Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Julio Caro Baroja, en Oviedo

Media docena de oyentes asistió en los 60 en la Universidad a una conferencia de quien luego sería premio «Príncipe de Asturias», que se presentó disculpándose por no poseer experiencia académica.

Parece que fue ayer y pasó medio siglo. Entonces yo estudiaba Preuniversitario y leía los periódicos, algo que la gente joven no solía hacer, pues en aquel tiempo se le concedía mayor espacio a la situación internacional que ahora, estando la mayor parte de las noticias de agencia y estaban muy bien escritas con frases cortas y directas, como aconsejaba Hemingway que se escribiera en los periódicos. Un día, en las páginas de Oviedo, leí que don Julio Caro Baroja iniciaba un ciclo de conferencias en la Universidad, y allá me dirigí. Estábamos en noviembre, llovía y ya era de noche a las 7 de la tarde: la estatua del arzobispo Valdés brillaba bajo la lluvia con tonos verdosos. Yo había ido con antelación porque sospechaba que el conferenciante, muy conocido por su importante obra como etnógrafo, atraería a un público numeroso. Pero no pasábamos de la media docena los oyentes a los que había congregado, por lo que pudimos sentarnos a nuestro gusto en el Aula Magna. Al fin, a la hora anunciada, se presentó el conferenciante, caminando con lentitud y mirando hacia la punta de sus zapatos. No era alto, más grueso que delgado, usaba bigote y gafas y vestía chaqueta marrón de mezclilla, pantalones grises, chaleco gris de punto y corbata. En aquel tiempo, no se concebía que alguien pudiera dar una conferencia o asistir a ella sin llevar la preceptiva corbata. No como ahora, que muchos conferenciantes van a dar su conferencia como si fueran a la playa o al mercado, y el público, no digamos. Don Julio ocupó la cátedra, distribuyó algunos papeles sobre la mesa y empezó a hablar. Empezó pidiéndonos disculpas porque debido a que no poseía experiencia académica no estaba acostumbrado a hablar en público ni a hacerlo con el debido rigor. Y continuó hablando en voz baja y hacia adentro, mirando hacia la mesa: algo así como suele hablar Vidal Peña, por lo que en la siguiente conferencia, y dado que en el aula había sitio de sobra, los pocos asistentes nos situarnos en los primeros bancos. Don Julio hablaba sobre los pueblos del norte de la península Ibérica de manera un poco monótona, sin cambios en la voz. Prestando mucha atención y con el oído muy despierto nos fuimos enterando de que los cántabros tenían un sistema de herencia matriarcal, heredaban las hijas y las hermanas dotaban a los hermanos. Calculo que entre la media docena de las personas allí reunidas no figuraría ninguna feminista (entonces no se usaba el feminismo, a nadie se le ocurría que tal cosa pudiera existir, salvo en Nueva Zelanda y otras tierras de protestantes), porque habría podido documentarse un poco. Había una chica pálida y rubia y un señor de aspecto nervioso, con gafas muy gruesas, que más tarde fue habitual de las conferencias y seminarios de Gustavo Bueno. Terminada la conferencia, don Julio recogía los papeles, los metía en su cartera de cuero y se iba con una especie de susurro que venía a significar algo así como «hasta mañana». Y al día siguiente estábamos allí los habituales otra vez. A la tercera o cuarta conferencia (me parece que eran cuatro o cinco las que componían aquel ciclo) se me ocurrió, en un golpe de audacia, invitar a don Julio a cenar una tortilla de merluza en Casa Bango o merluza frita en Casa Modesta (todo era merluza, como se ve), pero yo era demasiado joven y mi presupuesto no daba para mucho más que para invitarle a un vino en La Perla o El Manantial, por lo que desistí y me consolé acompañando a la estudiante de Derecho, que estaba interna en la residencia de las Pelayas. Tal vez fuera ésta una manera de preparar el terreno para el curso siguiente, que yo comenzaría en Filosofía y Letras en el viejo casón de la calle San Francisco, donde también tenía sede la Facultad de Derecho, pero la chica pálida debió cambiar de Universidad (o se casó, quién sabe), porque no volví a verla.

A quien volví a ver fue a don Julio en un ciclo de conferencias sobre brujología organizado por el Ateneo de Oviedo en 1974, unos 10 o 12 años después de las conferencias en la Universidad. Los conferenciantes disertaron sobre «Sorguiñas y akelarres» a cargo de José Berruezo, «Barato de brujas y demonios y teoría del sábado» por Álvaro Cunqueiro y «la mentalidad mágica y la sociedad moderna» por Julio Caro Baroja. El cuarto conferenciante era el médico asturiano Carlos Rico Avello, a quien le pareció mal que su conferencia no hubiera atraído tanto público ni la atención de la prensa como las precedentes. Los tiempos estaban cambiando y en 10 años Caro Baroja se había convertido en un personaje muy conocido, lo mismo que Cunqueiro, cuya conferencia atrajo a un público tan numeroso que no cabiendo en el salón de actos fue preciso colocar unos altavoces para que las palabras del conferenciante llegaran a los que escuchaban desde el bar y hasta desde las escaleras. Cunqueiro estuvo genial. La conferencia de Caro Baroja fue menos espectacular en lo que a asistencia de público se refiere, pero de todos modos el salón de actos estaba lleno, con mucha gente de pie. En fin, hablaban el fabulador y el sabio, y el público entonces prefería al fabulador, aunque respetando al sabio.

No era ésta la primera vez que Caro Baroja hablaba en el Ateneo ni de Oviedo. Lo había hecho anteriormente, casi en puertas de la Navidad, el 19 de diciembre de1969, sobre «El folklore asturiano en el ámbito peninsular», dentro de un ciclo de homenaje a Eduardo Martínez Torner. Yo, a pesar de mis pocos años, era miembro de la junta directiva del Ateneo, presidida por Luis María Fernández Canteli, por lo que tuve la oportunidad de charlar con don Julio y de acompañarle luego en la cena que, como era norma del Ateneo, se celebraba en el restaurante Marchica, muy próximo y que además era, por aquel tiempo de los mejores restaurantes de Oviedo, sino el mejor. Antes de la conferencia nos reunimos en el despacho del presidente y, contra mi costumbre, yo llevé dos libros de don Julio, «Las brujas y su mundo» y «El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio», para que me los firmara. Supongo que firmó primero «El Señor Inquisidor», porque al estampar la fecha escribió «Madrid, 19-12-69», mientras que en «Las brujas y su mundo» fechó el autógrafo en Oviedo. Yo le advertí que estábamos en Oviedo y no en Madrid, a lo que él contestó:

- ¡Qué más da! Pero si le parece, tacho Madrid y pongo Oviedo.

- No, déjelo como está -me apresuré a decir, porque aborrezco las tachaduras, y también escribir cosas en las páginas de los libros. Pero era un admirador de Caro Baraja tanto como de su tío don Pío, qué le vamos a hacer.

Durante la cena, el invitado comió poco, pretextando no sé qué desarreglos gástricos. Por aquella época, en casi todo tan diferente de ésta y no siempre peor, en las cartas de los buenos restaurantes los quesos asturianos, hoy tan valorados, apenas tenían presencia, salvo el de Cabrales. Ramón, el dueño y gran profesional, habiendo sido advertido de que el invitado era un estudioso de casos singulares aportó como extraordinario un queso de Gamonedo. Uno de los comensales matizó «Gamonéu» y yo comenté que decir «Gamonéu» me recordaba al veraneante de Madrid hablando en rústico para resultar campechano, lo que a don Julio le hizo mucha gracia. Resultaba que el más importante de nuestros etnólogos pasados, presentes y futuros no creía en la «llingua» como factor determinante del «hecho diferencial».

Entonces don Julio tendría unos 60 años. Pronto cumpliría los 100, de vivir. «He nacido en Madrid el 13 de noviembre de 1914, alrededor de las ocho de la tarde. Tocaban a retreta en un cuarto vecino», escribe en «Los Baroja». Sirvan estas líneas para recordarle con nostalgia.

La Nueva España · 8 febrero 2014