Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

Semblanza de don Carnal

Lectores, albricias, porque estamos en Carnaval. Por si fueran pocas las muchas fiestas que la religiosidad de este país nos proporciona, y que el Estado laico se resiste a abolir, más que nada por el qué dirán los sindicatos, que, por otra parte, se pasan los días laborables organizando huelgas para pedir trabajo, ahora reaparece el Carnaval, el repetido combate entre don Carnal y doña Cuaresma, el jolgorio desenfrenado, la fiesta de los locos, la fiesta laica por excelencia, que hunde sus raíces en las oscuridades de la Edad Media y a la que pueden buscársele remotos precedentes de revancha social. Juvenal reprochaba a sus compatriotas que sólo pidiesen pan en el foro y espectáculos gratuitos: «Panero et circenses». Durante el anterior régimen, la «progresía» hoy gobernante se escandalizaba porque Franco sólo daba pan y fútbol, en lugar de hacer política de altos vuelos en «América Latina»; mas ellos, ahora en el poder, se comportan como «déspotas ilustrados», aunque sin ilustración, y hacen suyo el lema dieciochesco: «pan (poco) y fiestas». No se le deben quitar fiestas al pueblo, porque eso atenta contra sus arraigadas costumbres: no se debe atentar contra la «cultura popular». Sir William Bentick, un liberal inglés ilustrado y bienintencionado, cuando fue gobernador de Madrás prohibió el uso del turbante, lo que provocó sangrientas revueltas a causa de las cuales se vio forzado a dimitir: veinte años más tarde le encargaron del Gobierno de la India, y habiéndose olvidado del incidente de los turbantes, pero no de sus arraigadas convicciones humanitarias, prohibió que la viuda ardiera en la pira junto con el cadáver del marido y los sacrificios humanos: medidas que a los que somos «imperialistas occidentales» nos parecen razonables, pero a las que refutaría la antipática Carmen Sarmiento, poniendo gesto de asco con sus modelitos impolutos y rodeada de tercermundistas hambrientos y andrajosos, que diría: «¿Y quién le mandó a ese intruso interferirse en las culturas autóctonas?».

En los últimos tiempos, resucitan, más por voluntarismo que por necesidad, diversas fiestas olvidadas o abolidas: la noche de San Juan, con su fogata en la plaza de la Catedral de Oviedo, nada tiene que ver con San Juan, sino que es la celebración del solsticio de verano, festejo céltico. El año pasado, o hace dos años, con este motivo una moza se despojó de sus vestiduras y las arrojó a la hoguera; quedando en pelondina picada, como Cancio, para, de este modo, purificarse: purificación que le salió algo más cara que si la hubiera hecho por agua, porque, al fin y al cabo, la ropa mojada, seca, mientras que a la quemada, no hay armero que la arme, y hay que comprar otra.

El Carnaval, promocionado desde la TV y por los ayuntamientos, es un «trágala» a los curas: si no, no tiene razón resucitar unos festejos que ya hace siglos que perdieron su sentido. Pero Carnaval no sólo es comer, vociferar, emborracharse y hacer el gamberro. Cuando el Carnaval está exento de tenebrosidades irreligiosas (lo irreligioso es la otra cara de la moneda de la religión) y de afán revanchista, como en estos casos celtibéricos, «la más bella de las hadas, la más mayestática de las diosas se pasea por la tierra», como escribió Hoffmam en su preciosa novela «La princesa Brambilla», ambientada en el Carnaval veneciano. Porque hay carnavales y carnavales: una cosa es el Carnaval de Venecia, de Río de Janeiro o de las Canarias, y otro el que se pueda, ahora hacer en Oviedo o en la Moncloa, que suena más artificial que el bable «in vitro» que nos endilga, haciendo el resumen de los informativos, la dirección política de la TV(R).

Carnaval es una apetencia juvenil, de gentes descontentas con el mundo en que viven: fiesta, pues, apropiada para jóvenes radicales. Como escribe Harvey Cox en su libro «Las fiestas de locos»: «Los jóvenes pertenecientes a las sociedades industrializadas están demostrando por todas partes que el juego expresivo y la creación artística pertenecen al núcleo de la vida y no a su periferia. Nuestro heredado , teatro cerebral está siendo relegado a segundo plano por un teatro de expresión corporal a base de mimo, danza y acrobacia. Vuelven los festivales callejeros, que estaban desapareciendo a pasos agigantados». Es posible que el Carnaval sea una apetencia generalizada; pero lo más antipático de su resurgimiento es que sea también una consigna política.

Sea lo que fuere, don Carnal llegó a Oviedo vestido de cocinero y con un «gochín», al que Aurora Puente acarició con cierto reparo. ¿De qué se va a disfrazar don Antonio Masip? Sabemos que Felipe González se va a disfrazar de chatarrero, y según Jaime Campmany ya anda por los jardines de la Moncloa ensayando el elocuente pregón: «!Chataaaaaarra! ¡Ha lleeegado el chataaaaaarrero!» Los socialistas siempre tienen que proteger a alguien, bien a un hotel, bien a Cuba, bien, a Nicaragua, y Castro les paga con chatarra y pirulís. A fin de cuentas, como dijo Larra, «todo el año es Carnaval».

La Nueva España · 17 febrero 1988