Ignacio Gracia Noriega
La ermita de Santa Ana de Mexide
Las maravillas por descubrir a la vuelta de la esquina
A don Miguel de Unamuno le desagradaba el cosmopolitismo un tanto paleto de los argentinos. En realidad, lo del cosmopolitismo, ahora que pasó la época de los ferrocarriles internacionales y de los grandes transatlánticos, es paletearía de nuevo rico, que después de tener varios coches, dos o tres segundas viviendas y yate, envía a los hijos a Mirar un "master" a Harvard.
Ayer, el destino era París y hoy lo es Nueva York, y ya empieza a serlo Singapur, Como decía uno de los hombres con más sentido común que hubo en Oviedo, el profesor Santiago Melón: “La de cosas que se le ocurren al hombre moderno para no estar en su casa!”. Desde estar todo el día en reuniones hasta viajar a países tan exóticos en los que no conoce a nadie, ni habla la lengua, ni va a ver otras cosas que las que les muestre la agencia de viajes, en apasionados itinerarios de aeropuerto en aeropuerto, y como intermedio, pasar la noche en un hotel convencional. Por lo menos, en la Edad Media las cosas eran más prácticas y sencillas, y dos cosas sacaban al hombre de su casa: la primera, el humo; la segunda, hembra poco placentera (que dijeron el Arcipreste de Hita y Geoffray Cancer).
No obstante, Unamuno tenía alguna consideración hacia los argentinos, ya que colaboraba en el periódico “La Nación”, que pagaba bien, y el famoso dicho de que a un catalán hay que comprarle por lo que vale y venderle por lo que dice valer, que Unamuno reproduce en estos términos, en realidad va referido a los argentinos. Más entre argentinos y catalanes, "!hélas!". Los catalanes son los argentinos de España.
Sin embargo, don Miguel en alguna ocasión les cantó las cuarenta a los argentinos, reprochándoles que estuvieran hablando a todas horas de París, que dijeran que iban a París sin mencionar Francia y que hubieran subido a la torre Eiffel y no se hubieran acercado a Iguazú. Esto, tanto como de argentino, es propio también del español. El español desconoce su tierra y, lo que es más grave, no le importa conocerla. Del asturiano, nada digamos. La Asturias occidental es tierra que figura en blanco en los mapas para los de la Asturias oriental, y viceversa. El asturiano urbanícola prefiere pasar un fin de semana en Londres deprisa y corriendo que acercarse a Pedroveya (que no conoce), lo que le queda más cerca y el viaje le resulta más barato.
Situémonos en Oviedo, capital del Principado. Por lo general, toda su literatura costumbrista se refiere a la ciudad y sale poco al campo. Si escribimos que hay un tejo notable en la ermita de Santa Ana (o "Santa Anina', como cariñosamente la llama Carmen Ruiz-Tilve), detrás del Cristo, a pocos kilómetros del centro de Oviedo y en una de las zonas más urbanizadas de la ciudad como es Montecerrao, muchos se echaran las manos a la cabeza. ¿Cómo es posible que haya un tejo en Oviedo si el "Boletín Oficial del Principado de Asturias" lo ignora? Pues lo hay, y no es el único, aunque sin duda es el más hermoso.
Me llamó la atención sobre la ermita de "Santa Anina" (me gusta el diminutivo, Carmen) de Mexide, mi erudito y gran migo Julián Herrerojo, investigador de las antigüedades bíblicas y del cristianismo primitivo en Asturias, autor de un excelente libro inédito sobre Rubén Darío en Asturias y párroco del Cristo de las Cadenas. Julián guarda en la rectoral del Cristo una piedra de la casa de Santa Ana, la madre de la Virgen María según el protoevangelio apócrifo de Santiago (siglo II). Pero también era Ana la profetisa hija de Fanuel que servía en el templo de Jerusalén y a los ochenta y cuatro años fue testigo de la presentación de Jesús en el templo: “Estaban también allí Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad muy avanzada, pues había vivido con su marido siete años desde su virginidad" (Lucas, 2, 36-37). Sin embargo para los cristianos Santa Ana es la madre de la Virgen, San Joaquín su padre y Santa Isabel su prima, madre de Juan el Bautista.
La ermita de Santa Anina tiene su relación con la Balesquida, y el Martes de Campo se llama así porque los cofrades salían en efecto al campo, hasta la ermita, donde se celebraba una misa en aplicación por los cofrades difuntos y se distribuían medio cuartillo de vino blanco de Castilla y un bollo de a libra de pan de escanda, "todo de buena calidad", en la mañana del tercer día de cada Pascua de Pentecostés. Esta romería se trasladó al "frondoso Campo de San Francisco", donde se celebra ahora.
Otra cofradía que repartía bollos era la de La Magdalena, según López Dóriga en las “Siluetas ovetenses”, que escribió en colaboración con Ramón Prieto, y eran estos tales que "ni el histórico bollo de 'pan de fisga' tan apreciado por doña Velasquita Giráldez, a juzgar por la cláusula impuesta en la escritura de fundación de la cofradía que lleva su nombre, ni los bollos de Morcín, antes tan ponderados, ni los muchos bollos que el arte del panadero arroja al mercado para excitar el apetito bajo la forma de bonetes, pistolas, jamancios y roscas, pueden competir con el de la Magdalena. Un “mayordomo de genio alegre”, según López Dóriga, intebtó unir la Magdalena y la Balesquida, aunque tal celebración conjunta sólo tuvo lugar un año, “quizás para bien de muchos”.
Sobre Santa Ana de Mexide se ha escrito poco: lo más reciente y mejor es un artículo de Carmen Ruiz-Tilve titulado “Cosas de Santa Anina de Mexide”, en el que cita una frase tomada del “Libro de Oviedo” de Canella. En Vega, a la sombra del añoso tejo, está la capilla de Santa Ana, con efigies antiguas”.
Luego la ermita se volvió una ruina cubierta de zarzas, en un “montón de piedras”, según don Constantino Cabal. Hace medio siglo, por dar un paseo más amplio y evitar la carretera, se subía al Cristo por detrás de “Casa Fermín” y de la clínica de Morate, por la ladera de praderas que se extendía hasta la carretera de Mieres. El imponente telón de fondo eran el Monsacro y la sierra del Aramo, y en un rincón del praderío veíamos unas ruinas cubiertas de hierbas y zarzales a los que nunca tuvimos la curiosidad de acercarnos. El hermoso tejo parecía formar parte de la ruina. Hacia 1994, “gracias a la buena memoria de Joaquín Manzanares”, recuerda Ruiz-Tilve, se empezó a desbrozar la ruina con objeto de recuperar el escenario original de la fiesta del “bollu”. La capilla se inaugura en 1997: es de una sola planta con campanario nada ostentoso y el gran tejo se encuentra delante de la entrada. Las ramas del tejo son un refugio de la lluvia en invierno y del sol en verano; hay dos bancos bajo él y el lugar es recoleto y tranquilo, abrigado y silencioso. En el prado de al lado pacen unas vacas y entre las ramas vemos las laderas cubiertas de nieve de la sierra del Aramo. Se trata de un lugar encantador, en una zona llena de grandes urbanizaciones pero apartado de ellas. Una hermosa muestra del templo rural al borde del Oviedo más moderno y pudiente. La modestia de Santa Ana de Mexide contrasta con los alardes arquitectónicos de la zona. En Santa Ana no hay alardes, sino piedra sobre piedra y tejado a dos aguas. Y protegiéndola el tejo, que tal vez nos está diciendo que continuará allí cuando quién sabe qué será de la orgullosa arquitectura circundante.
La Nueva España · 7 febrero 2015