Ignacio Gracia Noriega
Tocar el cielo con las manos
Las jornadas revolucionarias del mes de octubre de 1934 constituyeron el último «momento estelar» de la historia de Asturias, al menos en lo que a su repercusión mundial se refiere
Las jornadas revolucionarias del mes de octubre de 1934 constituyeron el último «momento estelar» de la historia de Asturias, al menos en lo que a su repercusión mundial se refiere y a los océanos de tinta que hizo moverse. Aunque existe un claro desajuste entre el valor derrochado por los revolucionarios y el carácter revolucionario de sus objetivos, cuyo motivo principal, no confesado, era la pérdida de las elecciones del año anterior.
En España, la izquierda desconfió tanto o más que la derecha del sistema democrático parlamentario, al que, en bastantes casos, sólo admite cuando gana las elecciones, y si las pierden, la izquierda se pone a pensar en la revolución pendiente, y la derecha en el golpe militar salvador. Yo creo que si hubiera un sistema que diera acomodo a todos los políticos profesionales, independientemente de que gobernaran unos u otros, las invocaciones revolucionarias se mitigarían un tanto, lo mismo que las esperanzas cuarteleras.
La Revolución de octubre de 1934 en primer lugar no fue una revolución, porque una revolución derrotada se convierte en cualquier cosa menos una revolución. Sobre todo, fue un levantamiento armado contra la república burguesa, que ahora los descendientes de los levantiscos califican como «benéfica». Pero ésta es otra de las cuestiones graves de la izquierda española, equiparable a su acentuado antidemocratismo y esencial antiliberalismo: que sólo conciben la república presidida cuando menos por un catedrático de Universidad marxista. Para los socialistas españoles, el sistema democrático liberal sólo tiene sentido mientras les permite desarrollar su estrategia. Una vez cubiertos los objetivos iniciales, abolen el sistema democrático basado en votaciones libres y secretas, en el turno de partidos políticos en el gobierno de la nación, en la separación de poderes y en la actividad parlamentaria, como sucedió en la Rusia sovietista, donde Lenin le contestó a un asombrado don Fernando de los Ríos: «Libertad, ¿para qué?». En 1934, el PSOE, descartado por el fracaso electoral de 1933, llegó a la conclusión de que era el momento de prescindir de formalidades burguesas para poner en marcha la vieja aspiración societaria de la revolución, y en este despropósito incurrieron incluso dirigentes con sentido común como Indalecio Prieto, el cual tuvo tiempo de sobra para arrepentirse de ello en su exilio mexicano, reconociendo que «la rebelión de Asturias, el sacrificio de Asturias, el desgaste ocasionado por el movimiento revolucionario de 1934 -todo movimiento de ese género ocasiona quebrantos aún cuando salga triunfante, y entonces nos acompañó la derrota- pudieron y debieron haberse ahorrado. Con el ejercicio inteligente del derecho electoral en noviembre de 1933 se habría asegurado sin trastornos el régimen republicano. Aquel absurdo aislamiento electoral fue nuestra gran culpa».
Lo más grave de aquella intentona revolucionaria fue que constituyó el primer episodio de la guerra civil de 1936-1939, la cual fue asimismo perdida por los que, sin tener en cuenta las enseñanzas de la Historia, no ya de la antigua, sino de la inmediata, continuaron obstinándose en hacer la revolución antes que ganar la guerra. En octubre de 1934 se abre, precisamente en Asturias, un período de convulsiones mundiales que no se habrán de cerrar hasta la capitulación de Japón en agosto de 1945. Pues aunque algunos lo juzguen exagerado, la revolución de Asturias fue el preámbulo de la guerra civil española, y ésta el prólogo de la II Guerra mundial, a partir de la cual se inicia un nuevo período histórico, aunque los socialistas españoles, anclados en el pasado, no parecen haberse enterado.
Según escribe Víctor Rodríguez Infiesta, en 1934, «inicialmente la unidad de acción revolucionaria pactada con la Alianza Obrera no se hizo pública en términos exactos, pero fue conocida al trasmitirse de boca en boca, y además pronto comenzaron a organizarse actos políticos en pro de la alianza. Paralelamente se hacía acopio de armas y municiones al tiempo que se acentuaba la combatividad obrera mediante numerosas huelgas, ahora más que nunca una auténtica "gimnasia revolucionaria". Algunos de estos paros eran reflejo del temor despertado por el ascenso de un movimiento reaccionario fundido en moldes nuevos y exultante, tanto en España como en el extranjero. Una de las huelgas se convocó en protesta por la persecución desarrollada contra la izquierda en Austria bajo el gobierno del canciller Dollfuss; otra contra la concentración de tonos "fascistiszantes" convocada por la CEDA en El Escorial; la más impresionante de estas huelgas se alzó por el acto político celebrado mucho más cerca, en el simbólico enclave de Covadonga. Allí, con la presencia del "jefe supremo", Gil Robles, se celebraría una gran concentración cedista, dificultada por la huelga general convocada al efecto los días 8 y 9 de septiembre. Mientras tanto, la radicalización se alimentaba cada vez más desde los sectores juveniles de ambos bandos; desde las JAP sin duda alguna, pero también desde las Juventudes Socialistas, cuyos entusiasmos revolucionarios desbordaban a menudo la prudencia de los dirigentes más experimentados en el seno del sindicato minero».
La entrada de tres miembros de la CEDA en el Gobierno presidido por Alejando Lerroux fue el pretexto para desencadenar una huelga general que salvo en Cataluña, por arrimarse el ascua a la sardina separatistas, y en Asturias, por exceso de demagogia revolucionaria, tuvo desigual repercusión, más bien escasa, en el resto de España. El día 5 de octubre se disparan los primeros tiros en el asalto al cuartel de la Guardia Civil de Sama; los sucesos revolucionarios, más bien bélicos, se prolongan hasta el día 18 de octubre, que la revolución es aplastada y se inicia un período de represión. Debe tenerse en cuenta, porque muchas veces se confunden fechas e instituciones en beneficio de la demagogia, que se trataba de un levantamiento armado contra el Gobierno, legítimamente constituido, como se dice ahora, de la II República, y que fue el régimen republicano quien sofocó el golpe de Estado y llevó a cabo la represión. A pesar de la derrota de los socialistas, aliados en esta ocasión a los anarquistas, no se instauró en España un régimen de corte fascista, como ellos pretextaban, sino que se volvió más que bien a la normalidad democrática que permitió ganar a las izquierdas, constituidas en Frente Popular a la manera de Francia, las elecciones de febrero de 1936. La represión presentó aspectos brutales, pero no menos brutales fueron los excesos revolucionarios durante los trece días que duró el golpe de Estado.
La revolución de Asturias ofrece cierta faceta de viejo movimiento revolucionario del siglo XIX, y es precisamente este aspecto anacrónico pero fuertemente romántico lo que ha asentado su prestigio y permitido que se la siga considerando como una gran cosa cuando en realidad fue un desatino que sólo sirvió para minar la endeble república burguesa y poner en guardia a la reacción. Numerosos escritores, desde Albert Camus a meritorios del comité local, escribieron sobre ella páginas desaforadas, más poéticas que verídicas. Algunos aspectos de esta revolución resultan muy atractivos, sobre todo cuando se la mira desde afuera. A Hugh Thomas le fascina el discurso, que califica de «asombroso», pronunciado por Manuel Grossi desde el balcón del Ayuntamiento de Grado, en el que anunciaba la creación de un mundo totalmente nuevo: un «paraíso» comunista perfecto. Pero a mí me pone los pelos de punta, y que todavía a estas alturas se continúen invocando aquellas retóricas, no contribuye a que considere a la revolución sólo desde puntos de vista literarios o poéticos: aunque se trate de «una dosis de revolucionarismo disparatado difícil de superar», según Thomas, para quien la revolución de Asturias «fue la decisión más desastrosa jamás tomada por un partido político español».
Los revolucionarios tomaron Oviedo, donde causaron gravísimos daños, entrando con la dinamita en la mano, aunque sin llegar a dominarla del todo, y concentrando su furia en las dos mayores representaciones de la espiritualidad, la historia y la cultura: la Catedral y la Universidad. Tampoco llegaron a tener el control completo de Gijón. Desalojados de Oviedo por el general López Ochoa, el día 12, los revolucionarios se replegaron a las cuencas mineras, convirtiéndolas en bastiones revolucionarios hasta su ocupación por el Ejército. Estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos, según una expresión de alto aliento poético; pero se trataba de un cielo enrojecido, de crepúsculo que anuncia tormentas más graves, y que dio paso a una noche muy larga, sin estrellas ni luna.
La Nueva España · 21 mayo 2007