Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Asturias sí está en el mapa

La región figura en la cartografía desde, al menos el siglo XVI, aunque parece que no, porque aquí entró en la cárcel un consejero y nadie se enteró fuera del Principado

Cada época ofrece su perversión del lenguaje por los motivos más peregrinos, políticos, de moda, o porque el hablante lo considera ingenioso. Durante la Transición predominaron los latiguillos orientativos, del tipo de «a nivel de», que declara la situación, y «de cara a», que indica la posición, y por encima de todo las inevitables invocaciones a las sacrosantas «democracia» y «solidaridad» (por cierto, a nadie se le ocurría hablar de «libertad»). Adolfo Suárez era más bien de «democracia» y Felipe González de «solidaridad», dos términos honorables pero desgastados por el uso indebido, ya que se le daba a «democracia» el sentido de panacea y de cúmulo de todas las bondades y a «solidaridad» como sustitutivo de «caridad» (de la misma manera que ahora se dice «emprendedores» por no decir «empresarios»), hasta incurrir en los bienintencionados pero absurdos abusos de referirse al «bolígrafo solidario» o al «colchón solidario». En cuanto a la «democracia», se llegó a insinuarla como alternativa a las creencias religiosas, y así hubo quien preguntó a su interlocutor si creía en la democracia sin que éste atinara a contestan «Mire usted, la democracia es un concepto de derecho político, es decir, está ahí, y tanto vale creer en ella como no creer, pues no se trata de un dogma como el de la Santísima Trinidad. La democracia, lo mismo que el sistema métrico decimal, existe, y no es necesario creer o no creer en ellos para que existan. Se puede admitir o no la democracia, estar en contra o a favor de ella, pero en cuanto a creer no es necesario, porque funciona lo mismo con creyentes que sin ellos». Por cierto, en apaña se repite hasta la saciedad. «Estamos en una democracia», en tanto que en Norteamérica se dice en parecidas circunstancias: «Estamos en un país libre». Es una diferencia de concepto muy importante. Personalmente, prefiero el «país libre», porque con Franco también había una democracia «orgánica», y la República Democrática Alemana era eso, «democrática». El «país libre» es otra cosa.

En esta época se trata de vaciar el sentido de las palabras, a empequeñecerlas, hacer que signifiquen lo que no significan, y por la vía de las nuevas tecnologías el lenguaje lleva camino de reducirse a siglas o gruñidos. Pero no faltan los esplendores del latiguillo y del lugar común, que últimamente son de índole geográfica, con profusión de «te pasaste tres pueblos), o «colocar en el mapa».

Lo de «poner en el mapa» barrunto que tiene un significado secundario de carácter política Muchos asturianos se preguntan si Asturias figura verdaderamente en los mapas, ya que desde las grandes huelgas mineras y el «Petromocho», que obtuvo el honor de ser mencionado en una película de Alfredo Landa, es como si no existiera. Aquí un señor se queda sin partido y a los seis meses gana unas elecciones, y por si fuera poco, en esas elecciones la derecha, contando los votos de ese señor y los del partido del que se había escindido, tiene la mayoría absoluta gracias a lo cual gobiernan los socialistas: algo digno de figurar en el «Guinness de los Récords». Y, sin embargo, no figura, de la misma manera que aquí entraron en la cárcel un consejero autonómico y dos altos cargos (o «cargas» por seguir la norma lingüística de quien decía «miembros» y «miembras»), y nadie se enteró fuera del Principado, y a pesar de todo lo que le está cayendo encima a la derecha con los «Gürtel», «Bárcenas», etcétera, nadie ha osado pronunciar la palabra «Marea». ¡Qué raro! Lo que nos anima a preguntarnos si, en efecto, Asturias está en el mapa.

Y está en el mapa al menos desde el siglo XVI, según se constata en el Atlas Universal del portugués Fernao Vaz Dourado, del año 1571 y recién editado por el editor Manuel Moleiro, gran artífice de perfectas ediciones facsimilares de joyas impresas antiguas, desde la serie de los Beatos que reproducen la asombrosa plasticidad del Apocalipsis hasta los Breviarios y Libros de Horas de reyes y princesas, libros de caballerías como «El caballero Zifar» o de medicina antigua y herbolarios como «Tractatus de herbis», que reproduce un códice del siglo XV con representaciones a todo color, con predominio del verde en las plantas, aunque también contiene muestras de minerales y animales y estampas de un costumbrismo delicioso, como las láminas que representan a niños cogiendo cerezas de un árbol o el rebuzno del asno salvaje. No falta la representación de una fauna casi mítica, como el camello, el elefante o el cocodrilo que casi parece un dinosaurio y que alternan con el doméstico conejo o con el exótico mono.

Vaz Dourado fue uno de los grandes cartógrafos portugueses de la segunda mitad del siglo XVI. El descubrimiento de nuevas tierras, la apertura de rutas marítimas hasta entonces desconocidas hacía Oriente y hacía Occidente, hacía imprescindible la labor de los cartógrafos. Esa ciencia que a la vez era arte (y hoy la consideramos, sobre todo, como arte) se desarrolló en los reinos cuyos nautas se adentraban en los mares, como Holanda y Portugal. La importancia de la cartografía era enorme en aquellos tiempos, tanto que el cartógrafo alemán Martin Waldseemüller, que en 1507 publica su «Cosmographiae introductio», dio el nombre de un continente a quien correspondía, escribiendo «América», por Américo Vespucio donde debería haber puesto «Colombia» por Cristóbal Colón, de lo que José Edmundo Clemente conjetura si fue «error humano o voluntad telúrica de un continente que ignoró a sabiendas a quien nunca lo buscara». Colón, en efecto, buscaba las Indias y encontró lo que hoy llamamos América. Ni él mismo supo qué había descubierto y murió creyendo que había llegado al confín de Asia. Mucho antes que él, los islandeses, según consta en la saga de Erik el Rojo, suponían que se habían enfrentado a un animal fabuloso africano) cuando de lo (lile se trataba era de un indio. El propio Colón, durante su misteriosa estancia en Islandia, escuchó que más allá del mar se veía el extremo de Asia.

Vaz Dourado era un cartógrafo bien informado. Su Atlas es un conjunto de dieciocho hojas iluminadas, de pergamino lino, muy blanco. La hoja 7 muestra un trozo importante del planeta, no de gran extensión, pero de extremada importancia histórica y cultural: lo que llamamos el mundo occidental, entre el Círculo de Cáncer y, curiosamente, el Mare Atlanticum y el Oceanus Cantabricus. Allí figuran los reinos de España y Portugal, Francia, Holanda, Inglaterra e Irlanda, Génova y Roma y Túnez y Mauritania en el norte de África, todos ellos con sus escudos, y en el centro el estrecho de Gibraltar, y hacia el mar abierto, las islas debajo de la rosa de los vientos. Y en la zona del océano Cantábrico se suceden las localidades (era una costa pobladísima) y después de San Vicente, señalada la desembocadura del Cares-Deva, aunque no el río, empiezan las asturianas: Llanes, Gijón, el Cabo Peñas, Avilés y Tapia, y después de otra hendidura que corresponde a la desembocadura del río Eo (con un delta en verdad importante) ya está Ribadeo al otro lado del río, en tierra gallega. No se indican las poblaciones del interior, sólo las costeras, aunque no falta, como es natural, Santiago de Compostela, casi al lado de Finisterre, cuando ahora ir en coche desde Santiago al fin del mundo por esta parte casi lleva el día por la mala señalización.

Sí, Asturias está en el mapa. Al menos lo estaba en el espléndido Atlas del siglo XVI de Vaz Dourado, aunque es cierto que esta tierra, desde que se fueron los viejos reyes y desapareció la Ilustración, pinta poco en el mundo.

La Nueva España · 1 febrero 2014