Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Moras prohibidas

La manía de las administraciones de limitarlo todo para perpetuar el sistema

Hace años una paisanina fue multada por plantar berzas en la cuneta de la carretera y yo escribí como protesta (protesta porque la hubieran multado, no porque hubiera plantado las berzas) un artículo titulado “berzas multadas”. Ahora, como el sistema burocrático del Estado de las autonomías (según mandato constitucional) se mantiene en plena forma prohibitiva, creo que es mi obligación protestar también contra la prohibición de coger moras a los que dan un paseo por el monte decretada por el gobierno del Principado. No invocaré aquel lema un tanto contradictorio de los ideólogos de mayo de 1968 de “prohibido prohibir”, aunque no creo que los actuales gobernantes del Principado, y si me apuran los de España entera, sean los descendientes y los herederos de aquellas algaradas en las que se fraguó la “última revolución burguesa”, la del “pacto social permanente” que permitió que los “niños bien” de la pequeña burguesía no solo se convirtieron en los imprescindibles dirigentes revolucionarios, tal como había previsto Dostoievski en su novela “Los poseídos”, sino que los revolucionarios fueron los administradores del sistema capitalista. Esto demuestra, entre otras cosas, que los sistemas totalitarios tienen el nihilismo como táctica en tanto que los democráticos lo tienen como meta. El dirigente socialista Z., a pesar de todo lo que se diga de él, era un nihilista de tomo y lomo, y bien sabido es lo que dice Nietzsche del nihilismo y repite Octavio Paz: que es “el budismo de Occidente”. Un budismo, todo hay que matizarlo, un tanto totalitario y dogmático, pero budismo a fin de cuentas, no exento de frenesí prohibicionista. Mientras gobernaba Z. los optimistas llegamos a pensar que el prohibicionismo y las instrucciones en la privacidad pertenecían al ideario socialista del gobernante, mas ahora que gobiernan los que no son “ni liberales ni conservadores”, es decir, los socialistas descafeinados, se mantiene un prohibicionismo tanto o más riguroso que el del gobierno anterior, incrementado por un furor recaudatorio que deja muy atrasados a los socialistas que nunca tuvieron ningún respeto hacia las arcas privadas, salvo las suyas propias.

En consecuencia, prohibir las moras corresponde a la ideología imperante, que del “prohibido prohibir” pasó a “lo prohíbo, todo”, pero siempre, y esto es muy importante, atendiendo al bien común y a la mayor felicidad de los objetos de las prohibiciones. En realidad, los lemas de la revolución del 68, que tanto entusiasmaban en cuanto que apoteosis de la modernidad, a un escritor pijoprogre belga con acento argentino son muy antiguos, y lo de “prohibido prohibir” no es otra cosa que la brillante contradicción de que “no haya libertad para el liberticida”, formulada por Saint-Just, el cual, convencido por la lectura de Rouseau de que el hombre es bueno por naturaleza, guillotinó a cuantos compatriotas pudo para preservar esas bondad innata y para que los liberticidas no tuvieran libertad, prohibió la libertad de todos, lo que es más seguro. Así, los liberticidas no tienen manera de actuar, y los buenos, porque son buenos, no protestan. La prohibición es la mejor manera de asegurar el sistema y no hubo un solo sistema que se distinguiera por las prohibiciones más serias que no pretendiera la redención y felicidad del género humano.

De la revolución francesa surgieron muchas cosas buenas y muchas malas, pero uno de los frutos acabados del rousseaunismo es de fecha posterior. Me refiero a los ecologistas radicales, cuya meta, cuando no punto de partida, es el nihilismo. Ya que a estas alturas resultaría absurdo además de anacrónico intentar la revolución, los ecologistas procuran hacer lo más incómoda posible la estancia sobre la tierra de sus conciudadanos, y a pesar de la consabida declaración de la bondad innata del hombre, los ecologistas no creen en ella, y considerando a la especie humana como depredadora en grado extremo, se dedican a defender contra ella la naturaleza en su conjunto, incluidas las modestas moras que crecen en los matorrales, a las orillas de los caminos y en ocasiones tan cubiertas de polvo que hay que frotarlas contra la chaqueta para poder comerlas.

Estos ecologistas radicales en realidad consideran a la naturaleza como una abstracción: hay que preservarla para el futuro, para la descendencia de la humanidad, que será la que disfrute de ese “paraíso” prometido por las revoluciones y las religiones, con la única diferencia de matiz de que las religiones sitúan el paraíso “más allá” y las revoluciones “más tarde”. De manera que uno se pregunta cuándo llegará de una vez ese futuro y podamos volver a comer moras. Tiene razón mi buen amigo Juan_Rionda, presidente de la Federación de Deportes de Montaña, Escalada y Senderismo de Asturias, cuando declara a La Nueva España que “Asturias no puede ser solo para el disfrute de cuatro ecologistas extremos”, de gente que son “antitodo”.

La regulación vuelve a estar hecha desde un despacho, “sin pisar la montaña”, demostrándonos de manera muy simpática que en él predomina el amor a la montaña sobre las tentaciones burocráticas. Pero los burócratas, multiplicados por la administración actual, cobran buenos sueldos por no hacer nada y como cuando no hace nada el diablo con el rabo espanta las moscas, se dedican para justificarse a hacer lo más fácil, que es prohibir. Venga: prohíbo esto y lo otro y lo de más allá, en primer lugar porque me da la gana, y además porque en algo hay que llenar la jornada laboral de ocho horas. Y, en fin, prohibir no sería tan malo si no estuviera aderezado con esa pedantería insufrible y ridícula del dialecto de la postmodernidad burocrática. La nueva regulación de la naturaleza, lo que sólo plantearlo ya es suficiencia, lleva el pretencioso rótulo de “Instrumentos de gestión integrados para espacios protegidos”, con las consiguientes siglas: IGI. Vivimos en la época de las siglas y de los dialectos, a pesar de lo cual yo continuo aferrándome a un lenguaje claro y a veces, escuchando el dialecto tecnológico (por ejemplo, a visitar unas instalaciones se le dice “conocimiento situado”), temo que me suceda como aquel filósofo del que cuenta Diógenes Laercio que murió de risa al ver a un asno comiendo higos y que tantas veces cita don Pío Baroja.

El afán a regular, intervenir y dictar la sociedad de los hombres es en cierto modo comprensible, pero la pretensión de regular la Naturaleza es desmesurada. Es tan grotesca como creer que la naturaleza puede someterse a leyes humanas. No es una vanidad moderna, pues en el siglo XVIII la “nueva corporación europea de filántropos y vulgarizadores” intentó otro tanto, y, como escribió Novalis, “la naturaleza, sin embargo, continuó siendo tan maravillosa e incontenible, tan poética e infinita como antes, a despecho de todos los esfuerzos por modernizarla”.

Ideas que fueron expresadas maravillosamente por unos gitanos de mi pueblo, a quienes detuvo la guardia civil por mariscar fuera de temporada, y ellos protestaban: “¿Qué se creen los payos, que es suyo el mar?”. Ahora podremos repetir: “¿Qué se cree la pedantería burocrática, que es suyo el monte?”. Chesterton preveía que de haber triunfado la barbarie de los hombres del Norte, Inglaterra se hubiera quedado sin el pastel de Navidad. En Asturias, de imponerse la barbarie burocrática, acabaremos quedándonos si la mermelada de moras.

La Nueva España · 31 mayo 2014