Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

Ese temor a no ver nunca más el sol

Los últimos sucesos terroristas avivan el miedo a la muerte, el que siempre ha estado presente en el género humano

Con motivo de los atentados de París y Mali (como decía el tristemente famoso comandante Doval cuando le trasladaron a Marruecos: ¿Asturias? ¿África? Solo cambia el paisaje), ha vuelto a renacer el miedo en el hombre occidental, una sensación de angustia y temor que le acompañó a lo largo de toda su historia. El europeo es consciente de su fragilidad: hasta el siglo XV estaba rodeado por lo desconocido; más tarde lo estuvo por el Otro, por el hombre de otras tierras ajenas a las nuestras. Rousseau ofreció una imagen bienintencionadísima y totalmente falsa del "buen salvaje". Europa estuvo siempre amenazada por peligros que venían desde afuera, desde los bárbaros del Norte y los mahometanos más tarde hasta la peste bubónica. Los escandinavos no tardaron en ser reducidos después de su conversión al cristianismo, pero los mahometanos fueron la amenaza constante desde los tiempos de Mahoma. A partir del siglo XXI se manifiestan con mayor virulencia que nunca, basando su acometividad en el principio de que el occidental es su enemigo (lo que permite la colaboración política de algunos occidentales descontentos con su propia cultura y que están conformes con que para construir el mundo nuevo al que aspiran es indispensable destruir el viejo, aunque sea con la colaboración armada de ideologías fanáticas que no han evolucionado desde la Edad Media acá. Desprecian al occidental porque ha renunciado a todos los valores y le envidian por su alto nivel de vida, de manera que en los ataques islámicos influyen el fanatismo religioso y un resentimiento de corte vagamente socialista.

Jean Delumeau, en su gran obra sobre "El miedo en occidente", señala como "miedos básicos" el miedo a la noche, al mar, a lo lejano y a lo cercano, al Otro, a los aparecidos, al hambre ("el hambre, la angustia, el mar", enumera Shakespeare en "Otelo"), a las carestías, al turco y al fisco. Sí, han leído bien. Uno de los tenores permanentes del hombre occidental es a pagar impuestos. La socialdemocracia predominante ha conseguido convencer a los ciudadanos de que los impuestos son para su bien, pero no todos parecen estar muy convencidos.

Detengámonos en uno de los terrores más generalizados: el miedo a la noche, el miedo a que el sol no vuelva a salir. El otoño es la estación de la oscuridad y la más melancólica. Trasgos y aparecidos poblaban las noches. Es la hora de dormir para los vivos y de salir para los muertos. El encuentro con las procesiones de muertos es siempre un mal encuentro que puede acabar con el vivo sumándose a la procesión a su pesar, llevando en la mano una tibia encendida a modo de antorcha. Pero en la actualidad, el miedo a la Hueste, al lobo, a las brujas, ya se ha perdido: nadie cree ya en los aparecidos, porque todo lo que tenga aspecto de sobrenatural ha sido desterrado de la mentalidad moderna, y el lobo ha sido burocratizado por los organismos pertinentes. Las lechuzas y los búhos siguen a su aire, y yo escucho por las noches a uno en el bosque cercano a mi casa.

Pero nadie le tiene miedo al búho. Un día aparecieron en mi jardín dos búhos pequeños que apenas sabían volar y hubo que devolverlos al bosque para protegerlos de los gatos, que se disponían a jugar con ello. Existe otro temor mucho más arraigado, el temor a la noche, sin tener en cuenta a los seres que la pueblan; el temor a la puesta del sol y a que amanezca de nuevo.

El novelista suizo Ramuz, autor de "Cumbres de espanto", escribió otra desarrollada en un valle muy profundo en el que los habitantes viven aterrorizados por el miedo a que el sol no vuelva a aparecer. En los valles de las montañas asturianas también hay pueblos en los que no se ve el sol desde mediados del otoño hasta finales de enero.

Sin embargo, no percibí en Mier ni en Bulnes la angustia a que el sol se apague. Según Constantmo Cabal, los trasgos, las huestias y las xanas eran difuntos y aumentaban su potencia con el número y la sombra, solicitando muertos sin descanso. La noche es, por tanto, el reino de los muertos, y quien sala a deshora del ámbito protector de su casa se encuentra rodeado de difuntos.

Entre las tradiciones asturianas perdidas está la del coche de los muertos, también conocido en Galicia. En Asturias, según le contó a Cabal un paisano de Tereñes de 72 años hacia los años veinte del pasado siglo, "era un coche que venía por las noches a buscar a los vecinos. Tenía las ruedas de corcho y no se le sentía. Se paraba ante las puertas y n individuo llamaba y decía así: Fulanno de Tal, que aquí le buscan. Y cuando salía el Fulano, le metían en el coche, y ya nunca tornaba a aparecer".

Esta leyenda tiene una extraña semejanza con otra documentada mucho antes, ya que la refiere Procopio de Cesarea en su obra "Bellum Goticum". Los habitantes de ciertas aldeas de pescadores de la isla de Brittia, casi con seguridad Bretaña, están exentos de pagar impuestos como recompensa por el servicio que prestán cada noche, transportando muertos en su barcas.

El verdadero miedo es a la muerte y a los muertos. Los pescadores bretones eran liberados del miedo a los impuestos a cambio de que transportaran difuntos a la otra orilla, a una isla que ni los propios remeros saben dónde se encuentra, salvo que está más allá del mar. A ese lugar del que no se vuelve. Y la posibilidad de no volver, producía espanto.

Como lo produce ahora el terrorismo islámico. Nadie sabe cuándo ni dónde van a actuar los terroristas: solo se sabe que portan la muerte, reavivando el terror más antiguo de los hombres.

La Nueva España · 28 noviembre 2015