Ignacio Gracia Noriega
San Martín, el tiempo del “gochín”
Las matanzas, muestras de la sociabilidad rural de la vieja Asturias
Por San Martín empieza el tiempo del "gochín", que se prolonga hasta San Blas, cuando la luz verás. A pesar de esta copla tan mala que se me acaba de ocurrir ahora mismo, en efecto, por San Blas se ve la luz, dada su inmediatez con la Candelaria, es el único día del año que los niños del Limbo ven la luz de los cirios encendidos a la Virgen, según Giner Arivau, y, además, a comienzos de febrero ya se nota de manera muy perceptible que los días son más largos. Pero eso de que por la Candelaria ya está el invierno fuera es tan falso como que por Santa Lucía, tanto como salta la pulga, crece el día, refrán que solo pudo ocurrírsele a quien no vio una pulga en su vida, ya que las pulgas dan saltos enormes. Febrero es el equivalente en invierno a agosto en verano, el mes de las grandes nevadas, así que no puede decirse que está el invierno fuera cuando estamos en la apoteosis del invierno. Desde el centro del otoño, que es por San Martín, hasta finales del invierno, se suceden las festividades de los "santos gastrónomos" asturianos, San Martín, San Antón y San Blas, todas ellas aderezadas con la correspondiente matanza del "gochín", esa despensa con patas que aunque ahora los dietistas y la gente saludable desprecia y abomina como si fueran mahometanos, fue una de las bases de la alimentación rural en toda tierra de "cristianos viejos", y señaladamente entre los pueblos de la cornisa cantábrica. "Gochu", como escribe Jesús Neira en "El habla de Lena", es "el término con que más frecuentemente se designa al cerdo", que recibe también otros nombres para cada etapa de su desarrollo. Llenos de afectividad, muchos llaman al "gochu" por su diminutivo, demostrando así su familiaridad hacia él y su ternura. Los diminutivos expresan la ternura de los asturianos hacia las personas y también hacia los animales y las cosas en tanto que los aumentativos tienen un sentido humorístico y hasta satírico. Por lo que cuando un asturiano dice "gochín" es en reconocimiento de lo mucho que le debe. Las "matanzas", que en Asturias no tienen otro significado que las del cerdo a partir de San Martín, son otra muestra de la sociabilidad rural en la vieja Asturias, lo mismo que las “esfoyazas” y los “filandones”. En el caso de la “matanza” hay un sentido económico definido, ya que toda la aldea participa de ella y a las casas cuyos vecinos no están presentes en la “matanza”, que en cierto modo es una fiesta, se les envía la “prueba”, una parte del animal sacrificado para que participen también del jolgorio y contribuyan a mantener su despensa, en el buen entendimiento de que cuando ellos matan su cerdo inviten o envíen la “prueba” a quienes tuvieron esa deferencia con ellos. De esta manera se forma una especie de "economía rotatoria" durante todo el Invierno, ya que los que ayer mataron o enviaron la "prueba", hoy son invitados a la "matanza" en la casa del vecino. Se trata, por así decirlo, de un peculiar "potlatch", una forma de "consumo ostensible' entre ciertos pueblos primitivos.
Las “matanzas” se hacen con la luna en menguante, por lo que este año, San Martín coincidió con esa posición de la gran luna de noviembre. Ya se presentaron también las heladas y sobre las cumbres han caído las primeras nieves. Sin embargo, todavía es pronto para que entre la arcea volando con su ruido característico que recuerda al de un peno mojado que se sacude el agua, según Castroviejo, y que son las señoras de los grandes bosques bajo la luna. Es Inevitable citar en otoño la majestuosa frase de Cha-tuubriand: "La lune jaune de novernbre luir dans le vapeur glacée des forera". Las arreas, pues, para San Andrés con su tartán de otoño verde y marrón, al que invocaban los clanes escoceses de las fierras altas para que los Estuardo volvieran a ocupar el trono de Inglaterra: "¡Por Dios y San Andrés!". Pero por San Martín es el cerdo el rey. Por lo demás, San Andrés, el santo que cierra noviembre, en balista mientras que San Martín fue un cosmopolita en todos los órdenes, además de haber sido muchas cosas, desde soldado a obispo; también herborista, zoólogo, un poco taumaturgo y un poco arquitecto.
Jacques de la Voragine nos mema su vida con ese sentido mágico que reciben las biografías piadosas de "La leyenda dorada", Martín nació en Panonia, se educó en Italia, fue legionario romano, acólito de San Mario, obispo de Tours y patrono de los reyes de Francia, que llevaban a las batallas su media capa (la otra media se la había dado una noche helada a un pobre que resultó ser Jesucristo) y de los peregrinos franceses en el camino de Santiago: por lo que San Martín, durante la peregrinación, fue santo casi tan nombrado como Santiago, y la huella de su nombre permanece en la toponimia de las viejas tierras cristianas españolas: tal vez sea San Martín el topónimo más repetido en Asturias. Asimismo era San Martín un santo con sentido común y alegre, que, según John Ruskin, "experimentaba gran placer con la comida y con agradable compañía", y poco respetuoso con los convencionalismos, pues, sentado a la mesa del rey de Francia, le daba la espalda para beber con el último Invitado. No podía contar el "gochín" con mejor santo al que vincularse, aunque su santo patrono sea San Antón.
Recuerdo de mi infancia las "matanzas" en la casería de unas tías mías, al pie de la sierra del Cuera. En Las Arnias mataban por San Martín y a mediados del invierno. Aquella noche yo dormía en el caserío y muy temprano empezaban a llegar los vecinos de los caseríos próximos, algunos al otro lado de la vía del tren. La ceremonia (pues aquello tenía mucho de ritual) se celebraba en la cuadra, iniciándose con los "urníos" espeluznantes del "gochín", a quien tumbaban entre varios hombres sobre un tablón y cuando estaba el pobre animal bien sujeto, el matachín le clavaba un cuchillo en la garganta tan profundamente que si era hábil y experto, llegaba al corazón. Se recogía la sangre que brotaba a raudales en un cuenco que se movía continuamente para evitar que cuajase, y después escaldaban al "gochín" con agua hirviendo, le raspaban las cerdas con una navaja y finalmente le abrían en canal para sacarle los interiores. No era un espectáculo agradable y confieso que las veces que lo presencié lo hice cerrando los ojos o mirando para otra parte.
Pero consumada la "matanza", empezaba la fiesta "profana". En la cocina se agolpaban las mujeres, picando la carne destinada al embutido, descarnando las costillas, haciendo los mondongos y embutiendo las morcillas, los chorizos, las longanizas, etcétera. Lo normal era que se matan también un potrillo, para mezclar ambas carnes, las mujeres, con las camisas remangadas, estaban coloradas y los cristales de la cocina empañadas. Hacía un calor de horno y el olor en muy fuerte y agradable. Los hombres, en el pasillo o en el comedor, fumaban, comentaban cosas y bebían vino o "sol y sombra". Aunque mis tías tenían lagar para consumo interno, aquella zona en de poca sidra. La comida era de sopa de hígado, adobo y torreznos. Las conversaciones se prolongaban hasta la noche, que se cenaba otra vez fuerte, y luego se jugaba a la lotería utilizando para marcar granos de maíz, mientras mis tías empaquetaban las “pruebas” para los vecinos ausentes. La reunión se prolongaba hasta altas horas, aunque cantar no estaba bien visto, porque se suponía que se cantaba por haber bebido demasiado. De vez en cuando las mondongueras, con mucho remilgo, bebían una copita de anís o “María Brizard”. Ahora todo eso se ha perdido. Matan al “gochín” como si fuera un ternero: asépticamente.
La Nueva España · 6 diciembre 2014