Ignacio Gracia Noriega
El impacto de Alain Resnais sobre Oviedo
El director francés, muerto casi en el olvido, fue en la capital uno de los trompeteros proféticos de la modernidad y sus películas alimentaron coloquios de cine durante meses
Si Alain Resnais hubiera muerto hace treinta años habría sido noticia de primera página y se le hubieran dedicado infinidad de artículos necrológicos y estudios sobre su obra en periódicos y revistas especializadas y culturales en genera y habría sido inevitable que la TV le dedicara un ciclo en el que se proyectarían sus películas muy sonadas. Pero ha venido a morirse ahora, que la TV no programa ciclos, ni hay cine-clubs ni revistas especializadas, a una edad muy avanzada (había nacido en Cannes en 1922), por lo que sólo ocupó un discreto rincón en las páginas de sociedad. A los jó2 yenes con toda seguridad no les suena, como no les suenan los grandes prestigios cinematográficos de hace medio siglo, corno Antonioni, Fellini, Visconti, Losey, Ingmar Bergman, Buñuel, etcétera, algunos justamente olvidados y otros olvidados solo porque pasó su tiempo, no porque haya pasado su cine, como son los casos de Visconti y Buñuel. El cine ha cambiado muchísimo desde en-tonces, y lo que despectivamente se denominaba «cine americano» como sinónimo de «cine comer-cial» ha sido valorado por la crítica, y el giro de la veleta es perceptible en la famosa encuesta que proclama la mejor película de la historia del cine. Cada época tuvo su «mejor película». Durante muchos años lo fue «El acorazado Potemkin», del soviético S. M. Eisenstein; durante más años aún ese título recayó sobre «Ciudadano Kane» de Orson Welles, y en la actualidad lo ostenta una película que en los días de gloria de los cine-clubs, de Resnais y Fellini, y del cine soviético, del húngaro y del polaco (películas cuyo visión casi obligatoria en los cine-clubs, cine-estudio y cines de arte y ensayo demuestra hasta qué extremos fue dura la oposición al franquismo), no hubiera entrado en la consideración de los críticos serios y sesudos, pero no por eso deja de ser maravillosa: nos referimos a «Vértigo», de Alfred Hitchcock Entonces se consideraba a los viejos maestros del cine americano con condescendencia, a pesar de las teorías sobre la «puesta en escena» y el «cine de autor» de «Cahiers de Cinema», suscritas casi literalmente en España por «Film Ideal». Todo aquel gran cine que hacían los Ford, los Capra, los Walsh, los McGarey, los Minnelli, los Wellman, estaba muy bien para las salas comerciales, pero no para los santuarios minoritarios de los cine-clubs. Recuerdo la extrañeza que produjo la proyección de «Wagonmaster», de Ford, en el Palladium, la «progresía» en teradilla torció el gesto y la película duró solo un par de días en cartel. En despreciar aquel cine estaban de acuerdo la «progresía» y la reacción más rancia. Siendo directivo del Ateneo de Oviedo propuse un ciclo sobre el «western» y Magín Berenguer me atajó furioso: «De eso ni hablar». ¿Qué va a ser esto? En un Ateneo se habla de cosas serias, no de películas.
Poco a poco empezó a hacerse evidente un reconocimiento hacia los viejos maestros. Godard hacia homenajes de Fuller y a Ray y un par de periodistas franceses que fueron a entrevistar a John Ford en su rancho le preguntaron, con intención de cogerle en un renuncio, si sabía quién era Ingmar Bergman, a lo que el autor de «El hombre tranquilo» respondió con toda tranquilidad: «Si, claro que lo sé, es un sueco que dice que soy el mejor director de cine del mundo».
Resnais estaba considerado entonces como uno de los mejores directores del mundo. Y Buñuel. No había entonces aspirante a estrella que no respondiera invariablemente que se desnudaría si se lo exigía el guión y que su aspiración era ser dirigida por Buñuel. Pero los gustos de la «progresía» son veletas. De pronto, repentinamente, alguien se dio cuenta de que había un cineasta español de esa talla, además amigo de Dalí y García Lorca y exiliado republicano, y todo el mundo quedó sorprendidísimo y no hizo falta más para subirle a los altares del progresismo carpetovetónico. La primera película de Buñuel vista en Oviedo fue anterior a este fabuloso acontecimiento, en una sesión matinal del Real Cinema. Era «Los olvidados», película mejicana, y un crítico de la época cuyo nombre no escribiré porque ya ha muerto hace mucho, dictaminó que aquel joven director apuntaba buenas maneras. A los pocos años, fue la apoteosis, sobre todo después de la prohibición de «Viridiana», que le costó la vida al piadoso ministro de la cosa de la censura Arias Salgado. Más con el tiempo, el prestigio de Buñuel se fue desvaneciendo hasta caer en el inmerecido olvido. No sé si algún «progre» se habrá dado cuenta de que Buñuel era un reaccionario de tomo y lomo: no hay más que ver la escena de la borrachera de los pobres en «Viridiana» y el posterior comentario de Francisco Rabal para advertir cómo se las gastaba don Luis, y que en él la mentalidad del propietario aragonés prevalecía sobre el surrealista y el exiliado.
Resnais, en cambio, era ideológicamente más seguro. Su documental sobre «Guernica» de Picasso tenía el prestigio inmenso de aquel icono de todos los comedores del «progre» en sustitución de «I.a última cena» de Leonardo. Y se le elogiaba también porque en los guiones de sus películas intervenían escritores reconocidos: Cayrol en «Nuit et bruillarel» y «Muriel», Marguerite Duras en «Hiroshima, mon amour», Alain Robbe-Grillet en «El año pasado en Marienbad». A «Hiroshima, mon amour» la elogiaban por «el bellísimo francés rítmico de los diálogos» de las Duras, y aunque yo oponía que eso no era cine sino literatura y cine y literatura no son lo mismo, nadie me hacía caso. Una película suya me emociona, «La guerra est finie», en la que Yves Montand interpreta a un agente comunista que regresa de una misión de agitación en la España de la dictadura y nada más cruzar la frontera de Francia e instalares en una pensión modesta, saca de sus bolsillos dinero suelto, lo cuenta y lo distribuye en dos montoncitos. El dinero de uno de los montoncitos era del partido, el otro era suyo. «Las cuentas claras», se dice. Entonces, la gente de izquierda era así.
No recuerdo qué año se estrenó en Oviedo «El año pasado en Marienbad», en el Real Cinema, es decir, dentro de los circuitos normales de distribución, y la película causó tanto estupor como el estreno de «El séptimo sello» de Ingmar Bergman en el cine Aramo. Hasta entonces, estas películas, si se proyectaban, era en los cine-clubs. La sorpresa que causaron ambas fue mayúscula y yo creo que más la de Resnais que la de Bergman, porque en esta un caballero medieval jugaba al ajedrez con la muerte, por lo que el espectador se hacía a la idea de que algo raro estaba pasando. Pero en «Marienbad», donde una voz en «off» se refería insistentemente a salones, espejos y estucos, el honesto espectador burgués no sabía a qué carta quedarse. En el reparto figuraba un actor de aspecto fúnebre, Sacha Pitoeff: ¿Podíamos suponer que se trataba también de la muerte? Pitoeff jugaba un juego con unas piezas de marfil en el que siempre ganaba y que fue moda efímera en nuestra ciudad. Los coloquios sobre la película se sucedieron sin interrupción durante meses sin que se sacara nada en claro. Debo reconocer que aquellos coloquios no aclaraban nada, sino todo lo contrario, pero constituían una manera civilizada de pasar el tiempo. Ahora Alain Resnais, que tantos ríos de tinta hizo correr, que tanta saliva hizo gastar, ha muerto en el olvido. No olvidemos que fue, en Oviedo, uno de los trompeteros proféticos de la modernidad.
La Nueva España · 22 marzo 2014