Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

En tiempos de los «cine fórum»

El Foto Club Ágora aglutinó las inquietudes cinéfilas de una generación de ovetenses, y llegó a albergar el rodaje de películas originales

«Ágora Foro Cine Club forma parte de la cultura cretense desde hace sesenta y dos años por derecho y méritos propios», afirma Ángel Fidalgo en el reportaje que le dedicaba en «La Nueva España» del pasado 8 de enero, En efecto, así es. Aunque yo no fui socio activo de Ágora, como del Ateneo y de la Alianza Francesa, y hasta es posible que no haya sido socio, tuvo una cierta importancia para mí, ya que en Ágora rodé una película y pronuncié una charla sobre ¡asómbrese! Marcelino Menéndez Pelayo, que sería mi primera conferencia, a la que seguirían varios cientos aunque no mi primera intervención pública, ya que siendo niño leí un cuento sobre los Reyes Magos escrito a lápiz sobre las hojas de un cuaderno cuadriculada en el teatro Benavente de mi pueblo. La razón, aparentemente insólita, de hablar de Menéndez Pelayo en un cineclub obedecía a que Ávila, compañero mío de preuniversitaria acababa de entrar en la directiva y, decidido a revitalizar la institución por medio de guateques y conferencias, me pidió que diera una, y como aquel preuniversitario teníamos a Menéndez Pelayo como tema monográfico, hablé sobre don Marcelino.

El acto inaugural de Ágora fue la proyección de la película «Mascarada»), de Willi Forst, en el teatro Campoamor, el 28 de marzo de 1952. Por aquel entonces las cosas de la cultura empezaban a moverse en Oviedo, y el Ágora Foto Cine Club fue la primera asociación ciudadana con fines culturales en ponerse en marcha.

Aquella misma primavera se publicó el número de enero-abril de 1952 de la revista de la Universidad de Oviedo, «Archivum», dedicado enteramente a Clarín, con artículos de Ramón Pérez de Ayala. Entrarnbasaguas, Fernández Almagro, Alonso Cortés, García Pavón, Martínez Cachero, García Blanco, Ricardo Gullón, Raquero Goyanes, Guillermo de Torre, Santiago Melón y Ruiz de Gordejuela y Emilio Alarcos. Por aquel entonces Clarín era todavía «materia reservada», y leer «La Regenta» a escondidas y en algunos de los contados ejemplares que se conservaban, tan pecaminoso corno haber visto «Gilda». La suspicacia hacia «La Regenta» era más eclesiástica que policial. El cabildo tenía por entonces una enorme influencia sobre la levítica ciudad. Era un cabildo del Concilio de Trento, al que al final de los años 40 llegó un canónigo de ideas «abiertas», que, por ejemplo, colaboraba con escritos doctrinales en el diario «Región», entre cuyas líneas el vigilante canónigo don Cesáreo Rodríguez Loredo, el autor de «Franco rey», descubrió innumerables proposiciones heréticas, oportunamente en un recio libro teológico no menos oportunamente retirado de la circulación por el obispo y del que conservo uno de los escasos ejemplares sobrevivientes. Don Cesáreo, que era también profesor de Religión en la Universidad, fue un raro caso de escritor represaliado por ser muy ortodoxo, pues su folleto sobre «Franco rey» fue secuestrado por la Policía, y la invectiva contra don Eliseo Gallo, por las autoridades eclesiásticas. Cierto día, el mundano canónigo don Eliseo le preguntó a don Pedro Caravia, filósofo orteguiano y liberal: en ejercicio, si el cabildo de aquel tiempo se parecía al de «La Regenta», a lo que don Pedro le dio la famosa respuesta: «El cabildo de ahora hace bueno al de “La Regenta”».

Publicar un número monográfico de una revista académica como «Archivum» sobre Clarín, con especial atención a su novela más nombrada, rozaba el escándalo. En aquella “paz de cementerio” de los primeros años 50 del pasado siglo, cualquier cosa que se hiciera con intervención de más de tres o cuatro personas tenía un carácter casi subversivo. Sin embargo, las cosas estaban cambiando, tal vez de manera imperceptible pero imparable. Diez años más tarde, toda España estaba en ebullición y en Oviedo empezaba a producirse una actividad cultural muy notable, que poco a poco se fue afianzando y simultaneando con actividades políticas que constituían formas de oposición al régimen más o menos encubiertas, o al menos así las interpretaban la Policía Político Social del comisario Ramos y la delegación del Ministerio de Información y Turismo, dirigida por Alejandro Fernández Sordo, hombre suspicaz aunque listo y, por lo tanto, peligroso. Por los primeros años sesenta se emitió el programa radiofónico «Fenestra Universitaria», que fue defenestrado por una banda de «tarzanes» en estado selvático que se proclamaron «Los del 36 y los de ahora mismo». Poco después entraron en funcionamiento la Alianza Francesa y el Ateneo: la primera, con un carácter marcadamente progresista, y el Ateneo, considerado oficialista injustamente. El cineclub de la Alianza superó en actividad y coherencia al Cine Estudio Universitario, dependiente del sindicato estudiantil único o SEU, al menos hasta que lo dirigió Luis Ángel Díaz, pronto destituido por el jerarca Egocheaga, un tipo ordenancista y poco cauto. Años más tarde se funda el Club Cultural, con muy clara intencionalidad política.

El Ágora, situado en la calle Santa Susana, encima del bar restaurante La Alameda, en sus mejores momentos era cineclub y centro de reunión de aficionados a la fotografía. Incluso se rodaron películas como «El pájaro de oro», de Julio Ruymal (cuya afición al cine le llevó a interpretar al anarquista que arroja la bomba en la plaza de la Catedral en «Cariño mío», de Rafael Gil; verdaderamente, se parecía se parecía a Sacha Pitoeff), con fotografía de Tino Villamil, y otra sobre las prisas del hombre moderno dirigida por Agustín con fotografía de Víctor Geijo. Geijo fue también el fotógrafo de una película dirigida por mí, rodada en el Fontán y en el Naranco, y los interiores en los locales de Ágora, donde Alfredo el de la Confitería San Juan interpretaba al jefe de los gángsters, y hacía su debut como protagonista Nacho Martínez. La película no pudo concluirse porque algunos de sus intérpretes (Gabriel Santullano, Alfredo Mourenza, Miguel Ángel del Hoyo) fueron detenidos, no por intervenir en la película, sino por propaganda ilegal.

De las sesiones del cineclub recuerdo «Las maniobras del amor», de René Clair, «Se interpone un hombre», de Carol Reed, y un curioso ciclo sobre Shakespeare en el cine, que se inauguró con «Otelo», de Orson Welles, y a la semana siguiente se proyectó «Julio César», de J.L.Mankiewicz, presentada por Paco Mori, quien dejándose llevar del tópico de que el cine de Hollywood era poco intelectual, la calificó de «americanada». Que Santa Lucía le conserve la vista al buen Mori.

Posteriormente, las sesiones dominicales mañaneras del cineclub en el Real Cinema, que fueron el antecedente del cine Palladium de arte y ensayo, y otras sesiones de cineclub, también los domingos por la mañana, en la Escuela de Minas, más las proyecciones de la Alianza Francesa, de las que Ignacio Bernardo era un cabinista excepcional (en una época en la que muchas películas llegaban al proyector destrozadas), redujeron las actividades de Ágora a la fotografía. Pero su supervivencia constata una época de una gran actividad cultural y social en Oviedo tan diferente de ésta, en la que apenas hay este tipo de actividades, y en su lugar abundan la pesadumbre, la angustia y la incertidumbre.

La Nueva España · 18 enero 2014