Ignacio Gracia Noriega
La urna llega al concejo
La campaña electoral que llevó a los primeros alcaldes democráticos a los ayuntamientos resultó menos festiva que las anteriores, pero fue un paso decisivo para enterrar la dictadura
Las elecciones municipales de abril de 1979 representaron el cierre del proceso de instauración democrática, al menos en el aspecto institucional. Esto no indica, ni mucho menos, que con ellas se hubiera cerrado el largo y complicado período de la transición, pero suponían un gran paso adelante, o lo que es lo mismo, el cierre, por fin, de una situación anómala. Pues mientras existía un Parlamento democráticamente elegido, los ayuntamientos continuaban siendo los del régimen anterior. Y eran, al menos el de Oviedo, ayuntamientos medrosos, que no sabían qué hacer y claudicaban a la menor presión. Yo tenía por entonces bastante contacto con el Ayuntamiento de Oviedo, como miembro del movimiento vecinal (era vicepresidente de la Asociación de Vecinos de Pumarín) y como secretario para la Defensa del Patrimonio Cultural y Artístico de Asturias.
El Ayuntamiento procuraba vengarse de nosotros en la sección «movimiento vecinal» (en el que había elementos especialmente dogmáticos y desagradables, como una tal Arusi, de la A VV del Cristo), encomendando a un conserje con aspecto de borrachín que opusiera toda clase de inconvenientes para entrar en la «casa grande». Con la plataforma, ya era otro el trato. De manera especial dos concejales, Graciano Madera, de Tudela Veguín, y Francisco Folgueras, se distinguieron por su trato condescendiente con el movimiento vecinal, nos escucharon siempre que acudimos a ellos y siempre que estuvo de su mano atendieron a nuestras reclamaciones. El último Pleno de aquel Ayuntamiento aprobó el proyecto de reforma interior de Oviedo propuesto por la plataforma: cosa que de no tratarse de la última sesión, tal vez no hubiera aprobado. El Pleno, al que asistimos como oyentes Ramón Cavanilles y yo, fue tenso: Madera tomó la palabra, habló de «caciques», y los concejales Celaya y Villanueva, seguramente dándose por aludidos, abandonaron la sala.
La campaña electoral previa a estas elecciones fue menos festiva que las anteriores. Coincidía con las sesiones de investidura de Adolfo Suárez en las Cortes: proceso que según una tía mía consistía en comprarle a Suárez un traje tan caro que los demás diputados no querían pagar. Suárez se negó al debate, y como dijo Carrillo, una actuación política, cualquiera que sea, obedece a alguna razón, pero negarse al debate fue un capricho gratuito. Aquel 31 de marzo tomé un par de copas con Emilio Pumarino, que supuso que tal vez Suárez no se fiara de su propia oratoria e incluso llegó a admitir mi sugerencia de que podía deberse al temor de que se aireara en exceso su pasado político.
En Oviedo partía como favorita UCD, que llevaba como candidato a Luis Riera Posada, antiguo presidente del Centro Asturiano y simpático profesional que encarnaba uno de los peores vicios de la derechona amedrentada y claudicante: el afán de ser reconocido como chistoso por la izquierda. En este ejercicio, pronunció unas palabras muy injustas sobre su antiguo compañero de Corporación Silvino Lantero, cuya evolución política fue contraria a la suya: pues Silvino pasó del comunismo al conservadurismo, mientras que Riera se desvivió tanto por resultar «políticamente correcto» (de tendencia «simpática») como en tiempos anteriores por andar al rabo del ministro franquista Alejandro Fernández Sordo, a quien llevaba los periódicos a la playa de Toró. A propósito de este personaje, recuerdo la severa afirmación de T. S. Eliot: «Algo peor que la faramalla demagógica es el conservadurismo moderado».
El candidato de AP era Luis M.ª Fernández Canteli, de limpia ejecutoria política y personal, que hubiera encajado mucho mejor en UCD, según su buen amigo Teodoro López Cuesta. Había sido un excelente presidente del Ateneo de Oviedo y directivo de la Alianza Francesa, que era una avanzada liberal en la ciudad que provocaba las suspicacias, no siempre injustificadas, de los «familiares del régimen»; había firmado papeles de protesta que otros, que luego alardearon de antifranquistas, no se atrevieron a firmar y siendo teniente alcalde de Oviedo y habiendo conseguido como ingeniero jefe de Renfe que se hiciera un apeadero del ferrocarril en San Pedro de Nora, e invitado el gobernador civil, que era el «duro» Mateu de Ros, a la ceremonia y se retrasara, ordenó que se efectuara la ceremonia sin más dilación. Después dimitió como teniente alcalde: algo verdaderamente extraordinario en España, lo mismo en la autocracia que en la democracia.
El candidato del PSOE era un joven economista recién llegado al partido, Wenceslao López, que parecía buena persona aunque sin brillo. Yo le vi una noche pegando carteles en la calle Toreno junto con el futuro concejal Juan Mier, un gran tipo, noble, activo y entusiasta de la tendencia de los aventados. Señalo que pegaba carteles, porque los candidatos suelen hacerlo el primer día y después se esfuman, y aquella noche era la de un día cualquiera de la campaña electoral. Y por el PC encabezaba la lista Silvino Lantero, seguido por Aurora Puente, mujer guapa e inteligente, con mucho talento, que explotaba muy bien sus recursos y que a pesar de las filas en las que militaba, no era dogmática. Murió prematuramente, y su muerte supuso una pérdida para su partido y para Oviedo, donde realizó desde su cargo de concejala de la oposición una labor muy estimable.
El domingo 1 de abril se produjo ese cambio de horario que en mi opinión para lo único que sirve es para descontrolar al personal durante un par de días. Los candidatos y sus apoyos se despidieron de sus respectivas clientelas y los citaron en las urnas de los colegios electorales el próximo martes.
La Nueva España · 4 abril 2009