Ignacio Gracia Noriega
Emiliano de la Huerga, el abad
Si Covadonga es el gran santuario asturiano, ni qué decir tiene que don Emiliano de la Huerga es el abad de Asturias por antonomasia; y ya que vivimos en una región en la que, por privilegio de la autonomía, don Pedro de Silva se comporta, de puertas para adentro, como si fuera el mismísimo señor González Márquez en persona, y don Antonio Masip Hidalgo ha superado las cotas alcanzadas por Juanito Precipicio, el descafeinado sucesor del Viejo Profesor en la Alcaldía de Madrid para parecerse a mistar Edward Koch, alcalde de New York, que afirmó, en el curso de un viaje a España, que este país es el que mejor vive del universo mundo, porque da la sensación de que aquí no trabaja nadie (y don Antonio, que tiende a lo «lúdico», como dicen la progresía chandalera, el suplemento dominical del diario «El País» y don Fernando Lorenzo Arias, hostelero y poeta, ha logrado, después de «sanferminizar» las fiestas de San Mateo, que Oviedo parezca una juerga constante, o, mejor dicho, un chiste o una broma. pesada, a causa del caos circulatorio), es de esperar que parecidas equivalencias se produzcan entre eclesiásticos, por lo que don Gabino Díaz Merchán sería el equivalente al Papa, aunque sin acento polaco, y don Emiliano de la Huerga a cardenal, cuando menos. Don Emiliano es un cura a la antigua, con sotana y mucha afición a las cosas de Covadonga.
Covadonga, verdaderamente, es un lugar de una rara belleza, a cuya conservación contribuye el celo de don Emiliano. El pasado verano, un grupo de personas, capitaneadas por Nacho Quintana, nos trasladarnos al Santuario para descubrir tinos fragmentos incorruptos del Camarín de la Virgen, obra de don Roberto Frassinelli, el alemán de Corao, y don Emilia no dio todo tipo de facilidades. Los Picos de Europa están flanqueados por dos grandes santuarios, uno en cada extremo: el de Santo Toribio de Liébana en los bordes del macizo oriental, y el de Covadonga, en el extremo del macizo occidental. Covadonga tiene mucho de majestuoso y algo de sombrío; en su libro «Visión de Covadonga», impreso en Covadonga en 1926, don Martín Andreu Valdés anota que «frente al monte en cuya falda se abre la Santa Cueva, desafiándolo en altura, agreste y sombrío, se levanta el llamado Prima». Todo es agreste y grandioso en este santuario, en cuyos alrededores también son posibles el sosiego y la calma; como escribe Concha Espina en «Altar Mayor: «Han subido por detrás del hotel dando vueltas maquinales junto a las obras del hostal Favila; ahora buscan la escalinata que conduce a la Catedral. Cae el sol y el paseo almenado en torno a la iglesia les ofrece un lugar admirable de retiro y de charla, un mirador espléndido».
La Basílica, la escalinata, el Auseva, el Priena, son los escenarios cotidianos de don Emiliano de la Huerga a lo largo de los últimos treinta y seis años, y por los siglos de los siglos; pues, como ha declarado recientemente: «Mis huesos pienso dejarlos aquí». Don Emiliano, además de abad y párroco, es poeta y recopilador musical, y muy amante de las montañas: de esas montañas nuestras en las que reina la Santina. Y aunque después de tantos años, el buen abad es un lugareño más del Real Sitio de Covadonga, le nacieron en Zamora, como a Clarín, hace 74 años. Es curioso el número de personas a quienes «nacen» en Zamora, y luego se vienen aquí, a Asturias, a ejercer como asturianos: cuando menos los citados, Clarín y don Emiliano, y, más recientemente, el poeta bable y artesano del cuero Felipe Prieto.
La historia de Covadonga está jalonada por la presencia de abades animosos. Nicolás Cástor de Caunedo, en su «Album de un viaje por Asturias», refiere esta historia en la que interviene un antecesor de don Emiliano: «La antigua iglesia de Santa María, fundada por Alfonso el Católico, restaurada por Alfonso el Casto y Alfonso el Sabio, y construida de madera, estaba suspendida la mayor parte en el aire y era conocida por el significativo nombre de Milagro de Covadonga. Un rayo hirió la maleza que tapizaba el poético templo, obra de la fe de nuestros padres, y lo redujo a cenizas. Tan inesperado desastre consternó a. la España toda, pero en especial a Asturias, donde fue mirado como una calamidad pública. El abad de Covadonga corrió a los pies de Carlos III llevando la gloriosa espada de Pelayo, único trofeo que ornaba su lucillo y única joya que las llamas respetaron. Conmovióse profundamente el gran monarca al ver el tosco hierro que sirviera de cetro al más célebre de sus predecesores, y acudió con todas sus fuerzas a reparar los daños producidos por el incendio; mas la muerte le impidió realizar sus generosos propósitos».
Don Emiliano vive en Covadonga tiempos más felices. La Vuelta Ciclista a España subió un año más a los Lagos, como era su deseo; aunque nunca la dicha es completa, y sin duda para ensombrecérsela, le han dado el premio «Príncipe de Asturias» a las Letras a Camilo José Cela. Cosas veredes...
La Nueva España · 20 mayo 1987