche del día 24, a no ser que se trate de laicos recalcitrantes, en todas las casas se sirve algo especial en la cena. Sí, señores: ha llegado la Navidad, estamos en Navidad como afirma Shakespeare, «un tiempo sagrado y lleno de gracia».
Las fiestas, como es natural, se celebran en las aldeas, en nuestro caso asturiano en las pequeñas agrupaciones agrarias, hoy casi desaparecidas con la función que tuvieron antaño, y malamente se aclimatan en las ciudades. El escenario en el que mejor imaginamos la Navidad es en ermitas y parroquias rurales, con sus modestos nacimientos y las velas encendidas, pero en la actualidad, con el absoluto predominio del mundo urbano sobre el rural, la celebración de la Navidad se ha trasladado alas grandes superficies comerciales, en las que todo suena a falso, desde los villancicos en inglés a las profusas iluminaciones de neón, pero todo vale para el comercio, ya que se trata de atraer a compradores, no a personas piadosas o nostálgicas. De todos modos, algunas costumbres prevalecen o al menos su recuerdo, con las inevitables variaciones locales, en las que influye si la celebración tiene lugar en la costa, el valle o la montaña, pues, en lo que a ofrendas se refiere (no olvidemos que los pasto-res se acercaron a la cueva de Belén llevando sus modestos obsequios), en Lastres los niños acudían a la iglesia parroquial la mañana de Navidad llevando la «ofrenda de pexes» y en Ibias y Degaña aportaban la tarde del día 24 el «tributo del cura», que consistía en una gallina, manteca, chorizos, varias docenas de huevos, etcétera. Los aguinalderos, no llevaban regalos, sino los pedían, y todavía en días pasados, Juan Blanco, de Pintueles, me hablaba de los aguinalderos de su niñez, en que niños disfrazados se acercaban a su casa con zambombas, matracas, etcétera, y eran obsequiados con dulces y algunas monedas después de cantar uno o dos villancicos. En Candás, según don Constantino Cabal, el aguinaldo estaba muy organizado, dividiéndose los rapaces en categorías según la edad: los había mayorales, medianos y pequeños, y entre los primeros se elegían los cargos. El «caporal» era el jefe y el «bolseru» el tesorero. No faltaban por estas fiestas incluso algunas actividades mágicas, como en Belmonte de Miranda, donde según Ángeles Villarta, las viejas se arrancaban tres pelos y los echaban al camino en tanto que recitaban una letanía parecida a la de los aguinalderos que empezaba con el conjuro: «Brujas, a esconder, que ha nacido Jesús en Belén». En algunos casos, el rezo se mezcla con el canto, y Cabal cita que en Santander los aguinalderos suelen proponer en las casas que visitan: «¿Cantamos o rezamos?». Lo que recuerda la ridiculez del «Halloween» adaptado al laicismo consumista, en el que niños disfrazados propone «truco o trato», ignorando sus laicos y modernos padres que no hay nada nuevo bajo el sol y que «Halloween» en realidad es una antiquísima celebración de culto a los muertos, es decir, el cristianizado Día de Difuntos, y su significado es, ni más ni menso, que Víspera de Todo lo Sagrado (¡ahí es nada!).
Los aguinalderos enlazan el ciclo navideño con el carnavalesco, al que no referiremos en próximo artículo. Lo más característico de la Nochebuena es la cena seguida de la Misa de Gallo, de la que escribe Elviro Martínez que «se salía para oír la misa de gallo; la nieve, la lluvia o la ventisca no eran obstáculo». La misa era de medianoche: el intento de adelantarla a las nueve de la tarde no tuvo éxito. Durante la misa se cantaban villancicos, algunos incorporados pro Eduardo M. Torner a su «Cancionero» y en ciertas parroquias se llevaba un gallo como serial de alegría. El gallo, con su kikirikí, anunciaba el día, es decir, el nacimiento del sol y el nacimiento de Jesús, que según una tradición tuvo lugar a las doce en punto.
En cuanto al menú de la cena, parece que el besugo estaba generalizado, según consta en las anotaciones de Francisco Trabanco en 1874, citado pro Elviro Martínez, y así en el cuento «La Nochebuena de Perantón» de Estanislao Sánchez Calvo, no falta el besugo en la pobre mesa del protagonista.
La Nueva España · 28 diciembre 2013