Ignacio Gracia Noriega
Correteando por Oviedo
Una visión a contracorriente de los novelistas hispanoamericanos
La bobada mayor que escuché en mi vida se debe al académico Francisco Rico, el cual, en un programa de televisión, tal vez para hacerse perdonar haber incumplido la norma de la elegancia «políticamente correcta» de ir sin corbata, profirió que la invención de «internet» era mucho más importante que la del lenguaje. Qué tipo, pensé. Y ahora otro académico, Víctor de la Concha, no ya cortesano de primera división como García Márquez, sino de proporciones olímpicas, plusmarquista absoluto, evacuó a propósito del finado que «en difusión es el más grande de la lengua española» (La Nueva España, 20 de abril de 2014). Qué cosas. ¿Dónde queda, pues, Cervantes, Gracián y Calderón de la Barca, y en el siglo XX Ortega, Blasco Ibáñez y García Lorca? Porque no me va a comparar Víctor de la Concha la influencia del contador de cuentos con la de Ortega o Unamuno, y, en el aspecto de difusión mundial, la de Blasco Ibáñez fue muy importante por los años veinte y treinta del pasado siglo. Nada digamos de la de García Lorca, aunque a este no se le leía porque le bastaba haber sido fusilado. Blasco Ibáñez escribió novelas como «Los cuatro jinetes del Apocalipsis» y «Sangre y arena», de las que además se hicieron excelentes versiones cinematográficas, en tanto que las versiones cinematográficas de las películas de García Márquez son mediocres, según Tino Pertierra (yo no he visto ninguna). Tampoco es cierto que «Cien años de soledad», novela a la que eché un vistazo hace unos días sin que nada me animara a pasar de la mitad, es la mejor novela de lengua española del siglo XX. Ni siquiera es la mejor novela de Colombia, donde se escribió «La Vorágine» de José Eustasio Rivera, una novela épica. Y ya que hablamos de novelas hispanoamericanas, la mejor por encima de todas las demás y además la primera, es «Tirano Banderas», de Valle-Inclán: sin su modelo no se hubiera escrito «El señor presidente» de Asturias, «Yo el Supremo» de Rosa Bastos, y «El otoño del patriarca», de García Márquez. Todas estas cosas hay que decirlas antes de que nos atonten a todos más de lo que estamos. La literatura española de los primeros años del siglo XX es muy superior a toda la literatura sudamericana, desde los mayas hasta hoy, y si hay un escritor que haya escrito en sudamericano fue Valle-Inclán; que la democracia no la inventó Felipe González; que Vargas-Llosa es un novelista tan mediocre como Torrente Ballester, por lo que a su lado, García Márquez es un gran novelista, aunque muy por debajo de Carpentier, Gallegos o su compatriota José Eustasio Rivera; que el «boom» fue un montaje comercial que dio buen resultado, pues como decía Ché Guevara con toda la razón, de no haber sido por la revolución cubana, la literatura hispanoamericana se reduciría a cuatro boludos haraganeando por París y que todos estos escritores tan fervorosos de la revolución, siempre quisieron la revolución para los otros pero no para ellos. Recordemos los tristes argumentos del «belga» Cortázar para no estar presente durante la dictadura argentina. Cuando Felipe González subió al poder y el dinero corría aquí como agua, esto fue jauja para ellos: en el aspecto material y de la conveniencia, mejor que París. Como las moscas a la miel, brotaron hispanoamericanos por todas partes: escritores, actores, psiquiatras, charlatanes de feria en fin. Luego inventaban, ya en la «madre patria», unas cosas formidables: Bryce Echenique escribía para que le quisieran, el cosmopolita de Buenos Aires ganó fama de pensador y popularizó el término «realismo mágico», lo que es un contrasentido absurdo, porque la realidad no es magia y la magia no es realidad. Si a tu ventana llega un viejo con alas, es pura ficción. La realidad es que su autor era un vasallo de Fidel Castro, aunque no sé que tendrá que ver escribir cuentos de hadas con ser el «amigazo» de uno de los más tétricos dictadores de la historia, a quien, en su época de escritor «feliz e indocumentado», dedicó un artículo titulado «Mi hermano Fidel», aunque no se refería a su fraternidad, sino a la de la hermana del futuro dictador, Emma Castro. Otro artículo memorable es el titulado «El puñal de gurka», en defensa de la dictadura militar argentina.
Otra cuestión más misteriosa es por qué un vasallo de un dictador, un antiguo terrorista y un desenfrenado sexual con exaltados mundialmente, queridos y admirados, y llamados por sus apodos como si hubiera mucha confianza en ellos: «Gabo», «Madiba», Woody... Todo esto sería secundario si no fuera porque en la imagen pública de García Márquez es lo principal. Lo principal, no obstante, es su obra como escritor. Me gustan los cuentos de sus primeras colecciones. Pero lo que funciona bien en un cuento es insuficiente o inapropiado en una novela, como lo demuestra «Cien años de soledad». En sus «Doce cuentos peregrinos», el cosmopolitismo a la sudamericana resulta cargante. En el prólogo explica que escribir un cuento es trabajosísimo. Un buen cuento se escribe en una tarde, si se deja para la tarde siguiente, la segunda parte ya no es tan buena como la primera.
Con motivo de su muerte, La Nueva España volvió a publicar la fotografía en la que «Gabo», Carlos Fuentes y la hermana de Rey pasean por la calle Cimadevilla de Oviedo: dos feroces revolucionarios cogiendo del brazo a una Borbón, y los tres no caben en sí de gozo. El Oviedo de «La Regenta» y «Tigre Juan» tuvo el honor de que esa gente pisara sus piedras venerables. Una de las ciudades literarias de España recibe a una princesa real y a dos cortesanos incorregibles. Podía haber sido el asunto de un cuento de hadas, pero Márquez, aunque especialista en el género, no lo escribió, y Carlos Fuente, con su torpeza, mal gusto y pedantería de escritor «à la dernière», hubiera sido incapaz de escribirlo. La conversación mundana entre dos revolucionarios y una princesa no me digan que no es un buen tema. Pero sólo queda la imagen de tres personajes distintos y felices saliendo del arco del Ayuntamiento hacia la que fue la calle principal de una ciudad antigua e ilustre.
La Nueva España · 3 mayo 2014