Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Escritos sobre política

Ignacio Gracia Noriega

Azaña

Una de las grandes sorpresas de este país se produjo citando la Academia Sueca concedió el premio Nóbel de literatura a Winston Churchill. El premio Nóbel casi siempre coge de sorpresa en esta tierras, pero en 1953, los intelectuales patrios, la mayoría de ellos filólogos románicos, sabían poco de Churchill, salvo que fumaba puros y dormía la siesta. Por ello se indignaban argumentando: «Hombre, si se trata de un político.... » Y es que aquí, debido a los ejemplos mas próximos, era y es inconcebible que los estadistas puedan ser simultáneamente buenos escritores o simplemente personas cultas. Durante cuarenta años, los políticos, por llamar a aquello de algún modo, fueron ágrafos siIenciosos; hoy, con un sistema parlamentario algo convencional, quienes lo representan son ágrafos y toscos aunque bastante más parlanchines que sus antecesores; pero, al contrario que las personas cultas que no escriben pero cuidan mucho su dicción, éstos se limitan a repetir barbaridades como «a nivel de», «de cara a», «contactar», «paliar», «me motiva la democracia», «en base a», etcétera, como si fueran locutores de televisión o feministas que envían cartas al diario «El País».

A don Manuel Azaña, político y escritor, como Churchill, se le negó el pan y la sal durante cuarenta anos sombríos; como político ya no se le comprende, por mucho que algunos lo pretendan, y es que las admiraciones, como la democracia o los partidos políticos, no se improvisan. Y como escritor se le ignora tal vez porque se le considera más como político y los políticos de este país (lo dijo Garrigues Walker) son todos unos ignorantes. Es, por lo demás, impropio de un político escribir, porque «luego queda constancia».

Hoy resultaría insólito un político de palabra culta y excedente oratoria que hubiera escrito ensayos sobre don Juan Valera y traducido «La biblia en España», de George Borrow, pero es que la vida política española, actualmente ha perdido sus remotos gestos literarios para convertirse en asunto de liberados de partido y técnicos de variada índole.

Cabe preguntarse qué tenía prioridad en Azaña, el escritor o el político. De hecho, su actividad literaria fue más prolongada, ya que ni en los tiempos en que ocupó la máxima magistratura del Estado dejó de escribir. Aranguren, para contribuir a su centenario, le hizo recientemente unos reproches como escritor que juzgo irrelevantes. Emplear giros arcaicos no debiera ser motivo de crítica. porque, ¿que se habría de decir entonces de Ramón Pérez de Ayala? La prosa de Manuel Azaña era elegante y trabajada. Por ejemplo, este trozo en el que se advierta una rara dignidad tanto personal como literaria:

«Con los hombres no se juega, es claro: pero se juega intelectualmente con los signos que las representan, abstrayendo sus accidentes temporales. Esta es una ciencia del mundo moral. Predecir el chasco de la presunción, el eclipse de la vanidad, la hipocresía desenmascarada, la confusión del arribismo, es un placer muy poco puro aunque grande; es el desquite de la razón experimentada sobre la superchería. Las luces bastan para que los charlatanes no me embauquen; la comicidad de sus gestos me asegura contra la indignación. En la madurez se deja en paz a los necios, paz menos boba de lo que aparenta, porque es entregarlos a su inexorable destino».

Fue Azaña hombre de letras y atencista cronológicamente antes que político. Su paso por el Ateneo de Madrid le dio más fama que sentarse en el Congreso a otros. ¿Puede decirse que Azaña hacía politica desde el Ateneo o pensar, más ajustadamente, que la actividad política era inseparable de la ateneísta?

Se tenía Azaña por español y patriota, algo que le quiso negar la dictadura de Franco; en su tiempo, antes de haber padecido el burdo nacionalismo franquista, ser español no suponía desdoro para nadie, fuera cual fuese su ideología. Al comienzo de su artículo «Una Constitución en busca de autor» , escribe:

«Del reino de Toledo (donde era hace tres siglos la policía del bien hablar), mis abuelos, presionados en la Sagra o en las vegas qua se abren al Tajo, ascienden en derechura hasta el carpetano idólatra, anterior a la venida de las legiones; con un cuarterón de sangre vascongada (la raíz en Elgóibar) y un entronque en Arenys de Mar, soy español como el que más lo sea; pudiera haber sido patagón o samoyedo, que no me parece, ni en mal ni en bien, cosa del otro jueves».

Su ideología, tus actitudes, procedían de una tradición liberal que en España fue prolongada e importante y que ahora, tememos, está a punto de extinguirse. El liberalismo no es un dogma, es lo contrario del dogma, una forma de vida. Y remontándose a las fuentes de esa actitud, Azaña, aquel Azaña cuya frase: «España ha dejado de ser católica» fue tan mentada (y mentida), presentada fuera de contexto, glosada con mala fe y peor intención, escribía: «Mi anticlericalismo no es odio teológico, es una actitud de la razón». Bien o mal, guste o no guste, Azaña fue uno de los escasos políticos españoles que invocaba convencido a la razón. Naturalmente, para el liberalismo era la única garantía posible de la individualidad:

«Lo que más estimo, mi aspiración mas fuerte, es la libertad personal (...). Libertad es el objeto; liberalismo es el modo. Quien lo detesta o lo rechaza, no renuncia a ser libre: se opone, sencillamente, a que lo sea yo».

Por ello su idearlo político puede resumirse en muy pocas palabras: las que él mismo escribió en el artículo que venirnos citando, «Una Constitución en busca de autor»:

«Cada cual concibe la sociedad en que desearía vivir, proporcionando a sus aspiraciones el cauce más llano. La España política, según mi traza, sería una asociación democrática regida con humanidad».

Y fue, no obstante, presidente de una República que no podía ser regida con humanidad a causa de la guerra. Azaña era un político para la paz y hubo de gobernar en tiempo de guerra; se mantuvo en su puesto aún cuando sabia que la victoria de sus aliados no significaría un triunfo para él. Resultan patéticas las figuras de aquellos republicanos, de aquellos socialistas como Indalecio Prieto o Julián Besteiro, de aquellos viejos liberales que sabían que nada habrían de ganar con el triunfo de su causa, la República, de la que habían perdido el control; pero aún así, lo que fuera era preferible al fascismo. Miguel Maura y Julián Zugazagoitia aluden, en sus memorias, a la cobardía de Azaña; puede ser cierta, otros coinciden en lo mismo; pero es preciso reconocer que es necesario cierto valor personal para continuar como jefe de un Estado que estaba perdiendo la guerra. Acaso sus convicciones le ayudaran:

«Yo soy demócrata violento; es decir, que reconozco el derecho (el ajeno y el mio), y soy inflexible dentro de los límites de mi derecho. ¿Con quién he de juntarme? ¿Con los violentos de la otra banda o con los demócratas, aunque sean mansos? Naturalmente, con los demócratas; una idea nos liga, en tanto que sumándome a los de carácter afín, pero de ideas contrarias, no podíamos dar a nuestra violencia un empleo común».

La Nueva España · 2 marzo 1980