Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

Doña Clara Ferrer

Si este país fuera verdaderamente civilizado, a Clara Ferrer la llamarían todos Doña Clara Ferrer, porque es una gran señora de la escena y cincuenta y siete años de teatro asturiano (ni más ni menos) la contemplan. Los mexicanos nos pueden dar lecciones en esto, ya que no van a limitarse a enviar de vez en cuando a algunos de sus súbditos distinguidos para que oficien como asesores áulicos de nuestros gobernantes: primero, el autor de «El águila y la serpiente» colaboró activamente con don Manuel Azaña en los días de la Segunda República, y, muy recientemente, el flamante premio «Cervantes», y diplomático, además de novelista, Carlos Fuentes; se ha convertido en el embajador volante de don Felipe González Márquez durante su pasada visita a la Universidad de Harvard; el cual (don Felipe), dejó verdaderamente pasmado y de una pieza al candidato Michael Dukakis, después de haber dado en su presencia un florido repaso de media hora a la actualidad internacional, aunque el traductor daría la receta de la paella en lugar de un mitin centroamericano para evitar el bochorno, dado que González Márquez no conoce la lengua de Shakespeare y es posible que Dukakis tampoco esté impuesto en la de Cervantes. De todas formas, no nos cabe la menor duda de que lo que otrora fue el «boom» de la novela hispanoamericana (que en jerga pesoística se dice «latinoamericana», como si se incluyera a Rubem Fonseca y a otros narradores brasileños), es muy partidario del PSOE, salvo Mario Vargas Liosa, que también se hizo de derechas, aunque de otra manera. Y aunque Carlos Fuentes haya enseñado a Felipe González que son de razón (a fin de cuentas, un premio de diez millones es un premio de diez millones), sus compatriotas pueden servirnos de ejemplo por el mucho respeto con el que trataban a sus actores y actrices veteranos: del mismo modo que en Inglaterra se premia una trayectoria ilustre con el sir, y ahí tenemos a sir Alec Guinness, sir John Gielgud, sir Laurence Olivier, sir Cedric Hardwicke o sir Michael Redgrave, en México se los premia con el «Don» o con el «Doña», como en los casos de Doña Sara García, Doña Prudencia Griffell, Don Andrés, Don Fernando y Don Domingo Soler, o Don José Elías Moreno. En cambio, en Asturias, nada: Doña Sara García sigue siendo Sara, como cuando debutó en el teatro Robledo de Gijón (aquél sobre el que Antonio Ferrandis Albajara, presunto premio Nóbel de Literatura, escribió una novela que leyó el Rey de España, según José Luis Garci) con la Compañía Asturiana, en una obra titulada «Amor y lentejas» que, a lo mejor (!quién sabe!), era una adaptación de «Contigo, pan y cebolla». A Clara Ferrer, gijonesa de setenta y siete años de edad, cincuenta y siete en ocupaciones de farándula, no parece que se le considere que tenga grandes méritos, y eso que estamos una etapa de crispada y autosuficiente proclamación de lo autóctono, gracias a lo cual se están defendiendo, apoyando, promocionando y subvencionando muchas tonterías.

Ni a Clara Ferrer ni a la Compañía Asturiana se les considera en lo más mínimo, ni se acuerda casi nadie de ellos, salvo algún veterano nostálgico. Nunca se habló tanto de Asturias, de lo asturiano, de las «señas de identidad», del «hecho diferencial», de una «cierta cultura asturiana» como ahora, por lo que nos extraña que quienes tales conceptos (que en muchos casos, efectivamente, pertenecen más al terreno de lo conceptual que al de las realidades) reivindican y repiten hasta saciarse y saciarnos a todos, se hayan olvidado con tanta insistencia de Clara Ferrer, de Rosario Trabanco, de Donorino García, de José Manuel Rodríguez, de José González, de «El Presi», de Eladio Verde, de la Compañía Asturiana, en fin, como si fueran marcianos que dijeran sus comedias y canciones precisa-mente en esa acreditada lengua, el marciano.

En este país se está promocionando a muchos grupos teatrales vanguardistas, experimentales, etcétera, que basan su arte en el gruñido, en el gesto, en la contorsión (a todo eso que le llaman los entendidos «expresión corporal»), en los juegos de luces, en los .leotardos y en las mallas, y en una dieta a base de «yogur» para los actores y actrices, porque si no, es imposible que puedan estar tan delgados, y que nunca hubieran salido a los escenarios si no estuvieran subvencionados. Al lado de éstos, y en épocas que no se andaban con tantos cuentos, la Compañía Asturiana era una compañía popular, que pateó más «caleyas» de Asturias que todos los zapatos de Noreña, y que incluso se asomó con éxito a naciones extranjeras, siempre ante público asturiano. Pero la Compañía Asturiana no era popular en el sentido en que lo entienden los jerarcas culturales de ahora, y a lo mejor tienen razón, porque ni siquiera decían sus diálogos en bable.

Yo recuerdo a Clara Ferrer y a Donorino García representando «Los amores de Ximielga», y a «El Presi» cantando, en la iglesia de La Foz de Morcín; yo daba el pregón de las fiestas de La Probe, y me parece que fue la última vez que el «Presi» y Donorino actuaron en público: por eso, siempre que me acuerdo de doña Clara Ferrer, me acuerdo de ellos.

La Nueva España · 7 mayo 1989