Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Islas en el mar de Siero

Noreña no es un concejo muy conocido por los asturianos a pesar de su tradición gastronómica, sus paisajes y sus gentes Los asturianos tenemos de todo, y que no falte. Tenemos autonomía, bandera, “gobiernu”, llingua llariega, singularidades raciales y culturales desde que se descubrió que somos celtas y no hemos sido romanizados y hasta “himnu cimeru” reformado, para que lo puedan cantar los obispos. Yo me pregunto qué pintan los monseñores cantando “Asturias, Patria Querida” en las romerías y en los actos políticos, como antes no pintaban nada cantando “Cara al Sol”. Por si fuera poco, aquí resucitan hasta los muertos. Vuelve del pasado Javier Vidal, un liberal de los tiempos de la transición en que bastaba con saber pronunciar “democracia” para ser un ideólogo. Lo de “solidaridad” vino después, en los cursos de doctorado, cuando los “demócratas” ya ocupaban altos cargos. En aquel tiempo la confusión, Javier Vidal era un liberal con las ideas tan claras que afirmaba que el objetivo principal del partido liberal era la nacionalización de la banca. Me lo confió un día en el bar Los González como quien está dispuesto a poner una pica en Flandes.

En Asturias, hay, por tanto, de todo, y asturianos ardorosos decididos a que Asturias sea solo Asturias y el resto del universo no exista, salvo en Llanes, donde reconocen que también existe México. El problema de estos asturianos tan exclusivistas, tan celtas, es que ignoran Asturias: no la recorrieron jamás, y como decía Unamuno, la única manera de amar y conocer un país es pisándolo. Algunos asturianos se creen tales por imitación de irlandeses, vascos y catalanes y otros porque no le ven otra salida a sus estudios de filosofía y letras. No niego que muchos salen al campo a correr y a hacer ejercicio: pero a los que sólo les preocupa estar en forma, lo demás les trae sin cuidado y el que corre, nada ve. Para ver Asturias hay que hacerlo con los ojos abiertos y caminando lentamente, deteniéndose en los lugares que se deben contemplar de cerca.

Ni siquiera la Asturias central, que es la más poblada, es bien conocida por sus habitantes. Noreña es una de las grandes capitales gastronómicas del Principado: bien lo sabe el numeroso público que llena sus restaurantes los fines de semana. Pero la mayoría de las personas que van a Noreña lo hacen convencidas de que visitan el concejo más diminuto de Asturias, reduciendo a la villa y un poco apartado, en un alto, al palacio de Miraflores, donde murió Flórez Estrada. Noreña está en una colina ondulada que va desde la estación, tan nombrada en los cuentos de Ramón Pérez de Ayala desarrollados en Cenciella, hasta la robusta iglesia del siglo XVI, con torre y aspecto militar. Todo esto se encuentra en la calle principal, en cuyo centro están los restaurantes, los bares con terraza, el comercio, los bancos y el kiosko de la música. Frente por frente del kiosko tenemos Casa Alicia, con su aspecto de bar francés de novela de Simenon, donde se hacen las mejores pastas y hojaldres de muchos kilómetros a la redonda, donde los calamares rebozados forman parte indispensable del ritual de los domingos, donde Fidel hace sus artesanías minuciosas y Aurelio Quirós Argüelles juega apaciblemente a la brisca, para “enseñar a jugar a sus oponentes”, como él dice. Aurelio Quirós es un hombre tranquilo, de esa sabiduría profunda que otorga la experiencia, un hombre de palabra en quien se puede confiar y un caballero del sombrero a la puntera del zapato.

En Asturias solo hubo un presidente: Rafael Fernández; un rector, Teodoro López Cuesta, y un alcalde, Aurelio Quirós. Y aunque lleva muchos años retirado de la política, aunque no perteneció a ningún partido, lo que le permitió defender libremente y sin presiones los intereses de Noreña, Aurelio sigue siendo para muchos el Alcalde. Habla con lentitud, camina con parsimonia, no parece tener nunca prisa: es el alcalde ideal para una población tranquila y bien ordenada, de unos cinco mil habitantes.

Aurelio Quirós, noreñense hasta los tuétanos, dice que no nació en la villa y añade, guiñando un ojo, que Noreña es más grande que la villa. Valdría decir que Noreña es una isla con un par de islitas anexas en el mar de Siero. Es territorio de Noreña fuera de la villa debiera ser mejor conocido, porque es magnífico. Las dos islitas sobre tierras de Siero son los cotos de la Pacera y de La Felguera, cuyo cartel indicador precisa “La Felguera de Noreña”. Se sale de la villa por la carretera de Gijón, con desviación al este, dejando atrás algunos pueblos al borde de la carretera, entre ellos La Figalona, de donde es Evelio G. Palacio. En La Felguera entramos en las posesiones de Aurelio Quirós, que tiene fincas, ganados, huertas, bosques y árboles frutales diseminados por un paisaje verde y en algunos puntos en declive. En este valle fértil se concentra todo el mundo de Aurelio Quirós y su mujer: todos sus hijos, nietos y bisnietos viven alrededor, y él, aunque viva en Noreña, todos los días recorre sus posesiones, como los antiguos patriarcas. La casa, en realidad varias casas, de Aurelio, se encuentran en posición eminente, con el valle y los caseríos a sus pies. Desde aquí vemos La Peral, con seis casas; La Carril, con dos; San Andrés con tres y La Braña, con siete, todos ellos pertenecientes a la parroquia sierense de Celles, aunque en el aspecto municipal y administrativo son de Noreña. Más al este aún, y entre bosques, está Muñó. Al norte están La Peral, El Monte y Las Cagañas, y al otro lado de la colina empieza el concejo de Gijón. Por Muñó se sale a la carretera de La Camocha y a Gijón y por Las Cabañas a Lavandera, donde estuvo de maestro el poeta bable Pepín de Pría, el autor de “Nel y Flor”.

La casería de Aurelio está perfectamente acondicionada, desde modernos aparatos eléctricos a los aperos tradicionales. Él mismo prepara la comida: huevos cocidos de sus propias gallinas, sabadiegos y chuletas de muy buen sabor, y de postre quesos. En la huerta hay calabacines hermosos y berenjenas de categoría. Las antiguas caserías eran autosuficientes, y la de Aurelio lo continúa siendo: se puede comer todos los días sin necesidad de salir de casa.

La carretera continúa hasta Muñó. Es una carretera en perfectas condiciones, con el firme excelente, que discurre como por un pasillo entre fincas con cierres de boj muy bien podados. Desde San Andrés a La Cantera, el boj, a ambos lados, sombrea el camino, tan cuidado como si estuviéramos en el interior de una casa particular: incluso dejamos atrás un arco de boj a nuestra derecha. Y tan cuidados como el boj y la carretera lo están las fincas y los caseríos. Estamos en una zona rural en la que se advierten, como diría Valle-Inclán, riqueza y labranzas: bien es verdad que las antiguas construcciones rústicas han sido sustituidas por viviendas unifamiliares de tipo chalet. Pasamos por Arriondas y El Pelaiz y en una elevación del terreno se encuentra Muñó, con su iglesia, sus escuelas de comienzos del siglo pasado, sus naves ganaderas y sus caserío cuidado y disperso. A partir de aquí cambia el paisaje: el valle se abre y es también más abrupto, con algunas alturas rocosas y bosques cubriendo las colinas. La carretera asciende por La Collada, desde donde empieza a bajar hacia Pola de Siero. Estamos ya en la otra vertiente y en pleno Siero, y entre Muncó y La Cabaña (no confundir con Las Cabañas, que hemos dejado atrás hace un buen rato) se despliega uno de los más amplios y maravillosos panoramas que es posible contemplar en Asturias, y no diré sorprendente porque Asturias guarda muchos tesoros y muchas sorpresas. Todas las montañas orientales y centrales de nuestra tierra se proyectan sobre el majestuoso telón del cielo despejado de una tarde azul, sin una nube, desde los lejanos picos de Europa, cubiertos por la luz rosada del crepúsculo, hasta el monte Naranco, muy al extremo noroeste. La cordillera Cantábrica recorre sin interrupción este escenario grandioso. La línea del horizonte está quebrada por las montañas sin fin, por sucesión de cumbres perfectamente perfiladas. Y en primer término, alzándose con la cabeza hacia el sur, la inconfundible silueta de Peña Mayor y un poco apartada hacia un segundo término, al oeste, la mole catedralicia de Peña Mea. Merece la pena detenerse y mirar. No sacar fotografías, porque las mejores cámaras fotográficas son el ojo y el recuerdo. Los Picos de Europa flotan en su luz rosada pero en Peña Mayor se aprecian todos los accidentes del terreno, las cañadas, los desniveles e incluso las sendas. Y en la tarde, ni un ruido. Solo el vuelo cadencioso de un ferre.

Descendemos hacia Siero mientras descienden las sombras. La entrada a la villa por esta parte es indecisa entre el ruralismo y el urbanismo, pero un paso más y salimos a Las Campas, con sus terrazas y su bullicio, con los bares llenas como si hubieran vuelto las vacas gordas y la gente joven lo estuviera celebrando.

La Nueva España · 13 septiembre 2014