Ignacio Gracia Noriega
Acoso al chigre rural
Reflexiones sobre la estricta normativa que ahoga a los bares de los pueblos asturianos
He leído la dramática a la vez que indignada carta del señor José Paulino Lorences Menéndez, "chigrero rural", según él mismo se subtitula, y estoy en todo de acuerdo con él, salvo que entre las profesiones rurales que él menciona figure la de informático. Yo suponía que esa ocupación era el colmo del urbanícola y que sus grandes templos, de los que ellos son oficiantes, se encuentran en las oficinas de la Hacienda Pública y en los subterráneos de la Policía; a fin de cuentas, ambos profesionales son los que mayor partido pueden sacar de algo que solo sirve para proporcionar información (y a esa información, en el momento en que el Estado quiera, puede darle un sentido policial y represivo). En el momento de leer esta carta de título exaltado, "Acuso a la Administración de asesinar los chigres rurales", me encontraba en el bar situado en la plaza de Sevares, en la parte alta del pueblo, y, de pronto, mis ojos toparon con un cartel que indicaba que la cabida máxima de este establecimiento era de veintisiete personas. "!Demonios!", me dije, "también es manera de ser preciso por parte del funcionario que decide desde su poltrona funcionarial que en el bar de la plaza de Sevares caben veintisiete personas y no veintiocho o veintiséis. ¿Cómo se puede llegar a una decisión tan irrefutable? ¿Se tiene en cuenta si un cliente es gordo, en cuyo caso tal vez ocupe el espacio de dos, o si es delgado, gracias a lo cual podría equivaler a medio cliente? Y si todos los clientes son gordos de más de ciento veinte kilos, ¿continúa vigente la determinación funcionarial de que en aquel lugar caben veintisiete clientes? O si son todos delgadísimos, ¿no se podría levantar un poco la mano hasta permitir la estancia de treinta o treinta y uno? Y otra cuestión: ¿el chigrero está obligado a llevar la cuenta de cuántos clientes se encuentran en tal o cual momento en su bar? Si en un determinado momento hay veintiocho clientes, ¿el chigrero está obligado a echar a uno de ellos a la calle? Supongo que sí.
En cualquier caso, el Estado burocrático impone a los chigreros funciones de control y policía que no les corresponden. El bar debiera ser un ámbito de libertad. Pero si nos fijamos es como las carreteras: una sucesión de prohibiciones. Antes, durante el régimen anterior, a fin de cuentas una dictadura, estaba prohibido blasfemar pero se permitía fumar; ahora cada cual puede blasfemar cuanto quiera, pero ni se le ocurra encender un pitillo en local público. No tengo motivos para alegar contra otra prohibición, la de vender alcohol a los menores, pero el tabernero podría objetar que él está para vender y no para pedir el carnet a los clientes para comprobar si son mayores de edad, como antes hacían los porteros de los cines cuando se trataba de una película calificada "para mayores". En definitiva, antes se le exigía al tabernero que ejerciera las funciones propias de un cura y al de ahora que actúe como un guardia civil. Todo ello sin sobresueldo y con riesgo de perder clientela o de organizar un lío, por haber llamado la atención.
No sólo se le exige al chigrero o tabernero estar al servicio de las manías del régimen de turno, el clericalismo del franquismo y el higienismo antibaquista y antialcohólico de la democracia (éste doblemente perjudicial para sus Intereses, porque al encontrarse las tabernas rurales a mayor o menor distancia de las ciudades de las que les pueden llegar un hipotético número de clientes, se retraen éstos al desplazamiento en coche por el miedo a los controles policiales) sino que, como es norma de este gobierno (y de los que vengan, sin duda), está sometido a una presión fiscal por encima de sus posibilidades, debieron "facturar tres IVA (4 por ciento, 10 por ciento y 21 por ciento), siendo el cumplimiento de la legislación vigente el mismo, "tanto da si están en una remota braña o aldea perdida o en la Gran Vía de Madrid: nuestra carga fiscal es idéntica a la de cualquier negocio urbano", señala y protesta don José Paulino Lorences, añadiendo que "las autoridades tanto sanitarias, tributarias, autonómicas como nacionales, no hacen ninguna diferencia entre los negocios sin tener en cuenta su situación". La situación de estos establecimientos es más compleja, habida cuenta que hacen tres tipos distintos de tributación, gracias al infinito disparate del Estado de las autonomías, según mandato constitucional, y que Rajoy no quiso o no se atrevió a modificar, dado que hace tres años dominaba en casi todas las autonomías y ahora no domina en casi ninguna, pero no es tiempo de hacer modificaciones, y quien no supo gobernar con mayoría absoluta, no se atreverá a tomar resoluciones expeditivas con el agua al cuello.
Hará un año expuse en un artículo la razonable opinión de mi amigo Narciso, de Teverga, quien, por cierto, confecciona los mejores chorizos del mundo, en el sentido de que los bares rurales debieran disfrutar de una protección especial, y ya que ninguna de las tres administraciones parece dispuesta a concedérsela, por lo menos deberían estar exentos de ciertas cargas fiscales.
Porque los bares rurales, y de manera especial los mixtos bar-tienda, cada vez más escasos precisamente a causa de la presión fiscal, constituyen un auténtico servicio público, que funciona mucho mejor y es mucho más efectivo que tantos otros servicios públicos subvencionados. Ahora que se han perdido las viejas tradiciones de la "esfoyaza", las "matanzas" y los "magüestos", o se intentan resucitar de manera artificiosa y con mentalidad urbanícola, y el único acontecimiento que reúne a los vecinos son los entierros y los funerales, el bar es el marco verdadero de la sociabilidad rural. Estará bien y será muy del país construir boleras, pero no a todo el mundo le gusta jugar a los bolos, y mucho menos las noches de invierno. En los pueblos en los que no hay bar, aunque haya bolera, la gente apenas sale de casa. ¿A qué va a salir? En el bar se reúne la gente, echan la partida, se lee el periódico, y si hay partido de fútbol, se ve en compañía, haciendo comentarios en voz alta, discutiendo con el vecino sobre el sentido físico y metafísico de una decisión arbitral o de una jugada dudosa y hasta pegando voces. No me gustan el fútbol ni las voces, pero el espectador se siente en compañía casi como si estuviera en el campo, mientras viendo el partido en su casa, a no ser que sea muy bueno, se aburre, como me confesó un paisano. Es verdad que hay televisión en todas las casas y en casi todas internet y toda la pesca. Pero la televisión acaba atontando y el internet aislando del mundo y de la realidad. La realidad y el mundo están en el bar: allí el paisano puede charlar con personas reales y haciendo consumiciones que siempre, y esto es muy importante, son más baratas que si se hacen en un bar de la villa y no digamos de la capital.
Aún así, insistimos que los impuestos son los mismos si el bar está en Pedroveya (donde hay un bar muy bueno, por cierto) que si está en el centro de Oviedo. No debemos olvidar que si se necesita un paquete de fideos o una lata de bonito en aceite, o una barra de pan, en muchos bares proporcionan y sacan de un apuro. Y si un forastero llega a una aldea que desconoce, en el bar encontrará toda la información que necesite y, de paso, reparará las fuerzas y por un módico precio podrá comer sin necesidad de regresar a la villa. Como decía Ernst Jünger, solo dos sitios proporcionan la mejor información sobre un pueblo: el bar sobre su presente, el cementerio sobre su pasado.
La Nueva España · 6 junio 2015