Ignacio Gracia Noriega
Camino del Cristo
El Cristo era la alternativa al Naranco. Cuando se trataba de hacer alguna excursión de cercanías, se iba al Cristo o se iba al Naranco, y desde el Cristo se veía el Naranco y desde el Naranco el Cristo: sólo que el Naranco era mayor y tenía un aspecto más aparente. El Cristo, por otra parte, estaba más metido en la ciudad y prácticamente sólo tenía una entrada mientras que al Naranco había varias. En el Cristo se celebraba una romería famosa, había un cura famoso y famosos bares bordaban la carretera, ascendente y corta (mucho más corta que la del Naranco, cuando menos). Y para que todo fuera famoso en el Cristo, también se cantaba una famosa canción que empieza: «Fui al Cristo y enamoreme». Aunque hay quien discute si se refiere o no al Cristo del Camino. En cambio, sobre esta otra no hay duda ni polémica posibles: «Si no hablas con mi persona, / tiene mi padre ofrecido / una misa con tres curas / en el Cristo del Camino».
En los aledaños del Cristo había varios bares en los que se comía bien, a precio moderado. Por lo general, en aquella época se comía bien a precios moderados en casi todas partes. Todavía no había llegado el euro igualador y encarecedor. En Casa Fermín, que ya entonces era uno de los mejores restaurantes de Oviedo, se comía, con motivo de las jornadas de la caza, por poco más de trescientas pesetas. Digo, porque escribí un artículo sobre aquellas tan adelantadas como magníficas jornadas gastronómicas y puse los precios. Y, claro es, aquellas jornadas, que daban esplendor a los otoños ovetenses, se realizaron hace ya muchos años. El otro día se me ocurrió preguntarme cuánto costaba una copa en un «cabaret» hace treinta años, y la verdad, con esta innovación del euro, resulta muy difícil de calcular. En muy poco tiempo, al quedar huérfanos de la peseta, perdimos el sentido del dinero. De lo que no cabe duda es de que una copa en un «cabaret» con espectáculo costaba menos que una cerveza sin alcohol tomada en la barra de un bar en la actualidad.
A la entrada del Cristo, bien por el estadio Carlos Tartiere o por el Sanatorio Blanco, donde la candidata Paloma vivió sus últimos instantes prenatales mientras en las calles de Oviedo obreros y estudiantes se enfrentaban bravamente a la dictadura, había algunos bares que miraban hacia el campo de fútbol, entre los que destacaba el Teniente Colombo, bar gallego, especializado en caldo gallego, garbanzos con callos y, naturalmente, el pulpo indispensable en un establecimiento de estas características. Pese a que los pulpos viven en el mar, el pulpo se consume sobre todo en las zonas del interior de Galicia, según Álvaro Cunqueiro, que asegura que no hay feria gallega que se precie que no ofrezca el pulpo con su espolvoreamiento de pimentón en todas las tabernas y casas de comidas próximas al ferial. Pulpo a la gallega y lacón con cachelos, dos bocados de mucha categoría, que hicieron las delicias de tantos curas de aldea que bajaban a la feria con la sotana cepillada y paraguas por si acaso. ¡Mucho pulpo y mucho lacón habrán molido las quijadas rurales y clericales! Teniente Colombo no tenía aspecto de bar gallego, sino que era un bar despersonalizado, con mesas de formica y demás ingredientes de un bar nuevo de extrarradio, pero de genuino sabor gallego. El nombre de Teniente Colombo tampoco parecía muy propio de la Galicia ancestral. Correspondía al personaje de una serie televisiva interpretado por Peter Falk: un policía pequeño, desastrado, tuerto, con una gabardina que no necesitaba perchero porque se mantenía en pie por sí sola de lo sucia que estaba y que hablaba en voz baja, aspirando las palabras y con mucha lentitud: un auténtico pelmazo, pero muy sagaz. No había asesino que le resistiera tres sesiones. Lo que no sé es si Colombo sería gallego (el apellido es más o menos Colón, de quien también se llegó a decir que tal vez hubiera nacido en Galicia) para dar nombre a esta honesta casa gallega, o si simplemente se trataría de una admiración del dueño.
Por aquel entonces, todavía no se había puesto de moda ir a comer cocina extranjera a restaurantes y casas de comidas especializados. Esto es: todavía no proliferaban los restaurantes chinos, italianos, turcos y mexicanos: incluso hay ahora un restaurante japonés cerca de las cumbres del Sueve. Y aunque el conde de los Andes decía que hay que ser turco para gustar de la cocina turca, y chino de la china (en lo que coincidía con otro conde, Arthur de Gobineau, que afirmaba muy sensatamente que el folclore recóndito sólo interesa a quienes lo vivieron desde la cuna), a mucha gente le gusta probar, aunque corran el riesgo de salir escaldados. No hay cosa más peligrosa en la cocina que las innovaciones, que salvo escasísimos casos verdaderamente felices, se reducen a auténticos camelos. Pero si el camelo se adoba con papel de celofán y confetti de colores, y se encuentran a mano un público snob y críticos decididos a escribir sobre naderías, tenemos el prestigio de un Ferran Adrià, pongo por caso.
Donde verdaderamente brillaba la cocina regional y la cocina internacional de altura era un poco más arriba, en Casa Fermín. Se trataba de un merendero clásico de las afueras de Oviedo que por el genio y el tesón de Luis Gil Lus entra el verdadero concepto de restaurante en Asturias, de manera que puede hablarse, sin exageración, de un período anterior a Gil Lus y de otro posterior. Según se entraba en Casa Fermín estaba el bar, luego el merendero al aire libre y al fondo el comedor. Pero nos ocuparemos de Casa Fermín con más detalle en un próximo artículo. Hagamos ahora el recorrido del Cristo.
Antes de Casa Fermín estaba el Benidorm, que tenía bailongo, y arriba de Casa Fermín estaba Casa Javier, que tenía bolera. Casa Javier se encontraba al borde de la carretera, a mano izquierda, en un espacio en el que terminaba la ciudad y todavía no se estaba en el Cristo. Era un lugar muy agradable, con la bolera y la parte que se podía considerar merendero con vistas a la carretera de Mieres y a la sierra del Aramo. Desde aquí se podía seguir hasta el Cristo por los prados, siguiendo la ladera de la colina, y al final había un repecho y ya se estaba en el Cristo. En Casa Javier hubo una de las primeras televisiones de Oviedo (un cajón grande, en blanco y negro y con nieves perpetuas), aunque en rigor, la primera que funcionó fue un poco más arriba, en Casa Angelón: se conoce que esta zona era la más adecuada para captar aquel prodigioso invento que permitía ver partidos de fútbol y corridas de toros sin necesidad de sacar entradas. Otro de los grandes atractivos de este bar era uno de sus clientes habituales, Herrerita, el legendario extremo de la «delantera eléctrica» del Real Oviedo en los tiempos que el Real Oviedo era uno de los mejores equipos de España. Aunque el Real Oviedo era un equipo modesto y la Universidad de Oviedo una Universidad de provincias, ambos conocieron épocas gloriosas gracias a la «delantera eléctrica» y a lo que Joaquín Costa denominó el «grupo de Oviedo», respectivamente. El otro extremo de aquella delantera, Emilín, era más bien del centro de Oviedo, y no se apartaba de la sombra de la Catedral: solía terminar en Casa Manolo cantando a coro. Su hermano Falín, otro futbolista y caballero, de los que hoy hubieran cobrado miles de millones, era el encargado consorte de la cantina del Vasco, sin duda la cantina y la estación de ferrocarril más hermosas del norte de España, y ya que no conozco todas las cantinas de España ni de lejos, quién me dice si no de España entera. Herrerita estaba en persona en Benidorm y en Casa Javier, y en fotografía en la Gran Taberna con un gran esparadrapo sobre la sien: me parece que allí sigue, a pesar de la gran reforma que se hizo en la Gran Taberna.
Montaña estaba en el Cristo y se llenaba de público cuando televisaban algún partido de fútbol importante. Otros iban a ver aquel invento prodigioso, que parecía cosa del diablo, sin que les importara qué televisaban. La iglesia del Cristo, que coronaba la colina, era muy frecuentada y se celebraban frecuentemente bodas, bautizos y demás actividades, que el cura organizaba muy bien. Y entre el Cristo y los depósitos estaba Casa Angelón, con sus mesas de piedra alrededor, algunos árboles (me parece que eran plátanos) y el dueño detrás de la barra, repitiendo conforme entraban clientes: «¡Vaya mañana!». Y antes del camino a Latores, un chalé en ruinas rodeado de maleza, que a mí, no sé por qué, me parecía sacado de una estampa de la guerra franco-prusiana.
La Nueva España ·22 diciembre 2007