Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Escritos sobre política

Ignacio Gracia Noriega

Discurso viejo, palabra valiente

Cuando enviaron a don Alfonso de Borbón de embajador a Suecia, quién sabe si para alejarle de las pretensiones a la Corona de España, fascinado por los fastos de la ceremonia de la concesión de los premios Nobel, tuvo la ocurrencia de hacer en España algo similar y así nació el premio «Cervantes», imitación del Nobel en el único ámbito al que podían aspirar a obtenerlo las gentes de lengua española: el de la literatura. El premio «Cervantes» tenía un cierto sentido reivindicativo, al considerarse que la lengua española no estaba suficientemente representada en las nóminas del premio sueco. Mas el problema no radicaba, en mi opinión, en los premios concedidos, de acuerdo con lo cual la lengua española figura entre las más premiadas, junto con la inglesa (contando a escritores norteamericanos y, posteriormente, antillanos), francesa y alemana, sino en los que no habían sido concedidos, que es lo grave. Se premió a Benavente, pero no a Valle-Inclán; a Gabriela Mistral, pero no a Alfonso Reyes. Al menos cuatro escritores españoles de talla para recibir el premio Nobel, y muy por encima de la media de los premiados, se quedaron sin él: Benito Pérez Galdós, Miguel de Unamuno, Ramón del Valle-Inclán y Pío Baroja; acaso podríamos añadir a Azorín. Pérez Galdós era el gran superviviente de la novela del siglo XIX, el siglo de la novela por antonomasia, junto con Tolstoi y Thomas Hardy: ninguno de los tres resultó premiado (Galdós, parece ser que a causa de insidias de los Jesuitas). Por su parte, Valle-Inclán tenía su equivalente en el irlandés W. B. Yeats (premio Nobel de 1925) y Unamuno, en Jean-Paul Sartre (también filósofo, novelista, dramaturgo, etcétera, aunque don Miguel fuera, como escritor, mucho más poderoso); pero no hay nadie equivalente a Baroja, y así lo reconoció Ernest Hemingway cuando declaró que el autor de «Zalacaín el aventurero» tenía que haber sido galardonado antes que él. De manera que el premio «Cervantes» pretendía desagraviar a escritores españoles e hispanoamericanos que corrían el serio riesgo de ser desconocidos por la Academia sueca.

El premio «Príncipe de Asturias», surgido posteriormente, presenta una estructura más parecida a la del Nobel, que se concede en varias modalidades, como se sabe: literatura, paz, economía, medicina, física y química. El premio «Príncipe de Asturias», por su parte, presenta las modalidades de letras, ciencias sociales, comunicación y humanidades, cooperación internacional, investigación científica y técnica, artes y deportes. Jurados muy capacitados, aunque con excesiva representación del mundo político, es decir, de los partidos políticos, disciernen a los ganadores. De manera que estos premios, algunas veces, se consensúan, como la Constitución, más que se conceden. En consecuencia, se busca, naturalmente, en los premios más sujetos a ataduras ideológicas (letras, ciencias sociales, comunicación y humanidades, concordia y cooperación internacional) el gesto y el discurso «políticamente correcto» (aunque sean banales) antes que un pensamiento independiente y original. Extender, por lo demás, el territorio del premio «Príncipe de Asturias» de las Letras más allá de los límites de la lengua española ha sido, según temo, un error, no menor que el fuerte condicionamiento político ya apuntado y que afecta no sólo al premio «Príncipe de Asturias», sino también al «Cervantes», en el que, tocando este año galardón a hispanoamericano, ha sido rechazado un candidato con posibilidades literarias como Abel Posse por no haber criticado a Pinochet de manera suficientemente explícita.

El premio «Príncipe de Asturias», últimamente, se dedica a rescatar a viejas glorias, como Arthur Miller, e incluso a resucitar a figuras absolutamente olvidadas, como Doris Lessing o Susan Sontag, siempre dentro de una línea previsiblemente socialdemócrata, aunque, incidente en esta línea, en el caso de Günter Grass el jurado asturiano se adelantó al del premio Nobel. Bien es verdad que durante la década de los noventa el prestigioso premio sueco pasó por los peores momentos de su ya centenaria historia.

Los recientes premios «Príncipe de Asturias» de carácter ideológico nos revelan que si el premio Nobel pasó por una crisis, el premio asturiano no va a ser menos, y la causa de la crisis, en uno y otro caso, es la misma: el exceso de «corrección política» socialdemócrata.

A partir de 1990, en que recibe el Nobel un poeta y ensayista importante, el mexicano Octavio Paz, el premio concedido por la Academia sueca se dedica a reconocer cosas muy respetables y socialdemócratas, aunque escasamente literarias, como el feminismo, la integración racial, las curiosidades sexuales, el compromiso ciudadano, etcétera, o, en el caso de Wislawa Szymborska, no se sabe qué, y de cuando en cuando, a algún verdadero escritor. De manera que, de un lado, tenemos los premios «políticamente correctos» o simplemente exóticos (los concedidos a Nadine Gordimer, Toni Morrison, Kenzaburo Oé, Wislawa Szymborska, Dario Fo, Gao Xingjian, Jose Saramago, la mayoría de los cuales, salvo Saramago para los lectores de lengua española, pasaron sin pena ni gloria, lo mismo que Imre Kertész, y entre los que también se podría incluir a Günter Grass, buen novelista, pero premiado más bien por su significación política y testimonial) y los escritores verdaderos, no demasiado conocidos pero avalados por obras de extraordinaria calidad: Derek Walcott, Seamus Heaney, V. S. Naipaul y el premiado de este año, el sudafricano J. M. Coetzee (con el que esperemos que se mantenga la recuperación del Nobel, ya apuntada en el premio a Naipaul, pese a la recaída que supuso concedérselo a Imre Kertész).

Los premios «Príncipe de Asturias» de 2003 insisten en un discurso demasiado viejo, que no digo yo que no nos rejuvenezca a quienes ya vamos sumando años, con sus flores marchitas de los comienzos de la «gran revolución» de los años sesenta, pero que a estas alturas pertenecen a un pasado un poco polvoriento ya. Escuchar a Susan Sontag en 2003 es más o menos parecido a escuchar el discurso de Kenzaburo Oé sobre el peligro nuclear o el de Imre Kertész sobre el holocausto. Se está hablando de cosas que sucedieron hace medio siglo, y que ya deben estar superadas: no por optimismo, sino por necesidad, por necesidad de supervivencia.

Los discursos de Susan Sontag, Fátima Mernissi, Lula da Silva, Gustavo Gutiérrez Merino y Ryszard Kapuscinski hubieran sido valiosos, y hubieran dado que hablar, en los referidos años sesenta. Escucharlos hoy da la sensación de que en la pasada sesión del teatro Campoamor entró en funcionamiento la máquina del tiempo (hacia atrás, claro).

No entro a considerar a la señora Joanne Kathleen Rowling, cuya designación pareció haber indignado a algunas gentes de letras. Obviamente, yo no sé qué es Harry Potter, y dudo que le llegue a la suela del zapato al magnífico e insuperable Guillermo Brown de mis lecturas infantiles. Siempre tuve el convencimiento de que su autora, Richmal Compton, era una excelentísima escritora subvalorada. No creo que la señora Rowling sea tan buena escritora como la señora Compton, pero si se puede considerar el premio a Harry Potter como un reconocimiento también a ilustres antepasados como Guillermo y su pandilla (Douglas, Enrique, Pelirroja), se trata de un premio más que merecido.

Pongamos aparte el discurso de Jürgen Habermas, el de más calidad y más adecuado al caso. Habermas recordó la universalidad de Unamuno y a un filósofo alemán menor, «humanista e ilustrado, pedagogo y masón de la escuela de Kant y Fichte», a quien en Alemania se tomó por «un solitario extravagante» que «sólo en el país de Don Quijote alcanzó a título póstumo reconocimiento e influencia»: Karl Christian Friedrich Krause. La influencia de Krause a partir de 1860, a través de Julián Sanz del Río, fue enorme, y no siempre beneficiosa. La influencia de Unamuno, por su parte, llega hasta una joven musulmana de Shiraz, el lugar de peregrinación del poeta Hafiz, y hasta el propio Habermas. Porque Unamuno fue el escritor español más universal, junto con Miguel de Cervantes, Baltasar Gracián y Pedro Calderón de la Barca. Bien está que alguien como Habermas venga a recordárnoslo, y que también nos recuerde, en declaraciones aparte, los peligros de los egoísmos «nacionaliegos», que pueden poner en peligro proyectos de más amplio aliento y de los que España es víctima desde hace tiempo.

Los otros discursos, más llamativos si se quiere, expresan, señaladamente en tres casos, utopías y nostalgias. Nos estamos refiriendo, claro es, a los de Fátima Mernissi, Susan Sontag y Lula da Silva.

El premio a Lula da Silva, presidente del Brasil, resulta especialmente significativo. Más que el premio a una labor realizada es una toma de partido en favor de una opción política que en Hispanoamérica, con gobernantes como Castro, Allende o Chaves, ha dado frutos más bien catastróficos. Acaso el premio a Lula signifique un «apoyo moral» y una expresión de esperanza, ya que, hasta el momento, el recién elegido Lula no ha hecho nada reseñable. De manera que se concede este premio no por lo que hizo el galardonado, sino por lo que «debe hacer», acaso según las normas de la «corrección política». Lo que confirma cierta tendencia del premio «Príncipe de Asturias» a premiar antes de tiempo «lo que debe ser», como ocurrió cuando se premió a los padres del euro, prefiriendo tan abstracta moneda a la muy concreta «Gramática» de Emilio Alarcos, y a propósito de lo cual escribió el poeta Ángel González una carta razonada en la que exponía que lo normal habría sido esperar a que el euro hubiera circulado durante algún tiempo, para comprobar si debe ser premiado o no. Idéntica objeción cabe con Lula da Silva. No cabe duda de que el actual presidente de Brasil parece simpático y de que le animan buenas intenciones. Pero, de momento, se han premiado las «buenas intenciones», cuando estos premios deberían otorgarse, sin excepción, a «obras realizadas». Un amigo mío, bablista e idealista de izquierdas, ha calificado el discurso de Lula da Silva como «ingenuo y auténtico», y cargado de verdad. No lo dudo. Pero dada la complejidad de la vida política, la ingenuidad no es en modo alguno una virtud. Y las palabras de Lula han sido ciertamente ingenuas, cuando no aberrantes, como cuando afirmó que «la pobreza es un problema ético, no económico». La frase resulta muy bonita, salvo en los labios de un personaje tan cargado de responsabilidad como el presidente de una República de comienzos del siglo XXI. ¡Claro que la pobreza es un problema económico! Tan problema económico como lo es la riqueza. Si se tratara de un problema sencillamente ético, bastaría con esperar de la caridad de los países ricos, de la misma manera que los pobres de antaño iban a pedir la «sopa boba» a las puertas de los conventos. Bastaría, en una palabra, con admitir un cristianismo muy simple, mucho más simple que la Teología de la Liberación representada por Gustavo Gutiérrez Merino, y que es, en realidad, más sociología que teología. Lula da Silva vino a contarnos un cuento de hadas, lo mismo que Fátima Mernissi, que nos contó el cuento del cowboy y de Simbad, en un discurso a la vez farragoso y pedante. ¿Quién vencerá en la globalización?, se pregunta, dando por sentado que el cowboy y Simbad representan posturas opuestas. Y no es así. Lea con atención la señora Mernissi el cuento de Simbad y se dará cuenta de que el intrépido marino era un comerciante. Del mismo modo que el cowboy es un ganadero. Por otra parte, llamar «cowboys» a los norteamericanos, como acostumbra la «crema de la intelectualidá», no sé si no tendrá un punto de racismo. Bien es cierto que, de acuerdo con la férrea normativa de la «corrección política», sólo es racista el hombre blanco. El resto no lo es, sino que defiende su «hecho diferencial». Nos habla la señora Mernissi de «un mundo gobernado por el amor», lo que es tan bonito como lo de que «la pobreza es una cuestión ética». Pero con palabras no se detiene la globalización, y contra ese tremendo fenómeno no basta con quejarse. Como nos decía Juan Velarde en La Granda, quejarse de la globalización es tan absurdo como enfadarse por el mucho calor que pasamos en agosto. Y después de un discurso tan idealista, la señora Mernissi hace la propaganda de las ciento cuarenta televisiones árabes que transmiten por vía satélite. Más o menos, lo mismo que don Francisco de Quevedo, quien, según un crítico malévolo, comenzó la «Epístola satírica y censoria» expresando altos conceptos y la terminó como diatriba antitaurina.

Susan Sontag propone la literatura como utopía, cuando se ha demostrado hasta la saciedad su fracaso, tanto en el aspecto político como en el literario. El discurso de la muy representativa escritora de los años sesenta es inconcreto y disperso. Se declara feminista, en tanto que Fátima Mernissi es algo así como «feminista islámica». ¿Hay quién dé más? Y glosando estos discursos, los locutores de la TV del Gobierno se refirieron a la valentía de quienes los pronunciaron. ¿Qué clase de valentía es, me pregunto yo, si todos dijeron lo que se debe decir, lo que se puede decir y lo que le gusta oír al actual Estado socialdemócrata?

La Nueva España · 22 de noviembre de 2003