Ignacio Gracia Noriega
Una leyenda romántica
Los doscientos años de la bellísima Searila, la protagonista de una tragedia de amor
No todos los días cumple años una leyenda. Pero las leyendas muchas veces tienen nombres y apellidos, y, concretamente, María Rosa Pérez Castropol, en quien se basa la leyenda de la Searila, nació en “La Casoa”, llamada así por ser casa principal, perteneciente a la parroquia de Seares, concejo de Castropol, el 15 de junio de 1814. De manera que el recuerdo de la que murió “en plena gloria y en plena juventud” cumple ahora los doscientos años. No hemos citado la en otro tiempo famosa canción mexicana por capricho: María Rosa, más conocida por el sobrenombre de La Searila, murió en la gloria de su belleza y en la “plena juventud” de sus veintidós años, ya que falleció el 31 de octubre de 1836 y fue enterrada al día siguiente, el 1 de noviembre (una fecha muy fúnebre, por cierto), en el cementerio de Santa Cecilia de Seares. Para completar el perfil romántico del personaje podríamos añadir que murió de tuberculosis, como Margarita Gautier y tantas otras heroínas de su época. Pero el doctor Jesús Martínez Fernández precisa, siguiendo a Novoa Santos, que la causa de su muerte fue “una impresionante hemorragia postpartum, debida, probablemente, a la expulsión incompleta de la placenta”. La descripción de esta muerte, sobrecogedora por su laconismo, se encuentra en su partida de defunción: “No recibió ningún sacramento a causa de un flujo de sangre que le quitó la vida de repente”. El doctor Martínez Fernández, excelente escritor, por lo demás, añade con una entonación muy adecuada a aquel suceso: “Seares y sus cercanías se estremecieron y quedaron mudos ese día ante tamaña catástrofe. Y el fúnebre silencio solo era turbado por el débil quejido de una niña que reposaba en ricos pañales y por el ruido que los cascos de un caballo desbocado producían al galopar sobre la senda empedrada y polvorienta”. El galope de este caballo era tal vez eco de los cuatro caballos que su enamorado reventó para llegar a tiempo al lecho mortuorio de la amada: pero fue en vano, pues cuando Antonio Cuervo Castrillón, el apesadumbrado marido, entró en la casa de Seares, ya le habían dado tierra a la Searila aquel día señalado de noviembre en que las campanas de Seares doblaban por ella y por todos los muertos, y desde todos los campanarios del mundo tocaban a muerto. La hija, causa involuntaria de su muerte, fue bautizada con los nombres de Claudia María Rosa, y a punto estuvo de sobrevivir en un año a su madre: pero murió el 29 de octubre de 1837, la víspera de su primer cumpleaños. No le faltan a esta historia los ingredientes románticos más característicos: la mujer bellísima que muere joven, la niña que no tarda en seguirla al sepulcro, el marido que cabalga desesperadamente bajo los cielos desolados de un otoño sombrío. Solo llegó a tiempo para repetir algunos gestos románticos acreditados y componer una sentida elegía. Jesús Evaristo Casariego, no menos romántico y exagerado, la imagina recorriendo “enloquecido los campos y las playas por donde antes paseara su amor triunfante, pero ahora salía solo y de noche, como una fantasma pavorosa, recitando sus versos y accionando como si increpase a los árboles, a las olas, a la luna que habían sido callados testigos de su dicha. Así vivió de una manera desesperada y delirante años de agonía y dolor hasta que fue a unirse en ‘el más allá’ con la Searila inolvidable”. La estampa es byroniana (el propio Casariego menciona a este propósito a lord Byron y a Edward Young, el autor de “Las noches”) y podría ser el final magnífico de una novela decimonónica. El doctor Martínez Fernández viene a contar la misma historia, de la que el punto de partida es un arrebato necrófilo: “Loco de amor, la desentierra, llora sobre su cadáver y la besa, le corta algunos cabellos y vuelve todas las noches a hablarle, vagando solo por aquellos sombríos y solitarios parajes que se estremecían con su voz dolorida interpretando la pena de su alma”.
Según Martínez Fernández, Antonio Cuervo Castrillón “pierde, literalmente hablando, aquella cabeza que había sido absorbida por su corazón”, a causa de una psicosis endógena de tipo esquizoide originada por la profunda conmoción afectiva que levanta la muerte de su esposa”. Este Antonio Cuervo Castrillón y Fernández Reguero es personaje documentado, hijo de José Cuervo Castrillón, que ocupó el cargo de secretario de la Junta General del Principado en la guerra de la Independencia y director de la sucursal de la Sociedad Económica de Amigos del País de Vegadeo, localidad en la que nació Antonio a finales del siglo XVIII, y después de cursar estudios en la Universidad de Oviedo, desempeñó varios puestos estatales, siendo el más destacado el de gobernador civil de La Coruña. A él se le atribuye el poema elegíaco que comienza:
Solitaria mansión del sepulcro. Solo en ti mi esperanza se encierra, que, perdido de amor, es la tierra un abismo de mal para mí.
De ser este poema obra de Antonio Cuervo escrita en noviembre de 1836, con motivo de la muerte de la Searila, debiera figurar entre las elegías del romanticismo. Pero todos los antológicos parecen ignorarla. Las referencias literarias que evoca este caso, por lo demás, parecen excesivas: Casariego cita a Edward Young y a lord Byron, José Cadalso ya había desenterrado el cadáver de su amante María Ignacia Ibáñez años antes de que Antonio Cuervo hiciera lo mismo con el de la Searila, la historia trágica y necrófila recuerda a “Vera”, un “cuento cruel” de Villiers de l’Isle Adama, y, en fin, el arranque del poema parece de Poe: “Solitaria mansión del sepulcro...”. Por otra parte, la recuperación de la Searila es de estirpe literaria: en 1955, Alejandro Sela y Jesús Martínez Fernández publican un folleto titulado “La Searila”, donde reconstruyen la historia de la infortunada Rosa Pérez Castropol. Poco antes o poco después, Casariego publica una hoja volandera que contiene un artículo suyo: “La Searila, una aportación asturiana al romanticismo español”, publicado previamente en la revista “Fotos”, la elegía del apesadumbrado viudo y la lista de los escritores asturgalaicos que en 1955 conmemoraron el episodio “con una lápida y un libro”: lista que abren Ramón Menéndez Pidal, Ramón Pérez de Ayala y el marqués de Aledo, y, los demás por orden alfabético, desde Dámaso Alonso a Ángeles Villarta. En rigor, el personaje verdaderamente romántico es Antonio Cuervo, vagando y clamando por los bosques y los acantilados bajo la luna llena: lo que probablemente sea la verdadera leyenda. En realidad, la Searila no hizo más que ser muy guapa y morir joven, o como dijo Paz Arredondas, la llevadora de la casona, según recoge Jorge Jardón: “Su única virtud fue haber nacido rica”.
“La Casoa” era “una casa de labranza, con traza de haber sido construida y vivida por gentes de condición social elevada”, según escribió Alejandro Sela hace casi sesenta años. Nunca fue una casa de gran envergadura, pero podía pasar por ser una casa importante en aquel medio rural. Hace unos veinte años Jorge Jardón describía su estado como “lastimoso”. Fue por aquella época cuando la visité, en compañía de Álvaro Delgado.
La Nueva España · 14 junio 2014