Ignacio Gracia Noriega
La estatua de Woody
Las peticiones indignadas de que se retire la escultura del cómico por las acusaciones sobre abuso sexual
Se han levantado protestas, algunas altisonantes y otras exageradas, contra el farandulero Woody Allen a causa de ciertos excesos sexuales que se supone ha cometido con su hijastra: protestas que han tomado un cariz muy especial en Oviedo, donde una estatua del mencionado cómico (sin gracia) ornamenta una de las calles principales de la ciudad. Ya que tenemos a Woody Allen tan a mano, los indignados por su desordenada vida sexual han decidido, puesto que no pueden quemarlo a él, al menos retirar su estatua en la que con las manos en los bolsillos parece que se encamina hacia la calle Uría con encogimiento de hombros propio de un «voyeur». Ya no vale con quitarle las gafas cada dos por tres: ahora se trata de quitar la estatua entera, con lo que el Ayuntamiento se va a ahorrar, si la propuesta es aceptada, una cantidad muy respetable en hacerle gafas nuevas. En cualquier caso, lo de aprovecharse de menores no parece que vaya a afectar a ese sector de la «progresía irredenta» que pone la satisfacción de los instintos por encima de cualquier mandamiento moral mojigato, y es, en consecuencia, una arma revolucionaria no inferior a la lingüística y la etnográfica, que de ser ciencias descriptivas, la primera de una precisión casi abstracta, se convirtieron en poco tiempo, al menos en España, en los fundamentos culturales de los separatismos. En cuanto al «todo está permitido» del presente «nihilismo hedonista», los menores tienen mala suerte cuando el salido es un intelectual, aunque sea el padrastro. Tengo entendido que el ínclito Gabriel García Márquez escribió una novela sobre hazañas parecidas, de la que no puedo opinar porque no la he leído, como no he leído ninguna otra novela de ese señor. A mucha gente la escandaliza que yo no tenga correo electrónico ni haya leído «Cien años de soledad». En compensación escribo cartas con pluma estilográfica y he leído a Flaubert.
El peligro de los que reprochan a la brava a Woody Allen las libertades que se tomó con la hija de Mia Farrow (y, por tanto, nieta de John Farrow, excelente director de «westerns» como «Hondo»: eso sí que no se lo perdono al cómico) es que caiga en el exceso fundamentalista, e incluso en pérdida de perspectiva. A la estatua de Allen un indignado le ha añadido un saco (me parece haber leído) con la leyenda: «¡Fuera pederastas de nuestra ciudad!». Por fortuna, Woody Allen no vive en nuestra ciudad. Vino a ella dos o tres veces, y en una de las visitas dijo que Oviedo es una ciudad de cuento de hadas con príncipe y todo, y en otra, liberándose del acoso de ejecutivos endomingados, fue a comer con su familia rollo de bonito a La Mar del Medio y, según Chema, actuó muy correctamente con la pala de pescado, lo que debe constar en su haber. Ahora bien: me pregunto si estas cosas que dicen en su favor son motivos suficientes para que se le levante una estatua.
Y tal vez lo sea, porque Woody Allen fue de los poquísimos galardonados con el premio «Príncipe de Asturias» que no se limitaron a venir, asistir a una ceremonia en el teatro Campoamor que es réplica de la que se celebra todos los 10 de diciembre en la sala de conciertos de Estocolmo y marcharse sin siquiera decir «au revoir», por no contar a los que ni siquiera vinieron, como el ciclista Amstrong y el vasco Oteiza, sino que volvió a Oviedo rodeado de su familia a la que incluso llevó de visita a la plaza de la Catedral. Ya por entonces se rumoreaban ciertos desinhibimientos sexuales de ese buen señor y su afición a la carne tierna. Pero, sobre todo, ¡era tan «proge», con sus gafitas de sabio despistado y su hablar titubeante, que es de las pocas cosas insufribles en un actor, tratase del cómico al que nos estamos refiriendo o del mismísimo James Stewart! Se decía, por entonces, que era el más «europeo» de los cineastas americanos, y, en efecto, fue de los pocos directores americanos que entienden muy bien lo del cine subvencionado. Aquí vino a que le subvencionaran una película, de la misma manera que Calatrava vino a construir una obra maestra arquitectónica (Asturias tiene mala pata con los arquitectos estrella, trátese de Calatrava o Niemeyer), y porque en ella se menciona el nombre de Oviedo, le costó al erario público asturiano más que al catalán, pese a que «Barcelona» salga hasta en el título de la película. Entre el cuento de hadas. el príncipe, el marisco, el rollo de bonito, el jamón y las subvenciones, Woody Allen iba en globo en Oviedo. Encima le hacen una estatua.
Lo de las subvenciones no lo aprendió de su suegro John Farrow, como tampoco aprendió de él a componer planos poderosos y a filmar con fluidez. Yo no comprendo de dónde pudo sacar Woody Allen tanto prestigio como el que tiene en la vieja Europa, que, en lo que a tragar camelos se refiere, es más propicia que el nuevo mundo. Woody Allen compuso un tipo de aspecto despistado que se las da de intelectual porque tiene múltiples complejos, acude a las sesiones de un psicoanalista y titubea al hablar, lo que se entiende que es una manera muy elaborada de ironía. En una película vestía un abrigón pardo que le llegaba hasta los pies y después de proyectada en el programa de Garci «Qué grande es el cine», Eduardo Úrculo, uno de los contertulios de aquella noche, elogió aquel abrigo como muestra de posmodernidad elegante y todos se quedaron tan impresionados como si se tratara de una nevera. No sé qué más puede tener de cómico. Sólo recuerdo haber visto una película suya, «Manhattan» que presentaba a la misma gente que en Oviedo pasaba las noche en Tigre Juan y en El Paraguas, sólo que en Nueva York: por lo que cuando alguien me dice que por qué no voy a Nueva York de compras de fin de semana, recurro a esta película: ¿para qué, si voy a encontrar lo mismo que en Oviedo? En cuanto a otra película suya, sólo la aguanté diez minutos: ni un segundo más. Allen, haciendo de «persona normal», es el sucesor de Jerry Lewis haciendo de «disparatado anormal»: pero Lewis al menos había aprovechado lo que aprendió cuando le dirigía Frank Tashlin y consiguió como director obras muy estimables en las que tal vez lo que sobra es el cómico Jerry Lewis. Y tratándose de cine cómico, siempre es preferible el disparate a la pedantería.
Sacando la estatua de Woody Allen de quicio se corre el peligro de incurrir en una situación semejante al clamor levantado contra Cela cuando escribió aquello contra la Virgen de Covadonga: incluso hubo quien propuso que se le declarara «persona non grata» y que se le prohibiera la entrada en Asturias de por vida. En aquella «ofensa a la Virgen» publicada en la revista «Los Cuadernos del Norte», Cela había escuchado campanas sin saber dónde, empezando porque aquella chuscada no la profirió «la señora Josefina» sino «la señora Claire-Lise», y después de una barullo fenomenal que duró uno o dos meses, con publicación de cartas indignadísimas y propuestas de represalias de todo tipo contra el escritor, la cosa quedó en agua de borrajas. Ahora se proponen también represalias contra Woody Allen. ¿Qué se quiere quitar su estatua? Pues bueno. Yo tampoco sé qué pinta ahí. En realidad, en Oviedo había que quitar algunas estatuas: no por represalias sino por espantosas. Pero si no las quitan, tampoco pasará nada Continuará lloviendo sobre ellas y seguirán sirviendo para desahogo de las palomas, y los ovetenses apresurados les dirigirán una mirada y tal vez algún turista se fotografíe a su lado para demostrar que estuvo en Oviedo. A las estatuas no se les puede pedir más. Sí quitan la de Allen, ¿creen que al cómico va a afectarle? Afectará, tal vez, a las palomas …
La Nueva España · 1 marzo 2014