Ignacio Gracia Noriega
Perro rico, perro pobre
"Rufo", el can callejero que creó su propio pedigrí de nobleza
En el mismo número de La Nueva España, correspondiente al pasado 20 de mayo, leemos dos noticias sobre perros entrañables: la publicación del libro "Un perro llamado Rufo", de Evaristo Arce, en KRK, y la muerte del televisivo "Pancho", durante años tal vez el perro más popular de España, porque era muy listo, servicial, hacendoso y gracioso, y, además, porque le tocaba la lotería.
La diferencia entre los dos perros era grande, siendo ambos perros y ambos perros maravillosos y de mucha categoría. "Pancho" tenía muchas habilidades y un pasado profesional muy estimable: había intervenido en series televisivas antes de dedicarse a las faenas domésticas y hacerle los recados al amo hasta que un día éste le envió a cobrar un billete de lotería premiado y no volvió.
¿Le habría sucedido algo malo a "Pancho"? ¿Le habría capturado una banda de delincuentes especializados en saquear a personas agraciadas con la lotería? Entre la fidelidad y el dinero, el can tuvo tal vez por primera vez en su vida una reacción humana y en lugar de volver a casa con el billete entre los dientes, para no perderlo o para que no se lo robaran, se fue a una agencia de viajes y ahí tuvimos durante muchos espacios publicitarios a "Pancho" tan feliz, bebiendo champagne, entre nativos que tocaban el ukelele y nativas de piel dorada con cortos trozos de tela ceñidos a las caderas, bailando las danzas del lugar en una playa de los Mares del Sur, mientras cae un lento y luminoso atardecer nacarado. Y, en tanto, "Rufo" soportando la lluvia y el viento de Oviedo. Si reflexionamos sobre cuál de los dos perros fue más feliz, es inevitable reconocer que "Rufo", porque era libre. Hacía lo que le apetecía, aún soportando grandes mojaduras y en alguna ocasión, la incomprensión de algún peatón agresivo o de mal humor. "Pancho", rodeado de comodidades, mimos y elogios de telespectadores que destacaban su gracia y su inteligencia, debía atenerse a un guión, y eso cuesta.
"Pancho" era un jack russell terrier, calculo que de reconocido pedigree. En cambio, el pedigree de "Rufo" era él mismo y nadie más. Sin duda tuvo dueños que un día le abandonaron en Galerías Preciados, por lo que sus primeros recuerdos fueron gratos, no porque fuera una consumista como "Pancho", sino porque despertó al mundo en un lugar limpio y bien iluminado, lo que gusta tanto a los perros abandonados como a los hombres solitarios.
Aquí empieza la verdadera aventura de "Rufo": cuando se dio cuenta de que al otro lado de los enormes escaparates de la casa comercial, llovía y caía la noche, descubriendo que en esta vida hay de todo: lugares iluminados en los que se está confortablemente y las calles mojadas pro la lluvia, en la que reina la soledad. "Rufo" es el Gaspar Hauser de Oviedo, aquel hombre misterioso que apareció en Nuremberg sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía, porque solo era capaz de pronunciar su nombre: "Me llanto Gaspar Hauser".
No tenía familia ni pasado, y había aparecido misteriosamente en aquella ciudad como podía haberlo hecho en otra. En tomo a los hombres misteriosos se tejen leyendas, e incluso llegó a decir-se que estaba vinculado a la familia real.
En el siglo XIX, cuando no se sabía de dónde procedía alguien que inesperadamente se hacía famoso, se le hacía miembro de la casa real correspondiente. Fue el caso de Jack el Destripador, a quien se llegó a vincular a la inglesa.
"Rufo" no pertenecía a ninguna dinastía con "pedigree" tan puro que le permitiera figurar en el Gotha perruno. Más para sus necesidades deambulatorias ovetense, le bastaba con ser "Rufo" y que los ovetenses le reconocieran con ese nombre popular. Evaristo Arce no sabe quién se lo puso.
No hubo Rufino o Rufo de la especie humana que pudiera competir con el nombre del perro. En "Rufo" estaba la genealogía del perro: una genealogía que él ennobleció. Hoy, con Rufo en la historia, su nombre puede figurar entre los grandes apellidos de la ciudad.
Hoy es el personaje más ovetense y famoso de la estatuaria de la ciudad, porque, la verdad, Woody Allen es un señor con gafas a quien se las quitan de vez en cuando. En cuanto a la pedante, cursi y "progre" Mafalda, no evoca los recuerdos que se trasmiten de padres a hijos.
Y Oviedo es una ciudad con buena memoria para sus animales emblemáticos: todavía está vivo el recuerdo de Petra y Perico, los dos primeros osos que ocuparon la jaula del Campo de San Francisco y a quienes los niños que ahora son abuelos embutían de barquillos y golosinas. Los dos osos habían perdido la libertad pero en compensación descubrieron el barquillo y las chucherías diversas.
Evaristo Arce publicó en 1977 el libro "Oviedo y los ovetenses". En sus páginas opinaban sobre Oviedo personas muy ilustres. Ahora, "Un perro llamado Rufo", puede servir de epílogo a aquel libro, pues "Rufo", de quien no se sabe si era ovetense de nacimiento, lo fue de pasión y decisión. Iba a comer a las casas particulares de los amigos y siempre que había partido en el estadio Carlos Tartiere, allí estaba a la puerta. También le gustaban mucho las manifestaciones. ¿Porque tenía ideas políticas o simpatías hacia éste o aquel partido? Acaso solo porque, en un acto de sutil crítica o de desenfadada venganza perruna, porque le gustaba reírse de cosas propias de los humanos que un perro no lo haría jamás de no ser que hubiera por los alrededores una perra en celo. Era como Golfo, el perro de Walt Disney, y no le importaba ser pobre de la misma manera que "Pancho" desconocía la dependencia de ser rico.
La Nueva España · 28 mayo 2016