Ignacio Gracia Noriega
De Casa Lobato a Casa Lobato
Antes de subir al Naranco para comer o pasar la tarde en Casa Lobato se podía hacer una parada en Casa Lobato, al final de la calle Cervantes, esquina con la avenida de Santander, a tomar un buen vaso de vino tierra de León. De aquélla, el vino tierra triunfaba en Oviedo y estaba muy generalizado en bares y tabernas, aunque con las inevitables falsificaciones. Al Cabo Peñas empezaban a traer por aquella época vino de Toro, grueso y contundente, pero la tendencia de la parroquia era más hacia el vino de León, más claro, con cierto matiz rojizo y un ligero sabor metálico. No era un vino elaborado, pero se bebía por hectolitros. Todavía no se había popularizado la costumbre de pedir rioja en las barras y muchos taberneros ponían mala cara si se les pedía vino de marca, porque les obligaba a descorchar una botella, y si no había más clientes que pidieran también rioja, el vino terminaría picándose. De aquélla a nadie se le ocurría mencionar Ribera de Duero ni canto gregoriano, que fueron dos innovaciones de los ejecutivos de los tiempos nuevos para demostrar lo finos que eran capaces de ser. Pero entonces bastaban el vino peleón y las canciones de Sara Montiel. El vino se bebía en vasos pequeños y tallados hasta que se impuso pedir pintas, que se servían en vasos de sidra, de acuerdo con la opinión, para mi gusto muy sensata, de que el vino, la cerveza y el whisky se deben beber en vasos anchos, en los que entre la nariz. En cambio, el blanco de la Nava, que era otro de los pilares del «bebercio» ovetense, sabía mucho mejor en vaso grueso, de acuerdo con la medida de Heliodoro en Felechosa, por lo que el blanco del bar Ferroviario, cuyo dueño, Luis, era de Felechosa, era tan bueno y estaba tan acreditado como su excelente sidra. Yo, que nunca fui aficionado a la sidra, no había mañana que no fuera por allí a tomar un blanco de la Nava o los que cuadraran. Otro bar que tenía aquel tipo de vasos era Los González, en la calle San Bernabé. En cambio, el vino tierra no exigía recipiente especial, y sus tres santuarios ovetenses eran La Perla, frente al teatro Campoamor; El Manantial, en la calle San Bernabé, que durante muchos años fue la calle de los vinos de Oviedo, tan sólo equiparable en esta parte del norte de España al Barrio Húmedo de León y conocida popularmente por «la senda de los elefantes», por las «trompas» que allí se agarraban, y Casa Lobato, establecimiento un poco apartado de las grandes rutas de la vinatería, pero que podía ser etapa en el paso a otras zonas de vinos muy estimables en la Argañosa y Vallobín. Los hermanos Radío, el entrañable y malogrado Del Viso (a quien llamábamos Fernández) y otros eran auténticos especialistas y virtuosos en cambiar de zonas vinateras con gran facilidad. Del Viso, amigo inolvidable, fue una de las primeras víctimas mortales de una manía que empezaba a introducirse en la sociedad española, hasta entonces muy alegre y confiada y quitada de penas: la de hacer ejercicio para preservar la salud. Así que le dio por montar en bicicleta y un mal día le atropelló un coche.
Casa Lobato era una taberna clásica, con la barra a la izquierda y ventanales a la avenida de Santander, bastante condecorados por el polvo. El dueño era un gran tipo, con barriga y bigote canoso, que se las arreglaba muy bien él solo atendiendo la barra y las mesas, y nunca dejaba a ningún cliente sin atender. Cuando le llegaba vino nuevo, ponía un ramo a la puerta del establecimiento, como los grandes vinateros clásicos.
De allí se podía ir dando un paseo a la otra Casa Lobato de Oviedo por Ciudad Naranco o por Vallobín, que era la entrada que quedaba más a mano. Y como en aquella época se salía a tomar vino antes de comer y antes de cenar, imaginemos que vamos a comer a Casa Lobato por el camino del Naranco, que entonces, sin coches, ni paseantes, ni combatientes del colesterol en chándal, era una delicia hacer. Decía Gustavo Bueno que resulta inconsecuente que una ciudad como Oviedo, fundada por Alfonso II el Casto y con calles dedicadas a los reyes reconquistadores de la Monarquía asturiana, se encontrara a la sombra de un monte rematado por la Media Luna, lo que quién sabe si no sería la manera de entender la «alianza de las civilizaciones » por el régimen anterior. Pues tanto Franco como Zapatero, cuando se sentían ninguneados por las democracias, miraban por encima de Europa hacia otra clase de «amigos».
Casa Lobato, a media ladera del monte Naranco, es en la actualidad no sólo uno de los mejores restaurantes de Asturias y del norte de España, sino, seguramente, el más veterano de Oviedo. Pocos, muy pocos bares quedan en Oviedo de aquella época. Supongo que habrá alguno más que los que se me ocurren en este momento, a bote pronto: Cantábrico, Nalón, Lito, Ovetense, Gran Taberna... En fin, me refiero, por si olvido alguno, a aquéllos de los que fui y sigo siendo cliente. De todos éstos, Casa Lobato es el más antiguo, fundado en 1898, como consta en los carteles anunciadores del establecimiento.
El lugar donde se asienta Casa Lobato, en la actualidad todo un emporio hostelero, se llamaba La Huertona y llegaba hasta el Colegio de las Ursulinas. Al borde de la antigua carretera del Naranco, ahora está en la bifurcación que a la izquierda va a Ules y al Boquerón de Brañas y al frente al Naranco propiamente dicho. A Ules fui muchas veces por ese camino con Luis Mauriño, al que como entonces era capitán de guerrilleros, y siempre tuvo pierna larga, resultaba bastante difícil seguirle. Una tarde bajamos hasta Ponteo con mi mujer, José Luis García Delgado y «Black», mi pointer cojo y negro, y cenamos huevos fritos con chorizos en el bar, donde nos descorcharon una botella de Martínez Lacuesta que el nuevo dueño había encontrado en la bodega y que como no sabía su precio nos dijo que lo cobraría como si fuera Preferido, un rioja corriente de la época. Interesados por aquel Martínez Lacuesta, descubrimos que le quedaba todavía media caja, por lo que la compramos al precio de Preferido, pero el problema fue su traslado a Oviedo, ya que pedimos un taxi que, al vernos con el perro y cargados de botellas de vino, no quiso llevarnos. Ya contaré cómo terminó esta aventura en otra ocasión.
Casa Lobato se funda en 1898 por José Lobato, que acababa de regresar de la guerra de Cuba con una medalla pensionada, razón por la que le fue concedido un estanco. En torno al estanco surgieron un bar y tienda mixta y en la parte de atrás había vaquería. Servicio, pues, completo. Por aquellos días era una delicia subir al Naranco dando un paseo, y como las distancias eran consideradas con otro sentido que ahora, lo mismo que existía otra concepción del tiempo, el paseante se detenía en Casa Lobato a beber una botella de vino para calmar la sed y a tomar unas buenas lonjas de jamón para reponer fuerzas. Desde allí ya no hacía falta subir hasta Santa María del Naranco y San Miguel de Lillo porque se veían desde el establecimiento, como se siguen viendo ahora. Y así en Casa Lobato se fue formando una tertulia llamada de «Los Amigos del Naranco», a la que acudían como figuras principales don Melquíades Álvarez, algún Buylla y otros personajes ovetenses ilustres. En la terraza del establecimiento se instaló un telescopio desde el que los tertulianos echaban miradas a los monumentos mientras charlaban de sus cosas y comían las grandes especialidades de la casa: el jamón y las tortillas (y las tortillas de jamón, que siempre fueron excelentes, juntos o por separado), la menestra del tiempo y los pitos de caleya. José Lobato, el antiguo héroe de la guerra de Cuba, vivió hasta entrada la década del cuarenta del pasado siglo: le sucedió al frente de la casa su hijo Enrique, a quien muchos recordarán todavía, y a éste su hijo José Manuel Lobato Blanco, «Cholo», tan excelente persona como profesional, y que ya ha encauzado a sus hijos Antonio, Juan Luis y Marcos en el negocio. Cuarta generación, pues, de una casa que ha sabido conservar sus tradiciones, como conserva la cocina de carbón, que estuvo en activo durante treinta años a partir de 1948. ¡Qué maravillas no se habrán cocinado sobre esas chapas negras y relucientes! Aunque los tiempos han cambiado, e incluso la concepción de la gastronomía, en Casa Lobato se come ahora tan bien como en los buenos viejos tiempos idos. Claro que, eso sí, se comen otras cosas, e incluso otras cantidades. Las raciones de Casa Lobato son tan abundantes como las de antaño y la suavidad que alcanza un pudin de boletus, con el adorno de otros tres boletus a la plancha, supera, y lo digo sin exageración, a la de cualquier maravilla que haya comido en mucho tiempo. ¡Y cómo doran y sabe el mero! Y el Hoyo de Monterrey que remata la comida no lo ofrece ningún otro restaurante. De vinos no hablo, porque me los prohibieron, y sigo las indicaciones para poder comer de vez en cuando como en Casa Lobato. Un restaurante de primera del que la crítica especializada se ocupa poco, pero qué más da, si todos sus comedores están llenos a cualquier hora que se vaya.
La Nueva España ·8 diciembre 2007