Ignacio Gracia Noriega
La estatua de «Rufo»
Retrato de un perro que aportó sociabilidad y belleza a una época de Oviedo
Las estatuas son algo más que «mobiliario urbano», como ahora le dicen. Obedecen a muy concretos intereses políticos antes que a difusos propósitos ornamentales. Y cuando son simplemente ornamentales no dan en el clavo. Por ejemplo, el falo-ano levantado frente al Teatro Campoamor, que es la cosa más espantosa que hizo Úrculo. Yo a veces intento consolarme imaginando que se trata de un recuerdo del paso de las legiones romanas por la ciudad por la que no pasaron o de la columna del Estilista que nunca estuvo aquí, pero ni por ésas. No hay manera: el ano-falo no tiene ningún sentido en una ciudad en otro tiempo tan observante de las formas. En cuanto a la estatuaria política, la de Woody Allen, como siempre ocurre en estos casos, produjo polémica. A Woody Allen se le levantó la estatua por dos motivos principales: es un «icono», como se dice ahora, de la «progresía» ilustrada, por lo que es lógico que le ascendieran al olimpo escultórico un acomplejado ayuntamiento conservador. Por otra parte, Allen es el único director cinematográfico norteamericano que sabe aprovecharse de las subvenciones estatales españolas, lo que, si en New York sería insólito, aquí era natural hace unos años: se le hizo la estatua, pues, por haber sido un cineasta extranjero que aprendió algo de los cineastas españoles. Mas a causa de ciertas historias un poquillo desagradables que se le atribuyen al mencionado sujeto, algunos ciudadanos pretendieron que fuera retirada su estatua de la céntrica calle de Oviedo en la que se encuentra. Ya he dado mi opinión sobre este asunto en otro artículo.
Retirar una estatua es complicado, pues deja desorientadas a las palomas durante algún tiempo. Por otra parte, Woody Allen hasta hace poco era tan intocable como Nelson Mandela o «Gabo», pero últimamente observo un cambio de posición respecto a él. El desinhibido crítico ocasional del espacio «Movieberto», un gran espacio que hace el favor de ser cortísimo, ya le compara con Sylvester Stallone, uno haciendo de camionero bruto y el otro de newyorkino salido y de clase media alta y los dos repitiéndose hasta la saciedad, hasta la exasperación. Para Berto el gran actor es Charles Bronson, que si tiene que hacer de ciego anda tropezando con los muebles, y no se va a un sanatorio de ciegos como hizo Al Pacino para estudiar sus gestos y su manera de andar. En cualquier caso, no me parecería mal que la estatua de «Rufo», el perro más ovetense de los últimos tiempos, sustituyera a Woody Allen. Al menos estaría en un escenario muy de «Rufo» por el que Woody Allen, cuyos escenarios son los consultorios de los psiquiatras y la ciudad de NewYork, tal vez haya pasado una sola vez. «Rufo», al igual que su congénere «Buenón», fue un perro histórico, que otorgó humanidad y belleza a una época de la ciudad. Aunque tanto «Rufo» como «Buenón» distaran de ser bellezas perrunas. Pero eran amables, sociables y tranquilos, y, sobre todo, buenos ciudadanos que cruzaban las calles por los semáforos, cedían el paso a las señoras y a los ancianos y jugaban con los niños aún a riesgo de que éstos les hicieran perrerías (porque cuando un niño jugaba con un perro, quien hacía «perrerías» era el niño; ahora los niños no juegan ni comen, absorbidos por la informática y por algún «amigo virtual» que tienen en Singapur y que a veces resulta ser un degenerado de la calle de al lado, para más «inri». No tenían prejuicios de ningún tipo, por lo que permitían que hasta los retrataran en presencia de políticos en ejercicio. Prueba de que el mundo en cierto aspecto ha mejorado y también del «sic transit gloria mundi», es la fotografía publicada por La Nueva España el pasado 30 de abril en la que aparece «Rufo» pasando delante de la escalinata en la que se encontraba reunido el gobierno regional de aquel tiempo. Esto no indica que «Rufo» hay sido «políticamente correcto», ya que ni mira hacia los gobernantes, sino que «solo lo fugitivo permanece y dura». Pues en aquel tiempo, ser miembro del gobierno regional era importantísimo, mas hoy si se vuelve a publicar la fotografía es por «Rufo», no por los gobernantes felizmente olvidados.
El asturiano, como confirmación de que pertenece al bosque y a las «verdes praderas húmedas» y no a la sequedad del desierto, mostró como característica una especial sensibilidad hacia los animales. El cuento más conocido escrito por un asturiano tiene por protagonista a una vaca. No olvidemos a «Pichón», el potro del señor cura, al gato cojo del cuento de Juan Ochoa, al gato de Doña Berta (gran botánico), a los jilgueros de «Libertad» y al valeroso mastín «Nerón» de «Los lobos», de Constantino Cabal; ni, claro, al pobre perro desairado que tanto recuerda a «Rufo» de «Un testigo de cargo» de Palacio Valdés, ni al Quin, que había nacido «en muy buenos pañales ». «Rufo» y «Buenón» se incorporan por derecho propio al este olimpo zoológico y cinco mil ovetenses sensibles solicitan que «Rufo» se sume a los ilustres que disponen de estatua debido a sus méritos relevantes. No será el único caso de un animal con estatua en Asturias. En Noreña hay una estatua al «gochín » que me cupo el honor de inaugurar: es un «gochín» tan guapo, y está colocado en un rincón tan céntrico, que llama la atención.
El día de la inauguración, el escultor estuvo a punto de comerlo (a besos). Y en Villar de Huergo o Caldevilla, en Piloña, hay otra estatua al «gochín». No nos referimos a los caballos que abundaban en las estatuas de mílites y caudillos porque en éstas es personaje secundario: la estatua no se le hace al caudillo, sino al jinete, aunque en algunas como la de Espartero, a imitación de la de «Colleoni», a quien se recuerda es al caballo. Sin embargo, tanto en el mito como en la iconografía, el caballo es elemento importante: el «caballo blanco» de Santiago, inseparable del apóstol guerrero como si fuera un centauro. No obstante, hace muchos años, un cura de Posada quiso partir a la mitad la imagen de Santiago, patrono de la parroquia, alegando que no quería animales en la iglesia. Los feligreses reaccionaron, y por conservar el caballo, por poco echan al cura. Mas lo que no consiguieron los escrúpulos de un cura desnortado lo consiguió la «corrección política» y en una catedral que me daba vergüenza nombrar por este motivo, los canónigos decidieron suprimir el caballo de quien dio fama universal al templo, no por el caballo en sí sino porque pisotea a los moros que puso en fuga en Clavijo.
Aquel Santiago blandiendo espada y «matamoros» se inscribió en la mística universal; en plena guerra de 1914, Arthur Machen lo rememora inventando a los arqueros de Azincourt que aparecieron en el cielo tormentoso en ayuda de los soldados ingleses durante la batalla de Mons. Y las iglesias están llenas de animales: el cordero, la paloma, el pez, el «gochín» de San Antón, el perro de San Roque, el león de San Marcos, el toro de San Lucas, el águila de San Juan, según figuran en los retablos de las colegiatas de Santillana del Mar y de mi pueblo.
Si representaciones de animales se encuentran en lugares sagrados, ¿por qué no va a estar «Rufo» en estatua en Oviedo, para recordar a los ovetenses que gracias a un perro bueno fueron, hace ya algunos años, más nobles y más humanos? Yo me sumo a la petición de la estatua, y, si es preciso, digo unas palabras en elogio del perro el día de la inauguración.
La Nueva España · 10 mayo 2014